Letras
Espejismos

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“Una vez más Daniel”. Dijo sin mirarlo. “Lo he repetido una docena de veces”. Musitó. Las palabras salieron entrecortadas de sus labios temblorosos. “Una vez más”. Insistió el policía y tomó el atado de cigarrillos para ofrecerle uno a Daniel luego de encender otro para él con el que pendía de sus labios y que había consumido hasta el filtro. “Una vez más...”, repitió Daniel para sí con los ojos cerrados, expirando la frase “...el calor espejeaba el asfalto. Conducía sintiéndome feliz, absurdamente feliz y llevando una sonrisa bajo los anteojos oscuros. Seguía el ritmo de una melodía de Sting que inundaba el interior del vehículo tamborileando los dedos sobre el volante. Quité la mirada del camino para elevar la intensidad del acondicionador de aire, al alzar los ojos el animal pareció materializarse delante de mí, a unos pocos metros. Giré con brusquedad el volante y el automóvil derrapó en la banquita hasta quedar con las ruedas delanteras hundidas en la cuneta. La música cesó y el acondicionador se detuvo. Al incorporarme vi el caballo frente a mí al otro lado del alambrado. Parecía observarme”.

“Un caballo”. Repitió el policía. “Eso dije”. “¿Un caballo que lo observaba, Daniel? Continúe”. “Descendí del vehículo y azoté la portezuela”. “Descendió del auto y azotó la portezuela”. “Si”. “Ajá, azotó su Jaguar”. “Sí”. “Azotó su Jaguar de un cuarto de millón. Continúe”. “Bajé del coche y azoté”. “Eso ya lo dijo, Daniel”. “Tengo sed”. “Haré que le traigan algo más tarde, continúe”. “¿Ya puedo hacer la llamada?”. “Ya le dije que estamos sin servicio por la tormenta. Siempre pasa cuando hay tormenta. Le prometo que cuando lo restablezcan el primero en usar el teléfono será usted Daniel, continúe”. “Miré hacia uno y otro lado de la ruta desierta y maldije por lo bajo el verano. Volví al interior, el asiento parecía expeler calor, un calor denso que creaba dentro del habitáculo una atmósfera aun más difícil de soportar que la exterior. Volví a maldecir. Recordé a Nora pidiéndome que me quedara una noche más. Debí hacerlo, debí esperar al día siguiente y salir al amanecer, de ese modo a esas horas habría estado a la sombra de los sauces de la costa o arrojándome al Paraná. La idea del agua del río en mi cuerpo, fresca, viva, me reconfortó; luego la ilusión se desvaneció y el calor pareció intensificarse. Sentí sed, tomé la botella y bebí, la gaseosa se había calentado y su paso por la garganta me produjo una sensación de repulsión que me obligó a dejar de hacerlo. Era la misma sensación que me había producido la sola idea de permanecer hasta el día siguiente junto a Nora. Sin embargo siempre regresaba a ella. Cada mes, desde hacía diez años. Cada mes, ese aroma agrio y esa tibieza pegajosa. Cada mes, Nora y su canturreo áspero, Nora y sus pájaros, Nora y sus amaneceres descalza en medio del patio, Nora y su fiereza en el lecho, Nora hasta dejarme exhausto”. “Exhausto, ¿qué es exhausto, Daniel? ¿Harto?, digamos... podrido, la tal Nora lo tenía podrido”. “Algo así”. “Entonces estaba harto de la mujer con la que pasó los últimos diez años”. “No exactamente, yo no dije eso”. “¿Y qué dijo, Daniel? Ahí le traen algo de beber, beba, Daniel, beba. Gracias, sargento. ¿Dónde estábamos... ah, sí, usted estaba harto. ¿Otro cigarrillo?”. “Sí, no fumo mucho pero usted me pone nervioso”. “No veo el motivo, Daniel, estamos conversando, digo, conversamos los dos a solas, sin grabaciones, sin testigos, puede decírmelo todo”. “¿Decir qué?”. “Todo”. “Pero ya se lo he dicho todo, bebí aquellos tragos que me causaron repulsión, después volví a descender del automóvil. Volví a mirar a ambos lados de la ruta. Levanté la cabeza y el sol me cegó por un momento, luego pude verlo incandescente y tembloroso pendiendo arriba, del cielo; también abajo, reflejándose sobre el asfalto, ese cielo a mis pies que ardía y multiplicaba el paisaje. Me sentí mareado, creí escuchar el ruido de la cabalgadura de un jinete, un ruido compacto que no provenía de ningún sitio concreto, que parecía emerger de la tierra. Al rato divisé el polvo que se elevaba en un camino lateral y traté de llamar la atención. Grité. Agité los brazos. Finalmente me lancé a la carrera saltando sobre el alambrado que separaba la ruta del campo, allí el ruido de los cascos golpeando sobre la tierra era más intenso. Corrí tras la nube de polvo que se movía delante de mí hasta sentir un dolor que me quemaba el pecho, que me cortaba la respiración; me detuve. Una bandada de tordos pasó sobre mi cabeza graznando”. “¿Graznando?”. “Sí”. “Tordos graznando, disculpe que me ría, Daniel, continúe”. “Ahora el auto era un punto rojo a lo lejos, pensé cómo sería posible que me hubiese alejado tanto, los cascos del caballo seguían retumbando sobre el piso pero no podía ver al animal. Los pájaros giraron y regresaron perseguidos por una tormenta que se avecinaba y pasaron nuevamente sobre mí rozándome con sus alas. Detrás las nubes avanzaban rápidamente tiñendo el celeste en un gris ennegrecido que dejaba escapar aquí y allá rayos lilas, amarillos, rojos; rayos que descendían hasta el campo cambiando el color de los sembradíos. Los cascos del caballo retumbaban con más intensidad haciendo vibrar el suelo bajo mis pies. Ya no distinguía el automóvil ni la ruta. El viento levantaba la tierra reseca de los senderos laterales, un polvo fino y caliente que se me adhería a la piel húmeda, me cubría la boca y los ojos ahogándome. Cegándome. La bandada sobrevolaba una y otra vez mi cabeza. Los graznidos fueron corporizándose en fonemas, en sílabas, en palabras incomprensibles. Creía estar en una caverna con el eco de cientos de voces retumbando y girando. Un intenso dolor en el costado hizo que cayera de rodillas. Otro, más profundo y caliente que el primero, me dejó de bruces sobre suelo, sintiendo cómo el viento me elevaba para dejarme caer, una, otra y otra vez. Intenté abrir los ojos, los sentía hinchados y el esfuerzo hacía temblar mis párpados doloridos, entonces un golpe de puño me hizo rodar por la tierra que olía a excremento y a sal. Las nubes habían devorado la luz del día. La oscuridad junto con el movimiento del viento me daba la sensación de estar cayendo, de encontrarme en un abismo y caer. Otro golpe, esta vez en el rostro; un golpe cuya intensidad no pudo provenir de una mano me partió la nariz, oí los huesos crujir y la sangre brotó y resbaló”. “Golpes. Su relato se parece a su prosa, Daniel, irracional; impecable, si me permite el elogio, digo, dadas las circunstancias”. “Ya se lo he dicho. ¡Ya se lo he dicho!”. “No se altere, Daniel, no hay motivo. Decía usted... golpes, golpes provenientes de manos no humanas, como... en ‘Huellas de tigre’, digo, si mal no recuerdo, corríjame en todo caso, a veces mezclo las citas, ya estoy viejo, ya ni siquiera disfruto como antes, no me mire así, no me refiero a sus novelas, hablo de todo, en general, ya no disfruto como antes, ni de los yerros o evidencias, como les decimos acá, solían divertirme, hacer que la sangre corriera a mayor velocidad por mis venas, era energizante, como... ya sabe, el sexo, ¿lo sabe?, lo supo, digo, con la tal Nora, la que lo tenía harto”. “Yo no dije eso, no exactamente”. “¿Y qué dijo, Daniel?”. El policía se incorporó y apoyó ambas manos sobre la cabeza sorprendida de Daniel y le golpeó el rostro contra la mesa. Se oyeron los huesos crujir, la sangre brotó y resbaló.

