Editorial
Física elemental
de los objetos culturales

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La cultura es un inconmensurable tejido de conocimientos y perspectivas. Cada hebra de ese tejido tiene características propias y es, por tanto, un objeto cultural que, al relacionarse con hebras similares, constituye objetos culturales de mayor tamaño. Todo individuo tiene la capacidad innata de asimilar objetos culturales en proporción indefinida; que no infinita, pues lo limitan circunstancias biológicas como la enfermedad y la muerte, y circunstancias psicológicas como su propia disponibilidad a apropiarse de más objetos. Podemos asumir que la cultura de un individuo está formada por la suma de los objetos culturales que ha asimilado, por su capacidad para relacionarlos y por la posibilidad de crear nuevos objetos; asimismo, la cultura de un grupo humano estaría constituida por los objetos culturales que sus individuos comparten con más o menos las mismas perspectivas generales.

Las posibilidades comunicacionales de nuestra era nos han permitido, por primera vez en la historia, disponer de una variedad sin precedentes de canales para la comunicación que redunda en la posibilidad de tener una visión global al más bajo costo humano y material jamás conocido. Nunca antes hubo tantas formas de hacer contacto con el otro, nunca antes fue tan fácil establecer lazos de cooperación entre individuos geográficamente distantes, nunca como en el presente fue posible diseminar por todo el planeta, en cuestión de horas, un objeto cultural.

La imprenta, la televisión, la comunicación por satélite e Internet son ejemplos de cómo la tecnología ha propiciado saltos dimensionales en nuestra capacidad para diseminar y asimilar objetos culturales. La misma tecnología es un producto del paradigma cultural imperante y, a la vez, el fuelle para expandir tal paradigma. Las relaciones entre cierta cantidad de objetos culturales despierta la necesidad de iluminar áreas del conocimiento que de tan oscuras ni siquiera eran sospechadas, y la tecnología crece para satisfacer esa necesidad; ya satisfecha, nuevas relaciones proponen nuevas áreas desconocidas a las que la tecnología una vez más habrá de acceder. Una serpiente que no sólo se muerde la cola, sino que se alimenta de ella y crece como consecuencia de ese alimento.

¿Cuánta cultura somos capaces de soportar? Los límites humanos de los que hablamos más arriba hacen imposible que un sólo hombre asimile todos los objetos culturales existentes. Por eso parcelamos el conocimiento y le concedemos a cada individuo (al menos en teoría y en circunstancias ideales) la potestad de decidir cuál parcela acometerá.

Cada vez que la serpiente crece, se produce un efecto de aceleración en la producción de objetos culturales. Más individuos enfrentados a una situación deriva en más objetos culturales; en la actualidad las situaciones pueden ser presentadas de inmediato a más individuos, lo que conduce a una proliferación de objetos culturales a velocidad vertiginosa. Muchos de esos objetos serán olvidados rápidamente, y es lógico que así sea. Pero hay que notar que el crecimiento cuantitativo de la cultura afecta a la cantidad de objetos que olvidamos de igual manera que a la de los que permanecen con nosotros por un largo tiempo. Es un asunto simple de estadística.

Es factible imaginar un mundo compuesto por dos enormes grupos humanos: por un lado, quienes asisten a la producción de objetos culturales con una visión secuencial, capaces de considerar sólo un objeto a la vez; por el otro, quienes lo hacen con una visión de conjunto, capaces de considerar varios objetos y relacionarlos entre sí, sin dejar de estar preparados para la eventual llegada de nuevos objetos, incluso si éstos contradicen concepciones previas. Para los primeros, los objetos culturales compiten; para los segundos, los objetos culturales se complementan. En consecuencia, los primeros asumen la cultura como un conglomerado estático de objetos poderosos, invulnerables al desarrollo del pensamiento; los segundos tienen ante sí una cultura compuesta por relaciones dinámicas entre objetos que se comportan, ni más ni menos, como las piezas, siempre insuficientes, de un rompecabezas infinito.