Artículos y reportajes
Mario Vargas LlosaCarta de batalla
por una niña mala
A propósito de la novela
Travesuras de la niña mala,
del escritor peruano Mario Vargas Llosa
(Alfaguara, 2006)

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Las cartas de amor, si hay amor, deben ser ridículas.
Fernando Pessoa.

Todos somos huérfanos del pasado. Aprendemos a vivir a la sombra de la memoria, mientras deambulamos por este difuso y ajeno presente, que en realidad es un estado de exilio. Pero algunos no se resignan, y procuran dejar testimonio de su travesía por más corriente que haya sido su existencia, más aun si mediante esos anales también salvamos del olvido las cosas que amamos.

El lector de Travesuras de la niña mala se pregunta en dónde termina el libro de cuentos y empieza la novela. Quizá, en términos formales, lo más logrado de esta novela de Mario Vargas Llosa está en aprovechar lo mejor de los dos géneros, y hacer una solución de líquidos narrativos con apariencia inseparable, que nos hace sentir frente a un universo autosuficiente de 375 páginas.

En la elección del material, y en los criterios organizadores de ese magma creativo de Travesuras de la niña mala, Mario Vargas Llosa parece adoptar los principios fenomenológicos de Husserl, para quien el conocimiento de los fenómenos es absolutamente cierto porque es intuitivo. En ese sentido nada externo a la realidad novelada la afecta. Al momento de ser abordado por la crítica, “el texto queda reducido a ejemplificación o encarnación de la conciencia del autor. Todos sus aspectos estilísticos y semánticos son aprehendidos como partes orgánicas de un total complejo, cuya esencia unificante es la mente del autor”.1

El ser humano siempre ha estado en crisis, y gracias a la búsqueda de salidas para ella se ha desarrollado social y científicamente. Pero nunca como en nuestro tiempo experimentamos el vértigo de caer cuando aún estamos a orillas del abismo. Con esta novela el escritor peruano oficia como un Ovidio desacralizador del amor, explorador de las formas del amor contemporáneo, emociones asentadas en códigos y tráficos vitales colectivos aceptados, que gozan de una intensidad diferente a los referentes tradicionales: inmediatez y simultaneidad afectiva, ausencia de compromisos derivados del vacío y el temor a la muerte. El amor en los tiempos del hedonismo radical, esa doctrina que proclama como fin supremo de la vida la consecución del placer.

Cuánto le hubiera gustado al escritor Juan Carlos Onetti leer estos cuarenta años de amor itinerante entre Ricardo Somocurcio y la niña mala. Ricardo y su feliz vía crucis de gozosos y dolorosos, en su obsesión por poseer a esta inasible mujer que cambia de identidad tan fácilmente como de gafas. Onetti, en desarrollo de la lectura, habría recordado aquella filosa línea rilkeana, que resultaba tan fiel a su noción del mundo: “Lo bello es apenas el comienzo de lo terrible”.

Nuestro narrador hila los ajetreados caminos de su memoria mediante siete capítulos, cada uno de los cuales corresponde a una ciudad diferente que prevalece, y también a una forma particular de sociedad, de vivir y percibir el convulso mundo del siglo XX.

 

Capítulo 1: Las chilenitas

Es posible imaginar a Mario Vargas Llosa releyendo a Los jefes, Los cachorros y La ciudad y los perros, sus libros sobre los días azules de su juventud limeña, para ambientarse temáticamente buscando recobrar un tono, los matices de una voz vinculada al alma de esa época, y de esa manera poder escribir este primer capítulo en que recorremos de nuevo a la festiva Lima, del verano de 1950; de manera especial el barrio Miraflores, cuando descubrimos a la niña mala:

“Ocurrieron cosas extraordinarias en aquel verano de 1950. Cojinoba Lañas le cayó por primera vez a una chica —la pelirroja Seminauel— y ésta, ante la sorpresa de todo Miraflores, le dijo que sí. Cojinoba se olvidó de su cojera y andaba desde entonces por las calles sacando pecho como un Charles Atlas”.2

En este primer capítulo asistimos a la idealización de un mundo, a la fundación de los mitos íntimos y los horizontes vitales de Ricardo Somocurcio, así como de su generación.

“Desde que tenía uso de razón soñaba con vivir en París. Probablemente fue culpa de mi papá, de esos libros de Paul Féval, Julio Verne, Alejandro Dumas y tantos otros que me hizo leer antes de matarse en el accidente que me dejó huérfano” (p. 15).

