Sala de ensayo
Ilustración: David NichollsEl pensamiento y la política
La crisis de la transición
y el Nuevo Orden
por venir

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Entiendo que una de las traiciones más graves al pensamiento es su manipulación por parte de una ideología. Otra es la demagogia o la complacencia, lo que en textos antiguos se acusa como “adulación”, y tanto da adular al rey como al pueblo, cuando de éste recibimos el sustento. Pero sálveme Dios de andar por ahí moralizando sobre los demás.

Si entendemos por ideología a un sistema de ideas que pretende explicar el vasto universo de los seres humanos, debemos reconocer que todos, de una forma u otra, poseemos una determinada ideología. El problema surge cuando nuestra actitud ante este hecho es de sumisión, de lealtad o de conveniencia y no de rebeldía. Si no estamos dispuestos a desafiar nuestras propias convicciones entonces dejamos de pensar para adoptar una actitud de combate. Es decir, nos convertimos en soldados y convertimos el pensamiento en ideología, en trinchera, en retórica; es decir, en un instrumento de algún interés político o de alguna supersticiosa lealtad. Es en este preciso momento cuando nos convertimos en obediente rebaño detrás de la ilusoria consigna de una supuesta “rebeldía”. Los beneficiados no sólo son los arengadores de un bando sino, sobre todo, los del bando contrario.

Durante casi toda la historia moderna, esta prescripción —el individuo anulado en el soldado, en la imitación de sus movimientos de mecano— ha sido construida según los códigos de honor del momento: en la Edad Media, por ejemplo, los “soldados de Dios” se caracterizaban por su obediencia absoluta al Papa o al rey. Si era mujer además debía obediencia a su marido. El mártir recibía la promesa del Paraíso o los laureles del honor, inmortalizados en las crónicas reales del momento o en los cantos populares que alababan el sacrificio del individuo en beneficio del reino, es decir, de las clases en el poder. Sin embargo, y no sin paradoja, siempre han sido las clases altas las que más han moralizado sobre la lealtad del patriota al mismo tiempo que han sido éstas las primeras en entregar sus reinos al extranjero. Así ocurrió cuando los musulmanes invadieron España en el siglo VIII o cuando los españoles invadieron el Nuevo Mundo en el XVI: en ambos casos, las élites de nobles y caudillos se entendieron rápidamente con el invasor para mantener sus privilegios de clase o de género.

Desde los primeros humanistas del siglo XVI, la lucha de clases significó una conciencia nueva, la rebelión del “villano” contra el “noble”, del lector contra la autoridad del clero. Casi simultáneamente, el pensamiento puso el dedo en otras opresiones ocultas: la opresión de género (Christine de Pisan, Erasmo, Poulain de la Barre, Sor Juana, Olimpia de Gouges, Marx y Engels) y de raza (Montesinos, De las Casas, etc.). Siglos más tarde, se consolidaron los movimientos sindicales, la crítica post-colonialista y diferentes feminismos. Con excepciones (Nietzsche), la lucha del pensamiento ha sido hasta ahora contra el Poder. A veces contra un poder concreto y no pocas veces contra un Poder abstracto.

Muchos de los logros contra la verticalidad se han realizado con un precio doble: el sacrificio del mártir y el sacrificio del individuo. La sangre de los mártires libertadores (no vamos a problematizar este punto ahora) no es despreciable; sus heroísmos, su frecuente altruismo tampoco. El problema surge cuando ese mártir es elogiado como soldado y no como individuo, no como conciencia. Y si es reconocido como conciencia se espera que sus seguidores sólo continúen la obra anulando su individualidad por razones estratégicas que se asumen provisorias y se convierten en permanentes.

Desde el poder tradicional, la lógica es la misma. Como escribió Sábato en 1951, la Tumba al Soldado Desconocido es la tumba del “Hombre-cosa”. Los estados normalmente honran a los soldados caídos porque es una forma de moralizar sobre el virtuoso sacrificio a la obediencia. Desde niños se nos impone en las secundarias el deber de jurar por “nuestra bandera”, prometiendo morir en su defensa. Si bien todos estamos inclinados a poner en riesgo nuestras vidas por alguien más, el hecho de exigirnos un cheque en blanco firmado es la pretensión de anularnos como individuos en nombre de “la patria”, sin importar las razones para oponernos a las decisiones de los gobiernos de turno. Claro que ante esta observación siempre habrá “patriotas” dispuestos a justificar aquello que no necesitaría ser justificado si no tuviese algún sentido implícito, como lo es la construcción del soldado a través de la subliminal moralización del individuo. El proceso no es muy diferente al que es sometido un futuro suicida “religioso”: antes que nada se procede a anular al individuo a través de una moralización utilitaria y con un discurso trascendente que le promete la gloria o el paraíso.

