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La muerte llega a caballo

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Lo recuerdo perfectamente. Le atravesaba la cara una cicatriz vengativa, como una curvatura cenizosa que de un lado quebraba la sien y del otro el malar. De tez blanca, ojos azules y glaciales y piel colorada, infundía más que respeto temor por ese vozarrón que brotaba de una boca inusualmente grande, dibujada por gruesos y repulsivos labios. Peinaba canas, y su mirada incisiva, cruel, nacía de unos ojos no del todo abiertos por párpados enrojecidos. Así como el tono de su cabello, en su cara larga y arrugada resaltaban cejas blancas, pobladas y erizadas, y unos espesos bigotes, caídos y de matiz amarillento. Medía aproximadamente un metro noventa, y andaba siempre con una capa española echada sobre los hombros.

Se decía que había llegado a Sapahaqui prófugo de la justicia argentina que lo buscaba como al criminal más temible de su natal Orán, un departamento de la provincia de Salta. Así, huyendo de la justicia, nadie sabía a ciencia cierta cómo había ido a parar a esas remotas tierras de los valles paceños. Sin profesión ni oficio conocidos, pero con una habilidad pocas veces vista, o quizás nunca en esos parajes de tanta quietud, cargaba sobre la conciencia no pocos asesinatos cuya comisión nadie, en resguardo de su pellejo, había osado denunciar o sancionar. El hombre de la capa, el sanguinario Facundo, había hecho de aquel modesto poblado un verdadero refugio hostigando con su malévolo poder a cuanto lugareño moraba en ese edénico valle encajonado entre dos montañas, cubierto de huertos que producían sabrosas frutas de clima templado: uvas, peras, higos. Las fincas, emplazadas a lo largo del río, y regadas por las aguas, torrentosas a veces por las precipitaciones nacidas en la cabecera del valle, conservaban aún enormes tinajas colocadas por los conquistadores españoles para almacenar los vinos, los licores de peras y los aguardientes baratos destilados de higos.

Facundo, empero, no poseía casa ni propiedad alguna. Cosa rara pues podría haberlas obtenido con el uso fácil de su fuerza bruta. Había tomado en “arriendo” un mísero cuartucho que daba a la única calle del villorrio, al cual no entraba sino para dormir, y donde atesoraba, ufano, panoplias y alfanjes arrebatados de sus víctimas, y por supuesto muchos de ellos fruto de la rapiña. De día, paraba en una típica tienda de pueblo, bebiendo, dormitando o dominando las broncas con su respetable estatura y con su voz de trueno y aguardentosa. Dos veces al año se encerraba en el cuarto con una respetable artillería de alcohol y salía a los cuatro o cinco días como de una sangrienta escaramuza: pálido, tembloroso y aturdido.

Portaba sin disimulo a la izquierda del cinto una gran navaja gaucha y un revólver cuya cacha asomaba al otro lado. De más está decir que ante semejante traza nadie en el pueblo, como ya se ha dicho, se aventuraba a indagar los crímenes que cometía, siempre al amparo propicio de la noche. No era cuento, por tanto, que algún infeliz forastero llegado de La Paz u Oruro apareciera degollado y robado; o a un indio que hiciera un alto en el pueblo cargando a lomo de burro productos de zonas frías, como chuño, tunta, pieles de llama y alpaca, se lo hallara asesinado ni bien sacara a relucir su dinero; o que al día siguiente de una fiesta religiosa algún pueblerino fuera encontrado muerto a tiros o puñaladas.

Todo el mundo callaba...

Pero además el gaucho no operaba solo. Tenía un compañero y cómplice: su único hijo, el “Faca Anselmo”, hombre de unos 35 años, tan borracho, pendenciero y homicida como su padre.

Un día, Anselmo, agitado, llegó al cuarto de su padre:

—¡Padre, traigo una novedad!

—Habla.

—Me ha pasado el dato un indio que ha pernoctado allí que tres leguas abajo del río viven un tal Donato Claros y su mujer. Están solos y tienen una niña de pocos meses.

—¿Tienen plata? —le preguntó Facundo, apurando de un sorbo la copa de aguardiente de membrillo.

—¡Claro, padre! Cultivan tomates, maíz y pepinos que venden en grandes cantidades en las ferias de las cercanías —respondió el “Faca Anselmo” con la codicia delineada en la vidriosidad de los ojos.

—¡Por la puta que los parió, son nuestros! —se alborotó Facundo, dándose una palmada en el muslo—. Monto mi caballo y voy para allá sin pérdida de tiempo. Fingiré ser un viajero que está de paso; ganaré su confianza y les pediré posada por la noche. Tú llegarás un par de horas después y silbarás como sabes. Abriré la puerta de su vivienda y los despacharemos en menos de que cante un gallo. ¿Entendido?

—Sí, padre.

A pesar de su azarosa vida, el gaucho Facundo era veloz con el pensamiento, rápido en la acción. Con sesenta años encima no era nada viejo, pero a simple vista representaba diez más, aniquilado por el alcohol y otros vicios. Con todo, su vida temeraria había forjado en él una voluntad de hierro, por lo que su vigor se mantenía intacto.

De un salto, Facundo estuvo a caballo.

Anochecía ya cuando llegó a la huerta de Donato Claros.

“Flor de huerta”, pensó.

Eran unas dos hectáreas, con varias divisiones para el cultivo de diversas legumbres y granos, y adornadas por árboles frutales. En un lado, frondosas higueras, y sauces exuberantes en el otro, delimitaban aquel vergel.

Atenta al trote del caballo, la mujer salió a su encuentro asomándose a la rústica puerta.

—¡Buenas tardes, mi querida señora! —saludó efusivo el falso viajero.

—Buenas tardes, caballero —respondió la india, tímida y reservada.

