Letras
Las campanas de la ciudad

Comparte este contenido con tus amigos

Dos sombras caminaban por el paseo marítimo de la pequeña ciudad de Fuengirola embebidas por la mirada epicúrea del mar y el murmullo estoico del viento. La más alta le iba dicendo a la más baja algo tan filosófico como esto:

—Parecería que Platón en su diálogo “Timeo”, creó el mito de la Atlántida como símbolo de lo que hace el orgullo expansivo en cuanto domina a una justa ciudad, ya que la Atlántida se convirtió en un monstruo imperialista cuando quiso imponer su justicia y orden a otras naciones menos perfectas. Tanto es así —continuó el alto joven mirando el crepúsculo— que Platón nos relata que fueron los localistas griegos los que salvaron a la civilización mediterránea de la expansión imperialista de la Atlántida y que, por eso mismo, los griegos heredaron su amor por lo pequeño en donde supo reinar la más grande sabiduría. En lo pequeño de la civilización está lo bello y, a la postre, lo justo, como dijo Aristóteles, mientras que en lo grande..., en lo grande está el ejemplo de la Atlántida, que acabó siendo destruida por un gran cataclismo marino.

—Los griegos y la naturaleza son grandes, eso es muy cierto, querido amigo —replicó el bajo silenciosamente—, y no voy yo a negar el poder que tiene en el mundo la Providencia, pero para mí la causa de que la Atlántida pereciera no se debe a una grandeza cataclísmica de la naturaleza o al valor prometeico de los griegos, sino a la propia pequeñez humana que acarrea el haberse convertido en un grandioso imperio. El mayor enemigo de lo grande es que es realmente pequeño.

—Eso es una paradoja interesante... —adujo el alto sonriendo, a lo que replicó el bajo de esta manera—:

—Imagina este pequeño pueblo costero ahora; imagina estas gentes a las cuales conocemos y con las cuales hablamos y nos comprendemos. Nosotros sabemos que esta ciudad está viva porque vivimos en ella, no bajo ella. La diferencia entre vivir en una metrópoli y vivir en un pueblo es la misma que hay entre morir como un hombre libre o vivir como un esclavo. Lo grande de las grandes ciudades hoy en día provoca que el hombre, su alma y su grandeza, su invididualidad grandiosa, se vea sometida por la pequeñez gigantesca de la masa. El final de una gran ciudad es que está podrida desde sus cimientos. El hombre es un animal racional que necesita algo tan necesario para su vida como el propio aire —la libertad invididual. Sin libertad individual no hay vida, sin libertad no hay movimiento, sin libertad lo único que hay es libertos. Y un hombre esclavizado por la presión de lo grande, del Leviatán de Hobbes, un hombre así, sólo tiene una salida —el suicidio.

—O la rebelión absurda de Camus —intercedió el alto circunspecto.

—O la rebelión, exacto. Pero ¿quién puede rebelarse contra el Leviatán de una gran estructura burocrática que subyuga a una gran ciudad cancerosa cuando no existe la libertad y, por ende, la relación entre ciudadanos, la libertad de expresión? Sin interrelación e interdependencia no hay rebelión social, hay una rebelión individual como la que gritó Kafka o como la que gritó Camus. Una rebelión impotente.

—Veo a dónde quieres llegar, querido amigo —habló el alto— y reconozco que la religión no tiene lugar en las grandes ciudadades de hoy en día porque todo está mecanizado, muerto, protésico —ambos amigos miraron el mar purpúreo cuyo cielo se ribeteaba de un fulgor pictórico mesiánico—. En lo pequeño se entiende lo grande del Hombre, su cuasi divinidad.

—Siempre me ha parecido divertido que pensaras que el Hombre es un ángel caído de la Creación; yo no comparto el valor por la religión que tienes, porque para mí la religión es la esclavitud del pensamiento, la muerte, la misma muerte que provoca el sentimiento de masa en los ciudadanos de las grandes ciudades. Yo siempre he considerado que la libertad de pensamiento no es respetada por la religión católica.

—Para mí, fíjate bien lo que te digo, una justa religión es la mayor libertad que se le puede dar al Hombre, pues para mí la religión católica es como este paseo marítimo —nos marca la senda a seguir pero nos deja libres de andar hacia adelante o hacia atrás o quedarnos quietos. Eso sí, si sales de la senda puedes caer en el mar o caerte en la carretera por donde corren veloces los coches.

—¿Oyes? —preguntó el bajo al instante.

—Sí —contestó su amigo—; son las campanas de la Iglesia llamando a los vecinos. No preguntemos por quién suenan, porque suenan por nosotros, querido amigo.