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Emilio Adolfo WestphalenWestphalen, el preso dichoso

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En los años treinta Emilio Adolfo Westphalen (Lima, 1911-2001) publicó dos cuadernillos que le ganaron la inmediata atención de lectores y críticos: Las ínsulas extrañas (1933) y Abolición de la muerte (1935). A pesar de la magnífica recepción de estas obras, Westphalen no volvió a publicar poesía por más de 30 años, una postura que lo hermanó con otro poeta fundamental: el “objetivista” germano-estadounidense Carl Rakosi. Ese silencio editorial de Westphalen fue trasgredido en contadas ocasiones con textos publicados en revistas y catálogos de arte, y que luego fueron recogidos en México bajo el título de Otra imagen deleznable (1980).

Poeta de producción exigua, Westphalen comulga en su poética literaria con el surrealismo, la mística, los románticos alemanes y Góngora, por mencionar sólo algunas marcadas influencias. La poesía de Westphalen se orienta hacia una búsqueda contradictoria de la palabra poética, esto es, sus textos ostentan un impulso paradójico hacia el silencio que articula y confiere unicidad a una visión fatalista sobre el lenguaje. Si bien es cierto que la tensión dialéctica entre las categorías silencio-palabra es un motivo recurrente en la tradición poética occidental, en Westphalen esta ecuación constituye un a priori fundamental y constante a largo de su obra. Ciertamente, se puede argüir que toda la poesía de Westphalen se presenta como una larga disquisición sobre la forma de llegar a ese silencio desde la palabra misma. Ahora bien, el silencio en Westphalen precisa de gradaciones. Tomemos como punto de partida una lectura detenida de este motivo en uno de los poemas de Las ínsulas extrañas: “La mañana alza el río la cabellera / Después la niebla la noche / El cielo los ojos / Me miran los ojos el cielo / Despertar sin vértebras sin estructura / La piel está en su eternidad / Se suaviza hasta perderse en la memoria”. Estos siete versos exhiben en alto grado el abigarramiento asociativo de la imago surrealista, fácilmente discernible en la disposición arbitraria de palabras que se hermanan en formas pares para crear grupos de sentido que se contraponen. La cabellera y el río denotan la idea de un fluir incesante. Por su parte, la “niebla” se junta con “la noche” para crear un bloque de sentido que se contrapone a “los ojos el cielo”. Parecería que el espacio del poema remarca un desplazamiento al tiempo que dibuja un límite. El sujeto que despierta “sin estructura” participa de un viaje interior que, al menos desde San Agustín, se asocia con la ascensión hacia la inteligencia mística. El marco de ese ascenso lo constituye la noche, que, como el sueño, es el ámbito en que todo se relaciona. En “La mañana alza el río...” la semejanza está dada como una ausencia y un deseo de comunicación con una otredad que sirva de interlocutor, pero este interlocutor es más bien una figuración cosmética que hace del amor una suerte de espejismo.

El “desarreglo los sentidos” patente en Las ínsulas extrañas parece compactarse en el motivo del amor en la segunda obra de Westphalen: Abolición de la muerte. El interlocutor en este brevísimo volumen está mucho más cerca de la voz poética. En “Te he seguido...”, uno de los poemas más conocidos de Westphalen, el silencio aparece no ya como residuo de una tentativa de comunión con la otredad, sino como vía de acceso, como el instrumento mismo de esa fusión:

Y me he callado como si las palabras no me fueran a
               llenar la vida
Y ya no me quedara más que ofrecerte
Me he callado porque el silencio pone más cerca los
               labios
Porque sólo el silencio sabe detener la muerte en los
               umbrales
Porque sólo el silencio sabe darse a la muerte sin
               reservas
Y así te sigo porque sé que más allá no has de pasar...

En este fragmento aparece la primera mención directa de una inconformidad con el lenguaje. El autosilenciamiento de la voz poética revela una estrategia en la cual el silencio sirve de aliado en la búsqueda de contacto con la alteridad. Con todo, el silencio en Abolición de la muerte es al mismo tiempo el espacio del deseo y el ámbito propicio a una comunión indefectiblemente trunca: “La otra margen acaso no he de alcanzar”. La trascendencia es efímera, un instante fugaz que reactiva la entropía.

