Artículos y reportajes
Ilustración: Art Valero
Los valores antagónicos
El intelectual elitista frente al mundo

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El Intelectual pasea por los bulevares cuando la jornada laboral ha tocado su fin y en los centros de trabajo, vacíos ya de personal, sólo queda el frescor de los apagados aparatos de aire acondicionado. Los bares toman el relevo de la producción del PIB y sacan sus mesas al bulevar por el que pasea nuestro amigo, donde los trabajadores brindan al sol con sus jarras de cerveza y su actitud se pliega en la relajada insolencia reprimida a lo largo del día.

Uno de los rasgos fisonómicos de nuestro protagonista, El Intelectual, es la profundidad de sus pupilas, cuyos nervios ópticos parecen proyectarse en un suspendido punto aéreo, atravesando el parietal. Esos nervios ópticos captan una escena que puede ser denotada de múltiples formas. Hay quien entiende la escena de los trabajadores descansando como el pequeño obsequio por el gran esfuerzo, como gentes suficientemente satisfechas que prolongan una rutina que ellos mismos buscaron, una rutina basada en el equilibrio del balance de pagos (hipoteca + seguro + gas + luz + teléfono + coche + cerveza + paquete de tabaco + ... = concepto consensuado de la felicidad). Hay quien ve en esa escena una imagen graciosa o un elemento trascendental en la vida del trabajador para que no se tire a las vías. Hay quien la interpreta como tímidas bacanales de sencillo y ramplón hedonismo en las que ficticiamente se conspira para dar un braguetazo y conseguir la alcaldía de Marbella o la combinación ganadora de la primitiva o las fotos que acrediten un amistoso beso con un famoso y así pagar todos esos recibos que, extrapolados a términos bíblicos, vendrían a ser la realización de las palabras del Todopoderoso: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”.

Empero, hay otra ralea (o sea, sólo una parte del total) de intelectual severo y de aires más autoritarios y elitistas que critica la pasividad de los trabajadores, su nulo interés por la lectura y su falta de valores respecto a lo que debería ser la justicia y la supresión del yugo del capitalista acumulador o del político corrupto. Esa clase de intelectual (que, por cierto, es un capitalista del saber, un acumulador de conocimiento) piensa que si se reescribiera el Manifiesto Comunista concluiría con ¡Proletarios del mundo, uníos (para tomar unas cañas)!

Y razón no le falta, vaya. La pasividad de la sociedad del ocio (nieta de la sociedad industrial, hija de la sociedad informacional y degenerada en una revoltosa y puñetera sociedad de las cañas y las tapas) hace que todo sea menos sofisticado de lo que podría ser, que la política se haya convertido en un partido de fútbol en el que los equipos luchan feroz e irracionalmente por la posesión de la pelota en un frívolo ejercicio de maniqueísmo pueril. Esa sociedad de la pasividad se ha olvidado de la criba de la dignidad y ha permitido que en su propio hogar se cuelen publicaciones y programas que inyectan el vicio del morbo a modo de opio del pueblo. Ha permitido también que los periódicos de información general imiten las formas de los periódicos deportivos en los que mayoritariamente se habla de su equipo. Y lo demás no existe o existe menos. Esa sociedad ha relegado el criterio a un puesto casi de farolillo rojo en beneficio de valores, en principio, más banales y prescindibles.

 

El ser humano sigue siendo un ente indescifrable movido por pulsiones de toda clase, pulsiones que si nos atreviéramos a contabilizar difícilmente podrían ser abarcadas en su totalidad.

¿Qué mueve a un intelectual? Su afán de conocimiento, su inquietud hacia lo desconocido o sus ganas de reemprender el camino correcto, si es que alguna vez lo hubo. Ahora bien, ¿es el afán de conocimiento el único valor bienhechor?

Desde luego que no. Entre otras cosas, porque la especialización del saber requiere un alto coste de oportunidad, que es relegar otros asuntos y categorías del conocimiento. Si a un especialista en cuestiones de comunicación le preguntan por sus hábitos saludables, responderá (con un poco de suerte) que procura llevar una dieta equilibrada y que a principios de año se apunta a un gimnasio y deja de fumar hasta la segunda semana de febrero, mientras que si a un médico le preguntan por la prensa, es posible que lea periódicos los domingos porque traen unos suplementos entretenidos para leer en el cuarto de baño el resto de la semana. De igual manera, si a un escritor le preguntan por sus hábitos de lectura responderá que pasa nueve horas al día leyendo en una biblioteca, mientras que si le preguntan a alguien no vinculado a la actualidad literaria, dirá que las bibliotecas son, paradójicamente, un lugar de la incomunicación por antonomasia, por eso de que no se puede hablar, y que no hay mejor literatura que la de la calle.

