Letras
A solas

Comparte este contenido con tus amigos

Uno

Antes de colgar la bocina —repasando con los dedos el cable del teléfono— mencionaste una mancha de humedad con la intención de demorar la llamada. Del otro lado de la línea hubo un carraspeo seguido de un “no te preocupes” dicho sin fuerza, con apariencia de un monosílabo. Mantuviste la esperanza, pero él se despidió con besos lejanos, con el regreso de Buenos Aires previsto dentro de una semana, la consabida promesa de fotos y recuerdos. Más tarde, antes de que el reloj marcara las cinco, el departamento adquirió la consistencia de un estanque silencioso que parecía pintar de verde las paredes, una sutil invitación que estabas acostumbrada a ignorar, porque las sorpresas eran fragmentos de otro tiempo, y ahí, sentada, a mitad de la sala, prescindías del asombro porque éste era sólo un mero acto transitorio. Con ojos aburridos, las manos inmóviles sobre la falda, recordaste el momento de colgar la bocina, el ligero vaivén de cortinas que le siguió, como si un fantasma hubiera estado tras ellas, soplando entre los pliegues para lograr un suave impulso de olas. Apoyaste los labios en el silencio que cubría los muebles, mientras bajabas los ojos al piso, al bosquejo de sombra de una muñeca de porcelana. La hora en el reloj perdió importancia y ya ibas a levantarte cuando en el departamento de al lado comenzó el ruido. Te preguntaste si habías soñado ese ruido en particular (uno tenue, de pasos intermitentes que parecían ir en círculos), porque soñabas noche a noche y tenías la rara habilidad de despertar con el sueño en la boca, como si nunca hubiera acabado y estuviera frente a ti, listo a ser repetido en el desayuno, palabra por palabra. En los sueños de los últimos días, un hombre de sombrero habitaba el departamento desocupado. Soñarlo era distint o porque con él no había historia al despertar, como si deliberadamente eligiera esconderse en la imaginación y te dejara —a modo de anzuelo— algunas certezas aisladas: el color de su corbata, la barbilla mal afeitada, el sombrero abandonado a los pies de una reproducción de Renoir. Al principio te pareció absurdo, pero pronto comenzaste a sacar rechinidos de las puertas, a crear sonidos inesperados con el agua, porque sabías que él estaba ahí, del otro lado, atento a tus ruidos, y a veces sentías que te soñaba, porque a solas, sin nadie que confirmara tu presencia, era natural que los papeles se invirtieran. Sonreíste al intuir su desconcierto cuando salías y dejabas el departamento en silencio. Bajabas las escaleras apenada por tu ausencia, veías de reojo la puerta azul, y entonces podías imaginarlo acostado en la cama, concentrado en la superficie de un vaso con agua, como si ahí estuvieran flotando el insomnio y el hastío.

 