Ahora, alguien podría decir que, según mi perspectiva, el “revolucionario” es el modelo perfecto de individuo. A esto hay que responder con una pregunta básica: “¿qué es eso de revolucionario?”. Porque si hay una costumbre en el pensamiento de segunda mano es dar por asumidos los términos centrales. Si por revolucionario entendemos aquel que sale a la calle a romper vidrieras, enardecido por un discurso redentor, mi respuesta sería no. O aquel otro que, atrapado en las viejas dicotomías maniqueístas, ha aceptado como propia la división del mundo entre ángeles y demonios, entre “ellos los malos” y “nosotros los buenos”. Ese es el perfecto soldado. Dudar de que nosotros somos los ángeles y ellos son los demonios es una forma grave de traición a la patria o a la causa, al partido o a la santa religión. Durante los tiempos de la Guerra Fría —que para América Latina fueron los tiempos de la Guerra Caliente— era común justificar el asesinato de un obrero o de un cura porque era “marxista”, siendo que los soldados que cumplían apasionadamente con su deber jamás habían leído un libro de Marx ni habían escuchado las ideas de sus víctimas. Otro tanto hacían los falsos revolucionarios, tirando bombas en un ómnibus lleno de campesinos “traidores a la causa” o de “cipayos vendidos al imperio”, en nombre de un marxismo que desconocían. Y otro tanto hacen hoy en día los Mesías de turno, confundiendo el espíritu de comunidad con el espíritu de masa. Pero ¿cómo se puede ser revolucionario repitiendo los mismos discursos y las mismas estrategias políticas del siglo XIX? ¿Por qué subestiman así al pueblo latinoamericano? ¿Por qué necesitamos tirar piedritas al Imperio de turno para definirnos o para ocuparnos de nuestras propias vidas, tanto como el Imperio necesita de la demonización de la periferia para cometer sus atrocidades (también en masa)? ¿Cuándo aportaremos a la humanidad la creación de una forma de vivir nueva y propia, de la que tanto reclamaba el cubano José Martí, y no esos viejos resabios del colonialismo hispánico que Andrés Bello equivocadamente creyó muy pronto serían superados, allá a principios del siglo XIX?

La historia está llena de conservadores fortalecidos por supuestos rivales revolucionarios. En América Latina podemos observar ciclos de diez años que van de un discurso extremo al otro y a largo plazo volvemos siempre al mismo punto de partida. Porque la obra siempre es llevada a cabo por caudillos y el último siempre es presentado como el tan esperado Salvador. Pero no sólo las viejas dictaduras latinoamericanas se alimentaron siempre de este “peligroso desorden”, sino también las grandes potencias conservadoras explotaron sabiamente los peligros del margen desestabilizador para radicalizar sus imposiciones, un (viejo) orden en peligro. Así, Orden y Desorden resultaron igualmente peligrosos. La dialéctica del poder, aun en eso que por alguna razón histórica se llama “democracia”, sería imposible sin su antítesis. Por lo general existen dos partidos, dos rivales que luchan por el poder y, de esa forma, promueven la ilusión de un posible cambio. La política tradicional no cambiará nada, como no fue la política de los papas y de los emperadores que cambiaron el mundo en el Renacimiento. Suponer lo contrario sería como igualar la historia a una telenovela, donde los malos y los buenos son tan visibles que nadie cuestiona el subyacente orden social e ideológico que es reproducido con el triunfo del bueno y el fracaso del malo.