—Estoy viajando no muy lejos de aquí a comprar una finca —dijo en tono convincente—, pero no conozco bien el camino. ¿Podrías darme algo de comida y posada por esta noche? Te pagaré...

Donato Claros, que asomaba ya la cabeza por sobre el hombro de su mujer, tosió.

—Está bien, caballero. No tenemos comodidades, pero podemos hacerte un campito no más. Pasá, pues, caballero.

La mujer improvisó una sabrosa cena. Facundo, satisfecho, extraía de su alforja una botella de aguardiente y a intervalos empinaba el codo. A poco, roncaba ruidosamente.

Con una señal de cabeza, Donato llamó a su mujer a la cocina.

—¡Santusa! ¡Pero si este es el gaucho Facundo, el fiero asesino del pueblo!

—¡Ay, por Dios!, —retrocedió asustada la campesina—. ¡El gaucho Facundo! ¿Y ahora qué haremos, pues? —preguntó la mujer presa de un repentino pánico.

—Este malvado ha venido a matarnos, Santusa. Tenemos que hacer algo rápidamente y adelantarnos a su propósito. ¡Lo mataré mientras duerme! Y antes del amanecer llevaré el cadáver río abajo, a un par de leguas. Creerán que murió en un despeñadero o arrastrado por su caballo.

—Estaría bien eso, Donato —aprobó la mujer. Deliberaron por varios minutos, y luego el campesino empuñó sin vacilar un hacha y penetró sigilosamente a la choza. La mecha del rústico quinqué de terracota ardía débilmente. Muy lejos estaría Facundo de soñar que en segundos le había de llegar la hora. Se había tendido vestido sobre el camastro, y respiraba pesadamente con las manos crispadas sobre sus dos armas. El farolillo esparcía su luz mortecina y parpadeante sólo a la cara y al cuerpo del hombre. El resto del cuarto estaba oscuro. Ahí estaban: la penumbra, y Donato con el hacha. Las tinieblas parecían aproximarse lenta, cautelosamente, al criminal, antes de cerrarse definitivamente sobre él y tragarlo en su misterio... Afuera, el silencio absoluto, hondo, flotaba sobre el lejano rumor del río, atrapado de rato en rato, rítmicamente, por el canturreo de los grillos.

Donato se santiguó maquinalmente. El pavor le hacía flaquear las rodillas. Levantó el hacha con ambas manos, cuando... un silbido agudo, extraño, resonó afuera, como a diez pasos de la casucha. El cuerpo del gaucho Facundo, siempre en alerta, se agitó bruscamente. Abrió, grandes, los ojos, trató de incorporarse encogiendo las piernas, pero ya era tarde: la hoja de acero se clavó, fulminante, en el cráneo. El cuerpo se debatió por un momento; las piernas y brazos temblaban en espeluznantes contorsiones mientras, repentinamente, con salvaje impulso, el “Faca Anselmo” entró a la vivienda, y adivinando más que viendo lo ocurrido, descargó los seis plomos de su revólver en el cuerpo de Donato; y en tanto éste se desplomaba saltó ágilmente por la verja trasera para matar también a la india, a quien había visto a tiempo de irrumpir en el cuarto, con su criatura en brazos, desaparecer al instante mismo del crimen.

Durante horas la buscó aplastando y pisoteando matas de tomate, cañas de maíz, plantaciones de pepinos. Arremetió contra el follaje de las higueras. Destrozó todo cuanto pudo trayendo a la memoria a su padre con un hacha clavada en la cabeza formando un surco de sangre desde la frente a la nuca. ¡Cuánto dolor! Lloraba. Su furor iba en aumento con la inutilidad de la búsqueda. Se le agotaron las cerillas, pues tan pronto como las encendía se apagaban por el viento del sur que resoplaba impetuoso bajo un cielo cargado de nubes tan negras como el ala de un cuervo, y rayado de relámpagos que picaban a tormenta. Ciego de ira y lanzando maldiciones, el truhán tiraba piedras al vacío, blasfemando y profiriendo horrendas amenazas. Se detuvo varias veces, aguzando el oído, tratando de escuchar ruidos de la fugitiva. En vano. Saltó, en fin, sobre el caballo, sin siquiera mirar los dos cuerpos ensangrentados y, llevado por algún demonio, enderezó el paso de la bestia hacia una localidad vecina, asiento del juez provincial.

Al mismo poblado había huido, en medio de las tinieblas, la pobre viuda. Allí denunciaría el suceso a las autoridades. Llegó a media mañana. Con la niña dormida a la espalda, atravesó hasta cierta parte la plaza del pueblo y se sentó a descansar en un banco. Jadeaba, el corazón le latía aceleradamente, y en el rostro demudado, los labios resecos y el pelo desgreñado, se alcanzaba a percibir la macabra escena de la que había sido testigo.

Un desconocido se acercó a ella.

—¿Qué tienes? ¿De dónde vienes en tan mal estado? ¿Ha pasado algo? —la interrogó con impaciencia el hombre.

Y sin esperar respuesta le ofreció una empanada de queso y un refresco de mokochinchi.

—Estás muy cansada. Come, bebe esto y después harás las diligencias que, por lo que veo, deben ser apremiantes. La pobre mujer, en su desventura, y velando más que nada por el hambre y la sed de su criatura, inclinó su rostro en señal de agradecimiento. Tomó algo del refresco y luego le dio otro tanto a la niña, y ambas comieron con ansias la empanada de queso.

A los pocos minutos se desplomó del asiento, fulminadas las dos por el veneno. Ya en lontananza, arrebatado por los cascos de su veloz caballo, desaparecía el “Faca Anselmo”.

Nunca más se supo de él.

(De La noche oscura y otros relatos).