Dos

Cuando llegó con la noticia, pensaste que el nuevo trabajo no afectaría el rumbo de sus días. Al mes vino la primera salida: un viaje rápido a Monterrey que aprovechaste para visitar amigas, cambiar de lugar cuadros y plantas. En los meses siguientes Nueva York, Montreal, Bruselas, fueron nuevas marcas en el mapa. El mundo fue creciendo para él mientras el tuyo era del tamaño de los recuerdos en los libreros, de las fotos bajo la cama que tratabas de alinear en una misma historia. Los viajes de negocios eran parte de las nuevas responsabilidades y él las aceptó sin pensar demasiado, esgrimiendo ante tus tibias protestas la promesa de un sueldo atractivo, viáticos ahorrados, un futuro tranquilo, sin riesgos. Ahora, mientras recorrías la sala para cubrir el estanque con tus pasos, entendiste que el riesgo era verle la cara al silencio, llevar una vida inmóvil, más sensible a los olores, receptiva a la sombras de los muebles, a las luces en la sala de espera que hacían de tu silueta un rastro perdido entre la gente. Las continuas visitas al aeropuerto fueron un ritual en ocasiones modificado por la compra a última hora de un rollo fotográfico, por un adiós dicho con palabras diferentes. Tuviste que memorizar la ruta de la terminal a la casa, prender el radio para dar cauce a algún pensamiento, mientras arriba las luces de un avión cruzaban el cielo. Aprendiste a olvidar despedidas, olvidar frases iguales para concentrarte en imágenes que pudieran unirte a él; así, te convencías de que Buenos Aires era una débil lluvia, muy parecida a la que veías por la ventana; que en las madrugadas los dos eran presas del insomnio y, en ese momento, horarios y distancias no existían, porque abandonaban la cama al mismo tiempo: él se dirigía al pasillo de un hotel extraño, uniformado por una luz sucia, amarillenta; y t ú ibas descalza a la ventana, con una lámpara de pilas en la mano, como si la inocencia de tu deseo fuera suficiente para darle potencia a su luz, volverla faro que iluminara sus párpados, los ojos. “Probablemente ese hotel lo he soñado”, murmuraste mientras ibas a la cocina y matabas el tiempo calentando en el horno un pan que no estabas segura de comer. Los ruidos que llegaban del departamento de al lado se hilvanaron en un caminar que pronto acompañó al tuyo. Prendiste el radio: un accidente en la autopista, la estadística lejana de un partido de fútbol. Moviste las manos sobre la estufa para sentir el calor de las pequeñas llamas azules; al lado de la foto de bodas, un bodegón revelaba luces distintas en las manzanas, disminuidas cuando llegaban a la superficie agrietada de unas peras. Antes de ir a comerciales informaron de una tormenta fuera de temporada. En la calle las nubes mantenían en equilibrio la lluvia.

 

Tres

La lluvia no duró mucho y un viento ligero dispersaba hojas en el patio. Escuchaste los últimos goteos. Un largo maullido cubrió los sonidos y lo seguiste con la vaguedad con que se percibe una forma bajo el agua. Por la ventana, el deambular de un gato se adivinaba en el estremecimiento en los charcos, independiente de las gotas del techo que los estrellaban. De entre las hojas de un geranio salió otro maullido, más fuerte, preámbulo de los ojos ámbar claro que adquirieron peso en la tarde y avanzaron con cautela hacia la puerta. Lo dejaste entrar y la luz dio de lleno en las manchas negras y blancas, en el andar pausado, con reminiscencias de película antigua. El gato saludó con un lamento solidario, alzó la cabeza para reconocer el lugar en el que estaba. Como primer acercamiento rozaste con los dedos las orejas; el gato hizo rendijas los ojos y arqueó la espalda con una lenta caricia. “Mi esposo salió de viaje, se va cada quince días. Ahora debe estar en Buenos Aires”. Te sentiste un poco tonta por hacerlo tu confidente, pero seguiste hablándole por inercia, prolongando la felicidad del encuentro. Lo cargaste para ir al librero. “Este recuerdo es de París” —dijiste cuando pareció interesarse en una diminuta Torre Eiffel. Al tratar de contar la historia del objeto te desconcertó haberla olvidado y en tus palabras sólo hubo generalidades: una mañana fría, gente amontonada en un camión para turistas, las calles de París, vistas desde la altura. El gato ya no atendía tus recuerdos cosmopolitas y se removía en tus brazos atraído por algún olor en la sala, por el caminar duplicado en el otro departamento. El pensamiento fue al hombre de sombrero, imitando tus movimientos, como si de esa forma reclamara una atención a la cual estaba demasiado acostumbrado. Con el gato en brazos fu iste al cuarto por la cámara. Decidida a preservar el acontecimiento la programaste. El gato, voluntarioso, como si de antemano supiera su papel, subió a tu regazo. La cuenta regresiva, acomodar un mechón sobre la oreja, ofrecer una sonrisa feliz y vacía al flash que alumbró sus caras. “Debo de tener un poco de comida para ti”. Él, desde la silla, te vigilaba como un dios antiguo, un poco derrotado pero aún dispuesto a ensayar un orgullo de animal sabio que se traslucía en sus ojos, en la indolencia con que recibía tus atenciones. En la cocina revolviste con las manos la penumbra de los cajones: sopas caducadas, latas cubiertas por finas capas de polvo, sobrevivientes al último invierno. Al regresar el gato se había ido y te tumbaste en la cama, incapaz de buscarlo. Los ojos fueron al vértigo del techo, y ahí, después de reflexionar un instante, descubriste que el gato había existido sólo como la variación de un acto improbable.

