Letras
Dos cuentos

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Escribió mamá

Saberte huérfana te hubiera resultado cómodo. Una ecuación resuelta, un signo de igual y su final con “sote”. Una tumba quizá, algunas flores. Un nombre, el referente de un rostro con sus besos; un algo sin misterio. Lo otro todo lo contrario, lleno de interrogantes. Preguntas, insultos, amores y recriminaciones hacia nadie. La túnica blanca, la moña, una cartera de cuero marrón y con el último toque a las trenzas, el beso de una mujer a quien llamabas mamá, que como tal querías y te quería, con sus manos pequeñas, sus palabras dulces y toques de humor llenando los huecos de tu alma, que aún hoy, con tus cincuenta y tantos encima, aunque ya te convertiste en madre y abuela, continúa con su manía protectora.

Lo peor de todo, desde siempre, fue la duda, el misterio que lapidó su ausencia. La búsqueda que iniciaste años después con menos éxito del que tuviste en tus exámenes de química, memorizando tablas periódicas de elementos, tan impersonales, tan abstractas, como el pretendido recuerdo del rostro de tu madre verdadera. Aquella mujer, apenas niña según supiste, te parió en un setiembre hace tanto, y en otro setiembre desapareció como la estela de un barco en el mar plagado de oleaje. Alguien dijo (no a vos, nadie habló de ella en tu presencia) que la vio en quién sabe dónde, que tenía otros hijos y otro marido muy diferente a tu padre, un pobre milico de bigote corto, incorruptible como pocos e igualmente escaso en recursos económicos y alternativas para cambiar su suerte. Le escuchaste decir a otro alguien de un embarazo no deseado como corolario de un apasionado noviazgo juvenil, que pautó tu llegada al mundo. Retazos de una historia que nadie te contó directamente, y si algo se te dijo fue por terceros, comentarios tangenciales, siseos de víbora tan hirientes como sólo vos sabías. Una carta que llega (el cartero siempre sonriente pensando en buenas nuevas), y el corazón palpitando como nunca, y la voz anudada, los ojos fijos en el papel mediocre que hablaba de un pasado que creías superado. ¡Cuarenta y siete años! Una vida entera pensando en alguien sin rostro y ahora la letra despareja habla de ella, la estela en el mar que se perdió sin rastro.

Te sentiste niña tras una puerta descifrando un diálogo en Morse que se cortaba con tu presencia.

“Querida Estela, aunque no nos conocemos personalmente, sé de ti por mamá”. ¿Qué carajos era todo aquello? ¿Se puede querer a quien no se conoce? Posiblemente, si vos lloraste por esas caricias, a pesar de que tu otra madre fue un ejemplo queriéndote, mientras añorabas aquellas que te abandonaron. Urgencias genéticas o estupidez de tu parte, pero llorabas a solas.

“Me ha contado varias veces de vos, y mucho me gustaría que nos pudiéramos conocer. En definitiva somos hermanas, y tanto mis otras hermanas como yo nos alegraríamos mucho poder conocerte personalmente. A mamá también. Mejor dicho, a nuestra mamá, le alegraría mucho”.

Ya tu mente no razonaba. Simplemente se dejaba arrastrar por ese torbellino de recuerdos dormidos. Aquel papel ordinario en tu mano, esa letra escolar, y pretendidamente ampulosa te hablaba con una cordialidad disfrazada.

Tu padre se quitaría el gorro, lo colgaría en un perchero, iría hasta el cuarto para dejar el revólver sobre el ropero, y ya sin camisa ni zapatos, preguntaría “¿qué hay de nuevo?”.

Vos tantas veces ensayaste: “Escribió mamá”. Lo dijiste en todos los tonos posibles. “¡Escribió mamá!”, exultante de alegría. “Escribió mamá”, serena como si no te importara. “Dice que vendrá la semana entrante”, pero las semanas se sucedían y ni noticia de ella. “Escribió mamá”, indiferente, apática, para buscar la reacción de tu padre, para que pudiera digerirla, pero te quedabas dormida después del beso de tu otra madre y apretabas el llanto bajo las sábanas que te llevaba a un sueño recurrente. Un camino largo, a veces empedrado o terroso, siempre de noche. Algunos árboles a cada costado que juntaban sus copas muy arriba, y la senda que se perdía allá adelante. Nunca apuraste la marcha. Presumías que sería un trecho largo volviéndose inútil apurar el paso. Pero tampoco nunca te detuviste, y si bien la soledad era infinita, nunca tenías miedo.

“Escribió mamá”, debías decir ahora, pero cuarenta y siete años de silencio te hicieron putear como nunca, querer desgarrar esa carta, y hacer de cuenta que aquel camino de los sueños nunca tuvo fin. Aquel horizonte inalcanzable se parecía tanto a la felicidad perfecta que nunca llega y que siempre se persigue. “Escribió mamá” debías decir pero ya tu padre no estaba. Años atrás la noticia los encontraría abrazados, llorando después de putear a reventar por tantas preguntas borboteando como la polenta que explota en globitos cuando el calor la hincha. Lo ensayaste tantas veces, pero hoy no valía la pena, y te dormiste en el sillón con la carta entre las manos.

