Letras
Escribes

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“Pedrito escribe sin parar
que el mundo está por estallar,
y los demás en la oficina, por nada...”.
José Alberto Iglesias, El amor es más fuerte

Escribes.

Sigues escribiendo, y lo haces sin parar. Las pausas sólo te sirven para repasar al vuelo el rimero de líneas que vas dejando atrás. Hay errores, muchos errores: los descubres y contraes los labios delineando en tu rostro un gesto áspero que ya amenaza con convertirse en ese rictus perenne que vendría a ser la más certera carta de presentación para tu frustración.

Escribes. Y lo haces con la precaria asistencia de tu extenuado índice izquierdo (siempre te exoneraste de las clases de taquigrafía a las que te conminaba a asistir tu madre todos los veranos, porque entendías que esas actividades eran exclusivamente para señoritas, “para aspirantes a secretarias como la vieja que las dicta”): no bien oprimes una tecla saltas de inmediato a la siguiente.

Estás solo, todo el grueso de oficinistas con los que cohabitas en ese céntrico edificio ya se fue a descansar a sus hogares. Tu soledad y tu cansancio te invitan a mirar con recelo el reloj de la oficina: son casi las ocho de la noche. No vas a terminar, lo sabes; sin embargo, sigues escribiendo.

¿Quién espera por lo que escribes?, ¿acaso algún renombrado editor?, ¿quizá un conspicuo crítico literario? Ya quisieras... El jefe, valgan verdades, apenas tiene ojos para un par de tabloides amarillos y para el culo de Brígida, tu empalagosa compañera de oficina.

¿Dónde están los cuentos memorables que te prometiste escribir?, ¿no era la invención de ficciones lo que ocuparía tu tiempo completo?

Compilas. Y la pantalla del ordenador te anuncia que hay siete errores; que es el mismo número de años que llevas hundido en la monotonía que te ata a ese sucio teclado: programando, emitiendo reportes en hojas de cálculo, fabricando bucles, optimizando el código fuente del sistema informático de la empresa estatal en donde recalaste.

Depuras. Con diligencia vas eliminando las impurezas. Estás seguro de que esta vez ya no aparecerán errores. Ejecutas el programa y todo se va al carajo: la computadora se cuelga; no responde, ha colapsado. Antes de presionar el botón “reset” recurres, como siempre, al final de En octubre no hay milagros:

—¡La puta que los parió!

Reinicias el ordenador y —cual Vallejo, lóbrego mamífero— hundes tu mentón en la palma de tu mano derecha, tratando de olvidar... de olvidar tu esencia, de olvidar lo que en verdad te importa. ¿Qué fue de tus más caros ideales? ¿Cuándo empezaste a renunciar a lo que realmente te quita el sueño? ¿No te prometiste —en Camaná, a medianoche, saltando en la arena con el torso desnudo y revoleando tu polo mientras entonabas hasta la ronquera las canciones de Tango Feroz— una vida intensa y coherente como la de Alejandro Mayta, aquel personaje cuyo idealismo te embelesaba? ¡Mírate! ¡Eres su antípoda!: un burócrata que va muriendo de a poquitos en esta mortecina habitación. Te niegas a aceptarlo, pero te has transformado en lo que más temías. Eres un bucle, un algoritmo vergonzante. Estás programado para hacer todos los días la misma cosa.

Tu mano acude al último cajón del mueble. Allí, apelotonadas, descansan tus vidas alternas (ésas que, por suerte, todavía te ayudan a digerir la real): Historia de Mayta, Infancia, Otras tardes, El extranjero, Cuerpo de Giulia-no, El túnel, Sólo para fumadores, etcétera. ¿Cuál escogerás ahora? ¿A cuál de todas ellas volverás para olvidarte de que el reporte del nuevo presupuesto no ha sido terminado; para escapar de esta monocorde cárcel laboral a la que ingresaste para acallar las voces que, con la mano cubriéndose la boca, decían que eras el marginal, el excéntrico, el inútil de la familia?

Infancia. Tomas el libro y empiezas a leerlo. Intuyo que no te hará bien el recordar —una vez más— que tú también vives en una urbanización donde todo está asociado a los árboles: La Arboleda, Los Álamos, Los Pinos... Tú también eres hijo de un abogado y de una maestra... Trabajas, qué duda cabe, como programador de ordenadores. Para ti son muchas las coincidencias, y, por un segundo, todas ellas te permiten desestimar divergencias tales como el hecho de que él sea sudafricano y tú peruano; de que él sea escritor y de que tú, pusilánime, nunca te hayas atrevido a serlo:

—El pesimista es un optimista bien informado —barboteas oportunamente recordando a Benedetti—: yo nunca podré escribir algo tan genial como El hombre lento.

¿Se trata de escribir algo genial o simplemente de escribir? No lo sabes. Darías cualquier cosa por saberlo. Tal vez la vanidad —esa extraña conocida— te impide ver las cosas con mayor claridad.

—Quien deja su auténtica vocación por “razones prácticas” comete la más impráctica idiotez —recuerdas, avergonzado, a Vargas Llosa—. Puta madre, eso es lo que soy: ¡un idiota!

Te pasa a menudo: estás desconcertado. Abres, sin pensarlo mucho, el editor de texto. Recurres al epígrafe de siempre, el de la melodía de Tanguito:

“Pedrito escribe sin parar
que el mundo está por estallar,
y los demás en la oficina, por nada...”.

Tu mundo interior es el que está por estallar: pierdes tus días en una oficina que no te da nada... porque un sueldo generoso y ese automóvil que envidian tus vecinos no tienen nada que ver con lo que tú quieres, nada que ver con lo que te exige ese sinfín de pensamientos que te invitan a escribir historias... pero, ¡lástima!, son tantos que te marean, te inhiben, ponen tu mente el blanco.

Abdicas. Cierras el editor de texto. Tu cabeza se vuelva a llenar de algoritmos, cifras, presupuestos. La frustración, presurosa, se envuelve en un chaqué: se disfraza de cordura, de insobornable sensatez... ¿o acaso quieres asumir el alto precio de volver a ser considerado un loco, un marginal, un inútil?

—Yo no soy Alejando Mayta, ¡no soy Coetzee ni soy Ribeyro! —te dices buscando un poco de sosiego en tal afirmación—. Pero el amor es más fuerte... más fuerte...

Sí, estás convencido: el amor es más fuerte. Quizá por eso lloras mientras escribes (mientras escribes sin parar). El reporte tiene que estar listo para mañana y te advierto que esas lágrimas que ahora recorren tus mejillas de nada te servirán.