Letras
Alexander Devour
y la seducción de los anagramas

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No ha podido ser de otra manera. A pesar de las señales constantes y evidentes, creo que las cosas tienen que ocurrirte, físicamente inclusive, para notarlas.

En el caso de Minuto seis, emprendida, tendría que empezar por esa noche en El Nabori, cuando entre birras, humo de tabaco y fritanga, le pregunté a AGI si sabía quién coordinaría el taller de narrativa de ese año.

—Oscar Enteilen.

Me quedé en blanco, Troche, que estaba con nosotros, me preguntó si no había leído Peluca del moro.

—No.

—¿Ese rico mal?

—Ese rico mal —aprobó AGI sonriendo.

—No.

—Coño carajito tienes que leer al tipo, es arrecho. Es más... —Troche levantó su morral del piso e hizo un gesto circular con la muñeca antes de hurgar entre diez, veinte textos que comenzaban en versalita, dos libros, un currículum, seis planillas, su vida entera. Según él, había que tener las citas a mano—. Coooño... nooo pana, no lo tengo aquí... —se lamentó extrañado después de unos segundos—. Bueno. El tipo tiene un cuento sobre el samán de Güere... arrecho... muy bueno.

—Ilustre y otrora frondoso árbol donde reposara el Libertador mesmo de sus batallas en los valles aragüeños —sentenció AGI con elocuencia malandra, antes de pegarse a la botella.

 

La tarde siguiente, mientras volvía de unas diligencias, se montó en el carrito y se paró frente a mí, dándome la espalda, un tipo como de treinta y pico, bien vestido, medio papeado, medio pavito, pero normal salvo un detalle: una copia de Mamá luego me ve, de AGI, agotado en todas partes. Salí de curioso y le toqué el hombro para preguntarle de dónde lo había sacado. Me explicó dónde quedaba la editorial Anagrama; yo le contesté que AGI había sido coordinador de mi taller de narrativa. —¡Ese Enfant Genial! —exclamó y después me dijo que él era Oscar Enteilen, que empezaba el taller en un mes y estaba vuelto loco eligiendo a la gente que participaría.

Siempre me intrigó cómo me habían aceptado, así que le pregunté cuál sería su criterio.

—Si pasan mi subjetivo, sesgado y particular gusto, entran.

—¿Y hay buenos cuentos?

—Bueno, hay algunos muy buenos —hizo una pausa y se agachó para ver por la ventana—. ¿No quieres verlos?

Acepté atraído por la idea de entrar en la mente de alguna chama que luego, convenientemente, Oscar podría presentarme un día que fuese de oyente.

Nos bajamos en Los Ruices y caminamos un par de cuadras hasta su apartamento.

—¿Qué te sirvo? —preguntó al entrar.

—Nada por ahora, gracias —después dudé y le pregunté si tenía Frescolita.

—No.

—Ah bueno, no importa.

Su apartamento era amplio a la primera impresión, en el centro estaba la sala, un sillón y varias sillas alrededor de una mesa baja y rectangular. A través de una puerta a la izquierda podía verse la cocina, al fondo a la derecha comenzaba un pasillo que presumiblemente llevaba al cuarto.

—Ya vengo —me dijo entrando por el pasillo.

Había dejado Mamá luego me ve sobre el sofá. Lo tomé sentándome y leí algunas frases sueltas, después me quedé viendo la foto de AGI, la misma de siempre, tomada diez o quince años atrás.

—¿Lo has leído? —Oscar apareció con varios sobres de manila—. ¿Verdad que es interesante cómo...

Lo interrumpí con cierta culpa. —No, no lo he leído. Por eso te pregunté dónde lo conseguiste.

—Ah verdad, bueno... te traje unos cuentos —colocó la paca de sobres en la mesa. Entró a la cocina y salió con una botella plástica de agua mineral. Se sentó conmigo en el sofá.

—Como te dije son cuarenta, te voy a sacar los que más me gustan y otros que no me convencen a ver si tú...

