Artículos y reportajes
Ilustración: Richard MandrachioDislates económicos

Comparte este contenido con tus amigos

La sonrisa es como una liebre escurridiza. Cuando uno más la pretende, queda transformada en una mueca desfavorecida. Mientras tanto, puede provocar apariciones fugaces, como una sensación sugestiva que sólo se asoma. Y aunque uno sea capaz de favorecerlas, crear los ámbitos adecuados para retenerlas, todo eso tiene sus límites. Tampoco vayan a pensar en la utilidad de todo un tratado de la sonrisa. Las grandes teorías, la ciencia o la técnica, no son suficientes para su génesis. Es más, a veces la generan muy a su pesar, cuando no lo pretendían, digamos que por desvaríos técnicos.

No me discutirán la autoridad de J.M. Keynes en la esfera económica. A partir de esa idea, leamos una de sus frases: “Toda producción tiene como último fin satisfacer a los consumidores”. ¡Qué menos, surge la primera sonrisa! Porque en una primera versión, tienen cabida las preguntas, ¿satisfacerlos o provocarlos? ¿Despreciarlos o castigarlos? ¿Tomarles el pelo? ¿Extraerles el zumo a dichos consumidores? ¡Ay! Qué irónica dulzura cuando escucha uno, o lee, eso de la provocación, nada menos, de una satisfacción para el consumidor. ¿Pensarán en eso?

La segunda versión, de esa primera sonrisa, ya contiene una pizca de malicia, veneno o simple condimento de la vida real. ¿Exagero? ¿Qué producen esa recua de intermediarios multiplicadores de los precios? Uno produce, otros consumen y muchos chupetean. No sé si el deseo de Keynes o las características de su época tiñen la frase; ahora el consumidor, en la lista de los monos, si no es el último, queda bastante mal colocado.

Tampoco es una persona ajena a la economía y Adam Smith matiza: “Y el interés del productor debería ser atendido únicamente, en cuanto pueda ser conveniente para los intereses del consumidor”. Abunda en la tendencia anterior. Aquí la nueva sonrisa pulula en torno al deber. No soplan aires que impulsen deberes sociales, es una palabra o idea postergada; tanto más si introducimos en el contexto cadenas financieras, costos y pagos. Desde los colosos multinacionales, hasta los aprendices más localistas, no hará falta oscurecer las tintas para recalcar donde residen los intereses, los dineros, o el poder derivado de ellos. Sonrisa, por no hablar de añoranza, melancolía y cosas peores.

Sacar las frases de su contexto es arriesgado, mas a la vista de las evoluciones económicas, convendremos en un riesgo mayor si nos tragamos los farragosos textos económicos. No sólo nos adormecen con muchos cuentos, con el estilo lamentado por León Felipe; prescinden de los particulares con la orientación de los beneficios hacia los poderosos... y además, aquí no es caso de ponerse a sonreír.

Leamos la frase escrita años después por Thorstein Veblen: “Si exceptuamos el instinto de conservación, la propensión hacia la emulación es probablemente la más viva y persistente de las motivaciones económicas”. El tono de esta idea presenta una predisposición favorable a la imitación de los mejores, a la competencia sana, eso si nos ceñimos al sentido académico.

De nuevo se refleja un anacronismo de benévola sonrisa (siempre será mejor que eso de ponerse ceñudos, teñidos los poros de bilis); porque no me parece que las trapisondas financieras se detengan en una equiparación con los mejores, en plan de progreso; las conductas que uno vislumbra no se contienen en una emulación benefactora. Se comportan más como avariciosos, usureros, con más ansia cuanto mayor capital y púdranse los desfavorecidos en este funcionamiento. Echen un vistazo a los beneficios declarados por la banca y grandes empresas. De los no confesados, ni entro en su consideración. ¡Si sólo fuera emular!

Se trata de manejos casi constitutivos del hecho humano, nos embaucan con fórmulas novedosas y nos evaporan los capitales hacia determinadas direcciones; de ahí que nos acerquemos a los asuntos económicos con prevención. Esos agobios en circunstancias muy diversas fueron reiteradamente expresados por el ensayista escocés Thomas Carlyle, afirmando: “La economía no es una ciencia alegre, por el contrario es triste e incluso bastante angustiosa”. Aquí, una vez más, se aprecia la tendencia muy común a tomar la parte como la totalidad.

Las angustias se ubican en el lado de las penurias. Con pocos recursos dinerarios se multiplican las preocupaciones. Frente a ello, a nadie se le escapa que las sonrisas mencionadas ya no son suficientes para la parte económica poseedora y boyante, lo habitual son las risotadas y grandes humores. Constituyen dos esferas de sensaciones muy distintas, carestías enfrentadas a las abundancias. El todo no es angustioso, en el lado estrecho es evidente el mal panorama; sin embargo, en el lado de las amplitudes económicas es más fácil sonreír. La risa y las carteras ofrecen un índice directo de correlación.

¿Por qué no puede ser sana y placentera la risa cuando nos acercamos a los asuntos económicos? Si de una modesta cuenta familiar, pasamos a pequeños negocios, empresas de mayor calado, llegando a los entramados financieros gigantescos; en paralelo, proliferan las situaciones irónicas, ocultamientos y perversidades, con un resultado demasiado común, siempre acaban trasquilados los débiles. ¿No habrá manera de lograr unos enfoques más eficaces? ¿Qué maleficio arrastramos?

Carecemos de los genios con suficiente enjundia para darle la vuelta a esta tortilla de despropósitos. Aunque cabe preguntarse si estaríamos dispuestos a seguir las directrices sugeridas por ellos. Ortega y Gasset apuntó con perspicacia lo siguiente: “Por una extraña perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta a todo hombre ejemplar, o, cuando menos, está ciego para sus cualidades excelentes”. Es como un arrebato social en torno a las imperfecciones, confundiendo los defectos de cada uno, con la relajación plácida entre esos defectos, sin proyectos meritorios.

Y cuando echamos en falta esos talentos reformadores, topamos con una frustrante realidad, quizá estemos equivocados y los anhelos reales no vayan por grandes aspiraciones. ¿Estupidez gregaria? También lo mencionaba Ortega en el mismo texto referido a los españoles: “Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios”.

Así, entre evidencias y lamentos, se suceden los cangilones de la noria:

 

La noria de las vanidades

Sonrisas y dislates,
Dichos y disparates,
Frases, Escaparates

y,

los grandes botarates,
pasan a ser garantes
de tramas aberrantes.

y,

los sufridos currantes
enemigos distantes
con cuitas urticantes.