“Los tordos, los tordos gi-giraban a mi alrededor parloteando palabras incomprensibles”. Daniel lloraba y se enjugaba la sangre que le brotaba de la nariz con el antebrazo. “Estiré los brazos y toqué paredes de tierra que me rodeaban. Oía al animal cabalgar velozmente haciendo que la tierra vibrara y se desprendiera sobre mí, primero en pequeños puñados, luego en una cascada que comenzó a cubrirme. Escuchaba los cascos, primero lejanos, luego repicando alrededor mío, los sentía pasar frente a mi cara. Luego el ruido comenzó a alejarse hasta desaparecer, entonces las voces también cesaron. Estiré los brazos, las paredes de tierra ya no estaban, entonces pude abrir los ojos, ver las nubes que ascendían hasta convertirse en un punto que se perdió en el cielo otra vez azul. Me incorporé algo tembloroso. Desde donde estaba pude divisar el cerco de alambre, la carretera, el automóvil, la figura de Nora arrojando un pellejo negro al costado de la ruta, la figura de Nora mirando al cielo, emitiendo un graznido hacia los tordos que se alejaban silenciosos, la figura de Nora acariciando el morro de un caballo”.

El policía bajó la vista e hizo una sonrisa ladeada parecida a una mueca, dejando escapar un humo ennegrecido por la nariz y la boca, después arrugó el paquete vacío de cigarrillos y lo guardó en el puño fuertemente cerrado. “¿Qué más, Daniel?”. “Subí al auto y conduje hasta la ciudad, ya se lo dije”.

“Nuevamente Daniel”.

“Por favor, por favor”, suplicó bajando la cabeza. “Si al menos me explicara...”.

“Nuevamente, Daniel. Nuevamente, hasta que me diga cómo llegó la piel de Nora Flores a un costado de la ruta nueve y dónde está su cuerpo”.