El relativismo de valores explica que cada uno llegue con sus inquietudes hasta donde le dé la gana y crea conveniente, hasta donde su conformismo y comodidad señalen un tope.

También explica que el trabajador (salvo rarezas) no quiera empaparse de literatura clásica al final de su jornada para sentirse más sabio y que el intelectual (también salvo rarezas) no quiera ponerse los pantalones cortos y correr diez kilómetros cuando llega el ocaso para sentirse más sano. Bajo las inquietudes humanísticas del intelectual revisionista subyace un talento innato para el pensamiento, unas formas de actuar que lo llevan a la posición donde mejor se sabe defender en un mundo darvinista, lo mismo que el obrero de la construcción o el agente de seguros. Se gana la vida, vaya.

Es importante tener en cuenta que hay quien recibe estímulos para emprender grandes proyectos y quien los recibe para aseverar la pasividad. Aunque eso ya no corresponde a la persona sino a sus circunstancias, su entorno y su educación, algo en lo que tenemos muy poco poder decisión.

 

En cuanto a lo viciado de los hábitos del ciudadano medio, no nos engañemos, parafraseando a Heiddeger: A grandes pensamientos, grandes equivocaciones, así como a grandes pensamientos, grandes contaminaciones.

El ciudadano medio enciende la televisión en horario de sobremesa y se divierte con la amable malicia, el humor zafio y la incomprensible causa de algunos periodistas rosas. Los protagonistas suelen ser famosos o aprendices de famosos sorprendidos en momentos íntimos, con sus amantes, comprando paquetes familiares de papel higiénico o etílicos en algún local de moda. Los protagonistas suelen ser ciudadanos, aparentemente más afortunados que la media, que llevan vidas imposibles y envidiadas y relatan sus quehaceres. El ciudadano de a pie se entretiene con eso, se le pasan las horas volando gracias a documentales encubiertos sobre buitres y carroña. Ni el mismísimo Samaniego fabularía así sobre la condición humana.

Y entre tanto, ¿qué hace el intelectual? Lo mismo. Pero con un fino sentido de la estética y a lo grande.

Los lectores saben que la narrativa y la poesía no dejan de ser el ejercicio de poner al descubierto la intimidad, algo manifiesto explícitamente en joyas de la historia de la literatura como las escenas escatológicas de El Quijote o los conflictos sentimentales de las obras de Shakespeare. El gusto por lo visceral es un hábito extendido y se distingue en los grados de elegancia en los que se consume; grados que distinguen el elitismo de los gourmets de mierda (de morbo y suciedad).

El escritor sabe que sus conflictos personales son auténticas vorágines frente a la superficialidad de la cotidianeidad y que, por tanto, la prensa rosa más grotesca sólo muestra pequeñas travesuras en comparación con la enrevesada psicología del artista. En definitiva, mientras que cuando un obrero ve una mujer bonita, le silba y, con un poco de ingenio (poco), consigue arrancarle un beso y presumir ante sus amigos, el intelectual o artista la seduce, la lleva a la cama, la deja encinta, la abandona, consigue que la desgraciada muchacha se suicide y logra pergeñar un poema que puede que sus bastardos estudien en un futuro. Que nadie se engañe, hay más maldad y contaminación moral en la narrativa que en la prensa rosa. Se trata de maldad estética, perfilada, sí. Pero malicia y morbo, al fin y al cabo.

 

Así las cosas, interpretar la historia del enfrentamiento intelectuales-pueblo dice lo siguiente: 1) Que el pueblo es tremendamente condescendiente con la oligarquía y, salvo que le quiten el pan de la boca y los rudimentarios entretenimientos lenitivos, no hay razón para protestar. Ya se sabe: más circo y más pan. 2) Que por naturaleza la vida se plantea desde los valores personales (intelectuales incluidos) y se desea que los demás sean como uno es. 3) Que los divertimentos del pueblo son chiquilladas en comparación con lo magno de las pasiones artísticas, que suelen ser la canalización de conflictos intratables para estudiosos de la mente.