 

Cuatro

Imaginabas al gato como funámbulo en la barda cuando tocaron la puerta. La noción de un nuevo encuentro te iluminó los ojos, aunque no evitabas la sospecha de un nuevo engaño. Escéptica, cruzaste la sala, pero tu deseo era incontrolable, crecía de tal forma que cuando detuviste tus pasos estabas segura de él, de su mano en espera, que devolvía los nudillos a las palmas abiertas para después ir a la orilla del sombrero, como si afinara la parte final de un saludo. Preguntaste quién era. No hubo respuesta. De puntas viste por la mirilla el abandono del edificio, las hojas encorvadas de una planta sin dueño. Ibas a volver cuando la duda se hizo más fuerte. ¿Habían tocado o era sólo el presentimiento de alguien ahí? Las repercusiones de la equivocación se presentaron tentadoras y llegaron a tu mente con un leve matiz de vacío. ¿Por qué no ir más allá? Decidiste apostar a la invención y, después de unos segundos, la figura en la mirilla se fue haciendo más nítida. Sonreíste al asombro y a la travesura, a la consistencia que adquiría la piel morena y a las líneas que flotaban sobre ella, definidas en mayor parte por la humedad de los ojos grises. Aguardaste unos segundos para reafirmar tu mentira y abrir la puerta. Un momento de indecisión, producto de un pasillo vacío, amenazó con echar abajo tu fantasía: forzaste la vista y sólo así dejó verse, apenado en el quicio de la puerta, esperando tu invitación a pasar. La luz dividía su rostro, delineaba los labios apretados, pacientes de cualquier iniciativa tuya. No hubo más opción que engrosar la voz y ponerla en su boca: “Disculpe, acabo de mudarme al departamento de al lado. Soy nuevo en la ciudad”. Era tu turno y respondiste con palabras tranquilizadoras, que im pidieran su inmediata desaparición. Hechas las presentaciones, era lógico pensar en el primer paso del hombre, el principio de un deambular que lo llevaría a la mancha de sombra, junto a la mesa de centro. Nuevas palabras sirvieron para animarlo: “Pase... siéntese”, sugeriste temerosa a que diera media vuelta. Moviste los ojos a la estela de frío que dejaba su cuerpo, mientras completabas la curva de la nariz imaginaria, los hombros de aire, el cuello formado en el sueño, los ojos diminutos que comenzaban a poblarse de luz. En el radio se escuchaban los amores tristes de un bolero. “¿Gusta un café?”, “Aguarde aquí, no tardo”. Caminaste nerviosa a la cocina. La canción contaba la historia de un amor inconcluso, en las vías de un tren, y casi podías sentir las manos del hombre acompañando las tuyas sobre la estufa, modulando el fuego que hacía burbujear el agua. Regresaste con las tazas en una bandeja. Pensaste que se había ido, pero un temblor en las violetas evidenció su figura, su mirada absorta en los recuerdos sobre el librero, interesada en las pequeñas figuras que para él simbolizaban risas, un retorno a los ruidos habituales que seguía aburrido tras las paredes. El locutor anunció una nueva melodía y los dos permanecían callados, temiendo la reacción del otro. ¿Quiere bailar?, preguntaste desconcertada, con palabras que no eran tuyas. Ahora él entraba al juego y ponía su voz en tu boca para pedir un baile. Orgullosa de su iniciativa, dejaste el café en la bandeja y avanzaste al sillón vacío. Fue fácil abandonarse al deseo del baile, mover a ciegas las manos, anclar los dedos en la parte correspondiente a los hombros y seguir las marcas circulares que dejaban los zapatos. Y la imaginación fue tanta que las palabras llegaron solas, porque los oj os —empeñados en buscarse— reconstruían sin querer la esencia de una conversación olvidada. Era tan fácil como ofrecer la mano al contorno del cuerpo, a la extensión que parecía desvanecerse en los giros, arrastrar los pies como títere de trapo que, a pesar de su fragilidad, nunca llegaba a desaparecer porque cuando no lo creaban tus ojos, era la música la que lo renovaba cada instante para tenerlo aferrado al baile, a tu voz que rememoraba viajes nunca hechos, fantasías producto de encontrar la soledad hecha un silencio interminable. Acabó la canción. Ya no había sol y la luz del foco daba un color mate a tus mejillas. El hombre recogió el sombrero del sillón, pasó la mano sobre algunos cabellos despeinados; antes de salir, dirigió una mirada indolente al café intacto en la bandeja. Esa noche, insomne en la cama, pensaste en la locura, en las palabras finales del hombre engarzadas en un discurso que en su brevedad abarcaba distintos tipos de magia, el origen del mundo, la secreta convicción de que a cierta hora de la tarde la tristeza y los gatos son irremediables.

