Letras
Ojos de pantera

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El hombre de los ojos de pantera sonreía.

—¡Vaya! ¡Cómo has crecido!

Me callé una posible respuesta y me interné en el desván polvoriento, oscuro y triste, mientras observaba que él se quedaba esperando a pie de las escaleras. Cuando ya no le veía por el hueco donde estaban apoyadas, gritó.

—Ten cuidado, no vayas a caerte.

Y yo me lo imaginé apoyando el brazo en la pared e inclinándose hacia delante, de esa forma tan poco sutil que tenía, y con la que —supuse— había engatusado a alguna muchachita. Susurré algún taco e intenté levantarme, pero mi cabeza dio contra el techo abuhardillado. Mis ojos, cansados de tristeza, se llenaron de lágrimas una vez más, porque de niña siempre daba saltos para llegar a una de aquellas columnas de madera que ahora tenía que esquivar. Giré la cabeza despacio, navegando entre el ansia por ver mis recuerdos, y la inquietud de protegerlos. Y allí estaban.

Mis juguetes. Y los juguetes de mi madre, y de mi tía.

Un manto de polvo estaba cubriéndolo todo, pero me acerqué hasta ellos, temiendo que el suelo se hundiese bajo mis pies, por el peso y la carcoma. Allí estaba mi pequeña moto de batería, mis puzzles, mis muñecas, y mis cuentos, aquellos que escribía de pequeña, sentada en el suelo de la cocina, apoyada en el lavavajillas, mientras mi madre cocinaba. Corrí de un lado a otro, convirtiéndome de nuevo en aquella niña feliz. Cogí la muñeca preferida de mi madre, y de mi tía, y las metí en la mochila, con intención de arreglarlas para devolvérselas. Cuando me disponía ya a dejarlo todo allí, para volver con alguien que me ayudara a llevármelo todo, vi la foto. Salía una niña medio rubia, sentada en una valla de madera, sonriendo a su abuelo, en cuyos ojos azules se reflejaba la alegría de estar en aquel lugar, en ese instante, y le iluminaban la cara. Bajé las escaleras apretándola contra el pecho. Como sospechaba, allí estaba él, apoyado en la pared.

—¿Te ha sido provechosa la visita?

No levanté la cara, sino que esperé a que el nudo de mi garganta se aflojara, y le extendí la foto.

—¿Sabes quien es ella?

—Tiene tus ojos.

Sí, tenía mis ojos, los mismos pequeños, verde oscuro, pero en la foto brillaban, y los míos se habían endurecido.

—Ese era mi abuelo. Yo era feliz porque estaba conmigo. Él sonríe porque lo hago yo. ¿Apareces tú en esta foto?

No contestó a mi pregunta obvia, y yo me fui sin despedirme, a sabiendas de que aun resultaría peor al día siguiente.

 

A pesar de mi insistencia, volví sola a aquella casa. Nadie encontró tiempo para acompañarme. Los ojos de pantera me abrieron la puerta desafiantes, y el chico al que pertenecían llevaba tan sólo una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos, a pesar de estar en marzo.

—Se me ha estropeado la calefacción y hace un calor horrible —dijo como explicación—. Pasa, voy a invitarte a un café.

Yo quería estar en su presencia el menor tiempo posible, pero sabía que tenía muchas explicaciones que ofrecerme, o excusas, y yo ya tenía procesadas miles de palabras de incredulidad. Dejé mi mochila, y las bolsas de basura, las únicas que encontré que pudieran almacenar tal cantidad de juguetes, en el suelo, y me senté en una silla, en la cocina. La mesa aún tenía las marcas a compás que hacíamos mi primo y yo cuando nos cansábamos de estudiar, y aún estaba sucia de las meriendas desperdiciadas en batallas de comida. Miré a otro lado, y me encontré aquella sonrisa estúpida.

—Ríe ahora que puedes. Soy joven, y mi madre está demasiado destrozada para hacer nada.

—Tu abuela me vendió la casa por voluntad propia.

—Te aprovechaste de ella como quisiste. Tiene demencia senil. A veces ni siquiera recuerda su nombre.

—Cuando yo la compré no se lo habían diagnosticado.

Di por terminada la conversación, y subí furiosa al desván, para refugiarme en los recuerdos polvorientos, y no sé cuánto tiempo lloré, apretando los puños, dando golpes al suelo, y gritando, para desahogar mi rabia, pero después, ya tranquila, recogí cuanto pude y bajé, ordenando las palabras exactas en mi cabeza.

—Has destrozado una familia, ¿cómo te sientes?

—De pequeño era amigo tuyo, no me recuerdas, pero yo era...

Le puse un dedo en la boca, indicándole que se callara. Salí por la puerta, jurando no volver, y sólo miré atrás cuando llegué a la esquina, viendo cómo movía los labios sin emitir un solo sonido.

 

Estoy viendo cómo se aleja sin que haya podido explicarme. Sé que mis labios susurran palabras al viento, con la esperanza de que se las haga llegar. “Yo te quería, Clara. Te quise y te quiero. Te perdí una vez, dejé que te alejaras de mi vida, compré esta casa por recuperarte y vuelvo a perderte de nuevo... Sé que mis ojos de pantera no volverán a ser los mismos. Sé que nunca más dejarán de llorar...”.