Lo que la política puede hacer es retrasar o acelerar un proceso; sus grandes obras casi siempre son retrocesos a la barbarie. Un tirano puede inventar un genocidio en pocos meses, pero nunca avanzará la humanidad a la siguiente etapa de su destino. La Reforma luterana nace en la misma conciencia crítica de los católicos humanistas del siglo XV y XVI; el mismo feminismo le debe más al Renacimiento —regreso al “hombre” después de una tradición religiosa y patriarcal— que a las actuales “soldados” que creen que la mujer es hoy más libre gracias a una acción de confrontación con el sexo tirano y no a una larga historia de cambios y evoluciones, gracias a la apasionada mediocridad de una Oriana Fallaci en el siglo XXI y no a una crítica que tiene siglos trabajando desde diferentes culturas. O como tantos otros grupos ideológicos que se levantan un día, orgullosos, creyéndose los inventores de la pólvora.

Entonces, ¿qué paso es necesario para una verdadera revolución? (Advirtamos que nunca se cuestiona la necesidad de un cambio radical; porque la realidad es siempre insatisfactoria o porque esa es nuestra tradición política.) El primer paso —según mi modesto juicio, está de más decirlo— es una negación: el pueblo latinoamericano debe romper con el antiguo círculo, negándole autoridad al caudillo, sea éste de izquierda o de derecha, si es que todavía podemos dividir la política de forma tan simple. Nuestro presente no es el presente de Bolívar, de Sarmiento, de Getúlio Vargas o de Eva Perón, aunque una narrativa de la continuidad siempre es atractiva, aunque encontramos perones por todas partes cada quince años, luchando entre sí para mantener a la masa en la misma plaza, en el mismo estado de alienación, renovando la ilusión de la novedad, que es renovar el olvido. En México dominó durante décadas un llamado “Partido Revolucionario Institucional”; ahora en Argentina hay “piqueteros oficiales”. Semejante oxímoron es una afrenta a la inteligencia del pueblo y una muestra de la efectividad de la masificación ideológica, casi tan perfecta como la masificación de consumo. Lo único que permanece son las pasiones y las promesas de redención, pero el mundo y hasta América Latina son otros. No inventemos la pólvora otra vez. El nuestro es el tiempo del individuo amenazado doblemente por la alienación del consumo y de la vieja política, el individuo que ha sido disuelto en la masa y en el individualismo. Seamos desobedientes a las guerras que otros inventan para sostener un sistema anacrónico, como lo es la democracia representativa —representativa de las clases dominantes o de los demagogos de turno—, sostenida no sólo por un discurso conservador sino por la supuesta amenaza de los caudillos de antaño. No hay salvadores. Cada vez que América Latina cree descubrir al Mesías termina donde comenzó.

El segundo paso, como ya lo hemos señalado y definido hace años, es la desobediencia. El pueblo, en lugar de andar peleándose enardecidamente por un candidato o por otro, debería exigir las reformas estructurales que lleven a la participación directa en la gestión de las sociedades. Los Estados deben estar penetrados por el control ciudadano, su gestión debe ser más susceptible de cambios según los individuos y no según los burócratas de turno. Una forma nueva de referéndum deberá ser un instrumento habitual, procesado a través de los nuevos sistemas electrónicos, no como una forma excepcional para enmendar abusos del poder tradicional, sino como instrumento central de gestión y control ciudadano. En una palabra, sacar a la abusada “democracia” del prostíbulo, de un estado de aletargamiento y devolverle su principal característica: la progresiva devolución del poder a aquellos de donde proviene; el pueblo. Las decisiones sobre la producción deben residir en la creatividad de los individuos, de los grupos comunitarios antes que en los estados o las grandes compañías monopolizadoras. La victimización del oprimido debe ser reemplazada por una rebeldía radical, una toma de acción directa del individuo, aunque sea mínima, y no una renuncia de su poder en los “padres del pueblo”, en esa eterna y confortable promesa llamada “buen gobierno”.

Yo tengo para mí que cada vez que veo, en Estados Unidos o en América Latina, una encuesta que varía dramáticamente luego de un discurso presidencial, reconozco que la desobediencia del individuo aún se encuentra lejos. El individuo aún es material e ideológicamente dependiente de la propaganda, de las decisiones y las estrategias políticas que se toman en un salón lleno de “gente importante”. Cada vez que un publicista se jacta de haber llevado a un hombre a la presidencia de un país, está insultando la inteligencia de todo un pueblo. Pero este insulto es recibido como el acto heroico de un individuo admirable. Cuando este síntoma desaparezca, podemos decir que la humanidad ha dado un nuevo paso. Un paso más hacia la desobediencia, que es como decir un paso más hacia su madurez social e individual.