Los textos que integran Belleza de una espada clavada en la lengua, serie que recoge poemas desperdigados en revistas y catálogos de arte, se caracterizará por una poesía en la que el silencio se tematiza y la indagación sobre el alcance positivo o no de la palabra poética adquiere primacía. Atrás ha quedado el aluvión de imágenes y el descuido por las normas sintácticas que caracterizó la primera poesía de Westphalen. En la factura de estos textos se prefiere cierto cuidado por la métrica y una organización que se aleja del lindero vanguardista al nivel de la forma. También se ejercita una inusitada concisión que tiene como rasgo principal el acentuar la negación de la palabra poética por medio de eso que José Ángel Valente denomina la “cortedad del decir”. Puede que la más clara relación de las visiones de Westphalen sobre la precariedad de los espacios creados por la palabra esté plasmada en el siguiente fragmento de su “Poema inútil”: “Qué será el poema sino un espejo de feria, / un espejismo lunar, una cáscara desmenuzable, / La torre falsa más triste y despreciable”. En estos versos Westphalen teoriza su silencio a partir de la convicción en la futilidad de la poesía; esta visión viene madurando poco a poco desde Abolición de la muerte, y acerca la producción de Westphalen a la poesía de Paul Celan y Alejandra Pizarnik, afincada temáticamente en el fracaso de la palabra. Sin embargo, la poética de la negación de Westphalen se caracteriza por su profunda ironía en el tratamiento del motivo del silencio, un gesto que hace que la poesía se niegue justamente “nombrándose”, y que instala sus postulados en el terreno de la aporía. Jacques Derrida identifica una “lógica plural de la aporía” surgida de la interrelación de “múltiples figuras” en dicho concepto. La primera de estas figuras corresponde a un “no pasar” que se debe a “la existencia opaca de una frontera infranqueable: una puerta que no se abre, o que sólo se abre bajo esta o aquella condición inencontrable”. Esta primera forma de la aporía bien puede corresponder a los textos de Las ínsulas extrañas, en los que el sujeto está consciente de un límite que le impide claramente la trascendencia, pero que al mismo tiempo no distingue con precisión. La segunda forma del “no-pasar” que menciona Derrida es aquella que “se debe al hecho de que no hay límite. Todavía no hay o ya no hay frontera que se pueda pasar, ni oposición entre dos bordes: el límite es demasiado poroso, permeable, indeterminado; ya no hay ni en-casa propio ni en-casa del otro”. Esta segunda figura aporética bien puede aplicarse a la primera entrega de Westphalen, pero a mi ver es posible identificarla más con los textos de Abolición de la muerte, en los cuales el sujeto poético ni siquiera está seguro de la posibilidad de acceso a ese espacio fronterizo. Derrida distingue una tercera forma de la aporía: “Lo imposible, la antinomia o la contradicción, es un no-pasar porque su medio elemental ya no da lugar a algo que se pueda denominar pasar, paso, marcha, andadura, desplazamiento o reemplazo, kinesis en general”. Uno de los textos que conforman la serie “Porciones de sueño para mitigar avernos” sirve para ilustrar esta tercera forma de la aporía en la que la posibilidad misma de su manifestación queda en entredicho en virtud de la carencia de una “figura del límite”: “Ansiar que los silencios incorporen y devoren el espacio / que se ahogue el tiempo en un charco de silencios”. ¿Espacio y tiempo supeditados a una categoría superior que los mina y engloba? El silencio aquí actúa sobre las categorías fundamentales del pensamiento occidental y las cancela; el silencio, o su deseo, ocupa todo el espacio. Tal parece que lo que persigue la voz poética es el proponer una nueva epistemología negadora de la palabra. Para Maurice Blanchot, “escribir es hacerse eco de lo que no puede dejar de hablar... A esa palabra incesante agrego la decisión, la autoridad de mi propio silencio”. Acaso no sea otro el axioma principal que matiza y conforma la poética literaria del “preso dichoso”, Emilio Adolfo Westphalen.