Letras
Dos relatos

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La bolsa

Y ahí está el señor otra vez, hace varios días que se lo ve en la esquina. Es joven pero no parece, será por el peso que lleva, esa bolsa debe pesar unos 60 kilos o más. Se nota que no puede deshacerse de ella, está un poco fastidiado por tener que cargarla pero es evidente que tiene una obligación con tan precario equipaje.

Mientras el señor espera el tren que nunca llega, saca de su bolsillo un libro pequeño, para distraerse un poco supongo, pero no consigue avanzar demasiado en esa lectura, pues la bolsa le reclama su atención. Es increíble pero no se conforma con estar ahí, agregada al cuadro de la tarde, sino que además quiere la completa dedicación del pobre señor. Entonces él guarda su librito y se inclina sobre ella, asegurándose que está bien cerrada, acomodándola contra la pared; en fin, haciendo nada para callar el quejido de la pobre arpillera.

Aquí, en la oficina, todos se han dado cuenta del triste panorama, la mayoría se burla de la situación; a otros nos da mucha pena; están los que dicen: “se lo merece por idiota”, y hasta los mas cínicos que sostienen: “no está tan mal la bolsa” para luego estallar en carcajadas. Finalmente el silencio de la compasión se impone y sólo se escuchan los dedos en los teclados como la lluvia de diciembre. De vez en cuando una mirada hacia la ventana para confirmar que nada se ha movido y la bolsa menos que nada. De pronto el plano se altera considerablemente, las manos dejan de bailar sobre los teclados y los ojos se abren desmesurados para comprender el nuevo punto de fuga. Una señorita de altas torres se detuvo frente al señor, parece que le consultara algo, él está decididamente trastornado por la presencia exuberante de la joven. Hablan amistosamente aunque los ojos de él han sobrepasado ese plano, sobre todo porque los pechos de ella se ofrecen espléndidos a la vista del mundo. Él saca su librito del bolsillo y ella hace lo propio. En la oficina nos miramos azorados, nadie se atreve a emitir juicio. Él se dispone a leer algo y ella lo escucha con mucha atención mientras acaricia sus manos. Casi podría decirse que estamos contentos, parece que el señor ha encontrado con quien compartir su librito y hasta puede ocurrir que su suerte cambie y llegue el tren... Pero no, en lo mejor de todo, en el momento en el que él iba a decirle a la señorita “quiero dormirme para siempre en sus pechos”, en ese preciso instante en que ella iba a decirle “quiero abrazarme a sus piernas por el resto de mi vida”, en el justo momento en que se besarían y empezaría a sonar la campana anunciando la llegada del tren, justo, justo en ese segundo atrapado en un barato reloj; la bolsa, la maldita bolsa cae al suelo en un estrépito rasgando todo el cuadro, rompiendo el lienzo, aguando los óleos, desparramando su mugre y llenando de culpa al pobre señor. Él deja caer el libro que es arrastrado por el viento, la campana deja de sonar, la señorita se va para siempre, nosotros encendemos el mismo cigarro con ganas de llorar y la bolsa comienza a existir nuevamente bajo las pequeñas manos del señor más triste de todos.

 

La mujer de mi vida

Ayúdeme, doctor, ya no puedo más, ni un segundo más. Déme algo, necesito detenerme, paralizarme como tantas veces, quedarme al borde de la calle, bajo techo, a cubierto. Tengo una vida que se me cae a pedazos, ayúdeme, doctor. ¿Esto es el comienzo de la locura? Dígame qué tengo que hacer, tengo una mujer, dos hijos, un trabajo exitoso... Dios mío... estoy a punto de terminar con todo, por nada, por una pesadilla. Nunca pierdo el control, hice todo bien, ¿entiende eso, doctor? Hice todo bien, durante veinte años, no tuve errores y cuando pensaba que estaba todo completo, ese perfume me llenó, me arruinó; está acabando conmigo doctor, haga algo. Caí en la trampa, era la primera vez que le decía algo a una mujer que no era mi mujer. Una cosa de nada, al pasar, se supone que no tendría consecuencias, era sólo para mostrarme que podían verme, que no me había vuelto invisible a fuerza de deber y obligación. Estaba en ese café de siempre, tomando lo de siempre, con la misma gente, pero hubo un error, ella no estaba en los planes de esa tarde. Yo tenía una vida, doctor, y ella terminó con todo. Tiene magia, ¿puede entender eso? ¿Usted estudió acerca de eso? Desde ese momento todo empezó a suceder en cámara lenta, el tiempo se detuvo y ya no hubo lugar para mis pensamientos. Estoy perdido sin ellos. No acudían las palabras, se me abría la piel, me florecía el cuerpo. No sé cómo hice eso, doctor. Le mandé un mensaje. No era yo, se lo juro, no era yo, eran mis manos, mis dedos que prescindían de mí, de toda mi historia. Llamé al mozo y le entregué el papel, me sequé completamente durante esos veinte pasos de una mesa a otra, me arrepentí al instante, empecé a rezar, que ocurriera un milagro, que no supiera español, que las letras se borraran, que Dios me libre y me guarde de la tentación. Pero no, nadie acudió en mi ayuda, ella abrió el papel y sonrió. ¡Dios mío, qué hice! Era una grosería, doctor, lo que le puse en el papel, una vulgaridad que me salió no sé de dónde. Ella debería haberme golpeado, tendría que haber reaccionado mal, era horrible lo que le puse, alguien escribió eso en mi lugar, ¿entiende, doctor? Ella se levantó y vino hacia mí. Si la hubiera visto caminar, no era de este mundo. No llevaba nada bajo el vestido blanco, eso lo supe después, veinte minutos después. Me encerró con sus interminables brazos y me dijo “claro que quiero”. A partir de ahí todo fue un derrumbe, ya no podía detenerme; me sentía ebrio, me faltaba el aire, ya no estaba al mando de mi vida, ya no existía mi vida. No sé qué pasó en la calle, sólo sentía la lluvia en mi cara y calambres en todo mi cuerpo. Nunca me pasó eso, doctor, nunca antes había sentido mi cuerpo en su totalidad. Creo que no me había dado cuenta de que tenía uno. Era un cuarto como tantos, pero inmediatamente se llenó de olor a jazmines, ya no puedo deshacerme de ese olor, doctor, no viene de afuera, me sale de las entrañas, estoy muriéndome sin ella. No dijo una sola palabra, me deshojó por completo, abrió todas mis puertas, me llenó de sal. Ya perdí la calma para siempre, no tengo remedio, ¿verdad? Me dejó un mensaje en el mismo papel que yo le mandé: “te encontraré en el sueño, entre los jazmines”. Hace dos semanas que la busco, estoy desesperado. Ya no entreno, no como, tomo pastillas para dormir, voy al café mil veces a preguntar si alguien la vio. Fueron cuarenta minutos, doctor, mi vida entera fueron cuarenta minutos.