Dejé de escucharlo, Eros Numérica, de Dean Overlord y De aplomo cruel, de Leonard Dover, reclamaron mi atención sobre la mesa. Sentí que había terminado de hablar y me encontré con sus ojos. Esperaban una respuesta.

—Ah... Ajá —aposté.

—Me lo imaginé. Bueno, toma, léete este —extrajo unas hojas engrapadas y me las dio. “La Marquería - Lila Dinar Pedal”, se leía en la primera línea. Oscar se acomodó en el sofá con otro cuento.

La Marquería era la historia de una cantante de boleros, falta de amor como todas. Estaba más o menos, demasiado reiterativa, como el ruido lejano de la avenida combinado con el de nuestra respiración, los reacomodos en el cuero del sofá, el rumor del papel.

—¿Cómo vas?

—Bueno, bien —me daba un poco de pena admitirlo—. Pero la verdad no me gusta mucho, digo, como está escrito.

—Sí... Sí. ¿Verdad? ¿Cómo te la imaginas?

—¿Qué? ¿La historia?

—No, la tipa.

—Bueno una chama bien, pelo castaño, medio sifrinita —después dudé y le dije que mejor era cabello negro liso, medio bajita, se me ocurrió que debía ser una de estas que se empeñan tanto en ser sifrinas, que les sale forzado. Luego concluí que era obvio.

Murmuró algo y dijo “Bien, bien” con gusto. Me preguntó qué más me imaginaba. Empecé con cierto recelo y un poco de temor a construirle un personaje, hizo una mueca y negó con la palma.

—No. No te pregunté si te la imaginabas así —pausa para medirme—. ¿Nunca te preguntas... leyendo un cuento... cómo... tiraría alguien? —hizo con esto, de pronto, un par de garras, intentando aferrarse a unas carnes que no existían frente a él.

Lo miré entre extrañado, sorprendido y asustado. Le confesé que a veces, pero no mucho, cuando conocía de cara a los autores, trataba de imaginarme cómo serían quitándose la ropa, de repente por todo el asunto de desnudarse, quedar expuestos al escribir.

Sacó un control remoto y por encima de su cabeza apretó un botón. La primera pista de Moon Safari comenzó a sonar como un disco puesto por los vecinos que lentamente se cuela en la habitación.

Bebió un poco de agua. —Por ejemplo este cuento —golpeó con el dorso de una mano gruesa el papel que sostenía—, Lanilla Perdida, Diana Granel Rojiza... es una sola tiradera, me la imagino... así... de cosquillar tenue, y putísima.

—Y los chamos —continuó—, parece que les hubiesen dicho tienes que ser muy recio —pausa—, y hay varios que son como uno, que obviamente nos gusta Mara Liarque, ¿sabes?, la de Cantos Onanistas.

Mientras continuaba su disertación sobre la carne presente en los nuevos valores de la literatura venezolana, descubrí que Oscar es uno de esos individuos que funciona como personaje, con sus botas, cinturón grueso, jeanes y cabellos negros, canas en las sienes de un rostro cuadrado, respondiendo rápidamente a mis comentarios con ímpetu erótico, con una actitud que buscaba siempre el desplante, hablando en itálicas sin razón aparente.

Me contó también que era orientador de gente sin religión. Durante el día, militaba en un movimiento que buscaba inculcar los valores de la iglesia, pero sin teología. Su elaboración posterior en este tema me sonó tanto a dogma, culto, fe, misterio y devoción, que no quise averiguar más y le pregunté si estaba escribiendo, pero me devolvió la pregunta, así le hablé sobre mi personaje, Alexander Devour, un enervado lord que pierde su fortuna y se convierte en mercachifle.

—Es decir, un vendedor oral —interrumpió.

Dudé antes de avalar el comentario y terminar de explicarle la historia, contestando nerviosamente a esas interrogantes típicas de las personas sintonizadas en una frecuencia demente.

—Yo creo que este cuadernillo te puede ayudar —tomó un libro del montón sobre la mesa, revelando sin querer, o sin que yo pudiese dejar de notar, el número 96 del Órgano Informativo Gay. El cuadernillo en cuestión era un poemario delgado, Sello de tu querencia, de Overdo Lander. Hice una pausa, déjà vu. Miré hacia la mesa, dudando, buscando al autor, pero sólo encontré a Leonard Dover. “Casi”, pensé.