 

Cinco

Una semana después llegó tu esposo. Las tardes se condensaron en una sola, amarilla y perezosa. Los relojes suspendieron manecillas, las sombras fueron manchas de agua. Inventaste citas para evitarlo, adquirir la costumbre de recorrer sin rumbo las calles, sacar fotos a gente desconocida que guardabas con sigilo bajo la cama. El cerrar una puerta o el entibiar el agua de la regadera fueron, desde entonces, inevitables actos de superstición. A veces, dejabas vagar las manos sobre los muebles y en tu mente un montón de pájaros detuvo el vuelo. Tu esposo recibió el aviso de un nuevo viaje. Los ruidos en el departamento cesaron pero sabías que no era el fin de la historia, porque tu vida se había convertido en una duda y ésta te llevaba a un páramo silencioso, provocador de sueños largos, reticentes a límites y explicaciones. Por eso el hombre de sombrero ya no apareció en tus sueños y sólo hubo bailes de máscaras y gatos desconocidos. Los días pasaron. Tus manos, sensibles a la luz, se volvieron frágiles y pronto las sentiste como si fueran el recuerdo de otra persona: el hombre —empeñado a su vez en soñarte— movió la cara en el instante de penumbra que la cubría y esperó a que cerraras la puerta. Sabía que tú eras su creación, que en cierta forma eras mentira, pero, aun así, se acercó tímidamente para imaginar tus últimos pasos y alargó la mano como si quisiera tocar de nuevo la puerta. Arrepentido, sonrió a la farsa que dejaba atrás y, antes de dar media vuelta, procurando no hacer ruido, te mandó un beso de marinero derrotado. El gato saltó de la maceta, pasó con orgullo entre sus piernas; él lo tomó entre los brazos, acunándolo como si fuera niño. Entraron al departamento. El vaso aún estaba en su lugar y le dio un trago dejando que el movimiento del agua distorsionara el reflejo de su rostro, la escena de ballet del cuadro de Renoir. El hombre se sentó en la cama y llamó al gato con un gesto. Los dos se mantuvieron muy quietos, extrañamente iguales en la penumbra. La lluvia volvió, hizo que las sombras se alargaran hasta el reflejo del agua que ahora permanecía brillante y en reposo. Se miraron de reojo y esperaron en silencio a que durmieras.