Editorial
Sobre invitados de honor
y esclavos intelectuales

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Después de viajar a Bolivia con gastos a cuenta del Estado venezolano, la delegación de nuestro país en la XI Feria Internacional del Libro de La Paz, que debía participar allí en representación de todos los escritores venezolanos y en calidad de invitado de honor, decidió dar al traste con la distinción en aras de una dudosa cuestión ideológica. Un episodio que debe ser analizado más allá de la anécdota, pues podría ser la evidencia de un movimiento subyacente cuyo resultado último será la aniquilación de la libertad de creación en Venezuela.

La mencionada delegación estuvo encabezada por los funcionarios Ramón Medero, presidente del Centro Nacional del Libro de Venezuela (Cenal), Agustín Velasco, presidente de la Fundación Kuai Mare, el escritor Luis Britto García y el agregado cultural de Venezuela en Bolivia, José Bracho. Tras una sorpresiva rueda de prensa en la que anunciaron su decisión, emitieron un comunicado en el que expresan su desacuerdo con que la feria sirva como una vitrina para la difusión comercial de títulos de los países participantes.

No entraremos a analizar, por pueril y absurda, la inaceptable tesis que plantea el comunicado en relación con que “escribir y leer son esencialmente prácticas socialistas”. No dejaremos sin embargo de aclarar que para nosotros estas son dos de las actividades que nos definen como seres humanos, una perspectiva que va más allá de cualquier realidad política. Pero pasaremos a otros aspectos de fondo que traslucen de esta situación.

Si bien estamos de acuerdo en que, tal como lo expresa el comunicado, “el libro no es una simple mercancía” y es, “ante todo, un bien cultural y un medio de comunicación”, consideramos desacertado que tales certezas sean llevadas a la realidad por la vía simplísima de regalar libros. En lugar de ello, un Estado ideal debería emprender sus mejores esfuerzos en materia de difusión cultural atacando el problema desde dos frentes básicos.

El primero de ellos consistiría en propiciar, en un ambiente de desarrollo social, medidas que faciliten el acceso del ciudadano a los contenidos que él elija, y no a los que determine paternalmente un Estado que, en este sentido, actúa más bien como el representante de una élite partidista, como una gran agencia publicitaria de facto que sólo promueve la parte de realidad que le es conveniente. La creación en la provincia de centros culturales de calidad, el apoyo efectivo a las iniciativas originadas en el seno de las comunidades, la dotación de las bibliotecas con material vigente, son algunas medidas que contribuirían exitosamente en la formación del ciudadano.

El otro sería una consecuencia directa del primero: desarrollar una industria cultural sobre la base de unos francos costos de producción, en los que no intervenga la especulación económica que sufrimos en la actualidad, y que permita a los creadores acceder a la utopía de vivir de su trabajo intelectual. Eso sí que sería un logro.

En este último punto, por cierto, debe incluirse el costo que en dinero y tiempo representa la cantidad de trabas burocráticas que el Estado venezolano presenta ante cualquier ciudadano que tenga una idea y quiera llevarla a la práctica, desde la conformación de una agrupación cultural hasta el simple registro de una obra. Actualmente, todo ciudadano venezolano que publique un libro y por ello necesite hacer los registros correspondientes, deberá pasar por una serie de trámites que incluyen una nada socialista suma por encima de los 200.000 bolívares, como puede verse en la tabla de tarifas del Servicio Autónomo de Propiedad Intelectual (Sapi).

Obviamente, medidas como estas no tendrán sentido en una sociedad enferma que dependa del Estado para desarrollarse: deberían ser parte de un reacomodo estructural en el que todos los ciudadanos tengan el derecho básico a un ingreso suficiente para cubrir sus necesidades materiales y espirituales. Otra utopía, por supuesto.

Es errada la concepción de que para propiciar la difusión cultural los objetos culturales deben ser distribuidos a cuenta del Estado. Un medio cultural desarrollado de esta manera carece de consistencia pues obliga al creador a considerar su trabajo intelectual como un hobby, una actividad secundaria que no puede “robar” tiempo a la actividad que le proporciona dinero para vivir. La sociedad debe estar preparada para entender que el trabajo intelectual, al igual que el que desarrollan los profesionales en otras áreas, es un medio de sustento y como tal debe remunerarse con justicia.

Es muy probable que los funcionarios venezolanos que desairaron a la FIL de Bolivia representen una concepción general más errada aun y, también, más perversa: el creador no tendrá que robarle tiempo a nada, y podrá dedicarse por entero a su actividad, porque el Estado le proporcionará recursos directos. Ni más ni menos, un artista que recibirá un sueldo de un Estado orwelliano, al cual no podrá contrariar cuando se lo indique su conciencia, so pena de morirse de hambre. Un artista cuya relación con el Estado lo ubicará al nivel de esclavo intelectual, pues ni siquiera disfrutará del derecho laboral a reunirse en sindicatos u organizar huelgas para reclamar sus derechos. Dicho de otra manera: un sistema que obliga a sus intelectuales a recibir un sueldo del Estado es un sistema en el que, por definición, no existen el derecho a oponerse ni la libertad de creación.