Saberte huérfana hubiera solucionado tantas cosas. Ahora estrujando la carta caminaste otra vez por aquella senda arbolada, y por primera vez sentiste miedo. Por primera vez, a tus cincuenta y tantos años, pudiste cuantificar la soledad, y por primera vez no lloraste, ni quisiste sacar de tu mente la imagen borrosa de una foto en blanco y negro que salvaste de un montón de recuerdos incinerados por tu padre. Una foto que mantuviste entre cuadernos escolares, y que un día rompiste vengándote por lo que te había hecho. Quisiste provocarle el mismo daño. Desmembraste esa imagen como ella descuartizó tus sentimientos a los cinco años.

Nunca pensaste que una simple carta pudiera pesar tanto, un simple papel de cuadernos que te hablaba de alguien que en vano buscaste por el camino de tus sueños. Por los pocos recuerdos que sobrevivían, y por incontables caminos que en vano emprendiste en varias ciudades. Tu raíz parecía estar en ningún lado y en todas partes. Cualquier mujer podría ser ella. La que encontrabas en el mercado, la que subía al ómnibus, la que te miraba con cierto cariño cuando con veinte años golpeaste innumerables puertas tras una dirección imprecisa y esquiva como ella.

Ahora debías enfrentar a tu otra madre. Contárselo a tus hijos, a tus amigos, pero escupiste un “¡que se muera!, no quiero saber nada de ella”, para terminar llorando por aquella foto que convertiste en nada en un ataque de nervios, de histerias y rencores juveniles.

Te descubriste comprando el pasaje rumbo a Montevideo. Te descubriste con las trenzas escolares, y la moña planchada por otras manos, por el beso plantado en plena frente por tu otra madre, y sentiste que la estabas traicionando. Que traicionabas a tu padre, ese hombre al que nunca pudiste arrancarle una palabra. La imaginaste postrada en una cama, temblorosa como en tus noches de preguntas sin respuestas. Pidiendo por vos como tantas veces habías pedido por ella.

Tu madre, la estela en el mar turbulento que se fue sin rastro, y vos Estela como ella, que querías increparla por tanto llanto acumulado. Quisiste ser cruel, que el ómnibus te llevara rápido a su encuentro, porque eran muchos años de interrogantes sin sentido, para reprocharle todo lo que se te viniera a la boca, para enfrentarla, por todas las preguntas que te atormentaron; para hacerle tanto daño como el que te había hecho. Pensaste que una madre así no merecía ni siquiera ser nombrada de esa manera, y te llegó la imagen de la gata que una vez tuviste lamiendo sus crías. Sentiste la misma envidia que sentías al ver al animal empeñándose en sus hijos, y llegaste a la conclusión de que una mujer así no merecía —ni por un segundo— ser comparada con ese animalito que lamía sus hijos, y mucho menos con esa anciana ya encorvada, que te tomó de las manos, te besó la mejilla como cuando eras niña para quedarse en silencio cuando le mostraste la carta.

Abriste otra vez el papel. Volviste sobre la letra escolar y ampulosa. Te detuviste en cada punto, en cada coma, como te habías detenido en cada rasgo de su rostro en blanco y negro, en su pollera larga, en su blusa de cuello ancho y puntiagudo, y en su sonrisa veinteañera, que se pareció tanto a la tuya; para doblarla despacio. Mirando al vacío te entregaste a lo que pudiera pasar, y dejaste que el ómnibus te llevara a su encuentro.

 

Golpecitos de palabras

El viejo Samuel se las ingenió para acortar las distancias. Después de él las noticias llegaron más rápido que el galope de un caballo, o nadando por sobre el mar más encrespado, y los marinos ya no se hundían en soledad, quedándoles por lo menos la remotísima esperanza de que alguien les tirara un cabo para llevarlos a puerto seguro.

La palabra se hizo golpeteo. Millones de gotitas cloqueando que acercaron a los hombres y comenzaron a acortar las distancias.

Dos hombres, muy próximos pero infinitamente aislados por el más brutal de los encierros, reinventaron el sistema. Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro perforaron de golpecitos las paredes de la cárcel. Los habían hecho recorrer medio país, de cárcel en cárcel, maniatados, encapuchados, apaleados y obligados a no hablar. Al silencio más absoluto, pero no pudieron dejar que hablaran. El régimen intentó borrarle las palabras, matarlos en el más inmundo silencio, pero ellos siguieron hablando con pequeños golpecitos en los muros. Pretendieron convertirlos en mudos y se volvieron charlatanes empedernidos con sus golpecitos en la pared. Pretendieron borrarle las palabras de las bocas pero les nacían de los dedos, de los nudillos contra el muro, contándose historias y miedos, amores y olvidos, esperanzas y paisajes amplísimos.

Los dos rehenes de la dictadura militar reinventaron el sistema del viejo Morse y se contaron todo. Es que por más órdenes, capuchas o picanas, la palabra sigue naciendo, uniendo soledades y acercando la esperanza.