Me puse a hojearlo, capturando algunas frases aleatorias e incompletas —“...urna del esquelético...”, “...que su electrón ideal...”—. Oscar, dándole el toque final a esa saturación que ocurre siempre que me atacan las letras por varios frentes, se unió al festival de imágenes y códigos en mi cabeza, comentándome que ése superaba al anterior, El edulcorante equis, un viaje por la memoria de sus ancestros chilenos. Comenzó a recitar un poema de memoria —“...mapuche luego ve... mapuche luego ve...”—, yo dejé de escucharlo a la mitad. Aturdido en el sopor de un atardecer amarillo, me distraje con los pliegues en la tela que se formaban en sus rodillas. Luego sentí que terminó de hablar, subí la vista y me di cuenta que esperaba una respuesta.

—Ajáp —un ciervo paralizado por los faros.

Nunca supe que fue lo que me preguntó, pero se lanzó sobre mi, apretándome contra el brazo del sillón, besándome y mordiéndome la oreja. Sostuve sus canas cuando nuestras barbas incipientes se trabaron. El olor de su cabello era agradable, como el de una jevita recién bañada. Levantó mi franela y recorrió los vellos de mi pecho con ese labio superior duro, masculino, punzante, alternándose con la quijada, rasguñándome con delicadeza.

Se arrodilló en el piso, con su mano gruesa me apretó la entrepierna, abrió el cierre y en un mismo movimiento, bajó los interiores y sacó mi miembro semi-erguido. No necesité mucha manipulación para rendirme en el sofá, duro como una roca. En ese momento entendí los roces accidentales, los movimientos calculados milimétricamente y el poder de la seducción codificada en los anagramas. “¿Dónde entran las mujeres en todo esto?”, fue la última idea racional al borde del abismo.

Oscar me chupó como quien se cuelga de un último aliento. Recorrió mi cuerpo con unas manos demasiado grandes, demasiado ásperas, demasiado rápidas para enumerar, o siquiera sentir, todas las partes que tocó. Me volteó sin resistencia al mismo tiempo que la rocola giraba con un traqueteo. Con el intro de guitarra de (En) El Séptimo Día pude ver sobre mi hombro cómo sacaba la lengua y se humedecía lentamente la palma para luego llevarla a un lugar que, por el ángulo, sólo pude intuir.

Sentí una presión aguda en la base de mi columna, en mi estómago, las tripas, la coronilla. Sujeto por la cintura, me afinqué en el apoyabrazos, el cuero se quejó conmigo.

Nuestras respiraciones se aceleraron, acompañando al chasquido de las carnes. Pensé en AGI, un fustigante ángel vano, un navegante golfista. Pensé en mi personaje, que podía exudar del averno rebautizado como Devaler Rondeaux o quizás Roland Devereaux. Finalmente, pensé en el insolente caer con Oscar, la insolente cera a punto de derramarse, el insolente arce colgado en la pared. Oscar Enteilen, un tenor esencial jugando en el Casino Enternel, un enlace inserto en mi ano, se detuvo. Creció dentro, vibró en mis tripas antes de estallar cortándome la respiración, derramándome sobre el mueble. De allí en adelante, una caravana de sexo al pie del sofá marcó el inicio de la temporada de la leche.

 

A la mañana siguiente desayuné un cereal intenso de Oscar Enteilen y me despedí en lenta recesión, pidiendo ser invitado algún día al taller para conocer jóvenes escritoras.

Salí, reorganizando palabras y tendencias, para encontrarme de nuevo con Caracas y su plan maestro sodomita. Llegué directo a comenzar Minuto seis, emprendida, un franco intento sugestivo que a todas voces exigía “Mundo, ríndete a mis pies”.

Del libro de cuentos El estilo de vida de ricos y famosos (Maracay, Venezuela, 2003), ganador de la Bienal de Literatura Augusto Padrón.