“...Se rió de buena gana cuando me preguntó por mis ‘planes a largo plazo’ y le respondí: ‘morirme de viejo en París’ ” (p. 41).

Este ámbito inaugural del primer capítulo configura un personaje que vive en presente, como los animales, en ese estado inocente, edénico, propio de la infancia y de una adolescencia en la que aún el peso de la existencia no se hace sentir del todo: valses, polcas, mambos y huarachas. Esa dimensión del tiempo que en la memoria de quienes la vivieron seguirá estando “más allá del mundo y de la vida” (p. 10), un estado mental gregario de, casi, absoluta confianza en el mundo. El narrador-protagonista revive su entrega panteísta:

“Aquel fue un verano fabuloso. Vino Pérez Prado con su orquesta de doce profesores a animar los bailes de carnavales del Club Terrazas de Miraflores y del Lawn Tenis de Lima, se organizó un campeonato nacional de mambo en la Plaza de Acho que fue un gran éxito pese a la amenaza del cardenal Juan Gualberto Guevara, arzobispo de Lima, de excomulgar a todas las parejas participantes” (p. 9).

Un estado de entusiasmo (arrobamiento) generacional que surge porque quienes lo viven aún no son sujetos de la Historia social de su comunidad. Sólo son protagonistas de su historia personal. Aún están al margen de esa Historia que, tarde o temprano, les impondrá pragmatismos, roles y obligaciones, originados en esas estructuras sociales que, en muchas de sus novelas, han sido objeto de representación, crítica y denuncia por parte de Vargas Llosa. Tal vez el autor, consciente de ese idilio mental que se vive con el mundo a esa edad, no introduce (como sí lo hace en el resto de la novela) las referencias a las transformaciones sociales y políticas de su país y del mundo.

El tono memorioso de primera persona, su razón de ser, será comprendido cabalmente cuando lleguemos a la última página de la novela, cuando las palabras de la niña mala crearán un efecto de eterno retorno, que dará sentido al carácter autobiográfico de la novela. Ese parlamento final de la niña mala, aportará a la novela un efecto de verosimilitud interna, dando piso a la forma que se adoptó para contar esta historia de amor en tiempos globales:

“Ahora que te vas a quedar solito, puedes aprovechar, así no me extrañarás tanto. Por lo menos, confiesa que te he dado tema para una novela. ¿No, niño bueno?” (p. 375).

El narrador comercia la realidad con voces y perspectivas. En Travesuras de la niña mala no se reproduce una subjetividad particular, aunque el hilo conductor sea una voz en primera persona (aire de sinceridad que despierta empatía); nos topamos en algunos momentos con ese narrador tribal de Los cachorros (relatos, 1967), que vincula sus propias experiencias con las de su generación:

“Hubo tal recomposición sentimental en el barrio que andábamos aturdidos” (p. 9).

La novela logra contagiar al lector de una nostalgia por un mundo no vivido, pero que tiene simbologías comunes con ese mundo que sí se vivió. Vargas Llosa sabe que las experiencias humanas giran en torno a paradigmas universales, vivencias trascendentales que se percibirán de una manera distinta, influenciadas y matizadas por ambientes y circunstancias variables, pero vividas con el mismo ardor en diferentes rincones del mundo.

 

Capítulo 2: El guerrillero.

El París mítico, sartriano, de la primera mitad de los años sesenta. Reaparece la niña mala, o más bien reencarna en vida. En este capítulo parecemos reencontrarnos, en el personaje de Paúl Escobar, con aquel entrañable Alejandro Mayta de otra novela de Vargas Llosa: Historia de Mayta, que ha sido objeto de una disección formal y funcional por parte de María Elvira Luna Escudero-Alie, que nos parece relevante traer a colación, pues responde a todas las características que también hallamos en la vida de Paúl Escobar. La investigadora nos ilustra:

“Según La Poética de Aristóteles, hay cuatro elementos a tener en cuenta para que un personaje sea considerado trágico: 1) Que sea moralmente bueno, 2) Que sea ‘adecuado’, es decir correcto, justo, consecuente, 3) Que ame la naturaleza humana, y 4) Que sea consistente. Alejandro Mayta, de acuerdo con estos postulados, es un personaje trágico porque sus acciones, aunque profundamente erradas, están motivadas por ideales de igualdad y justicia; es entonces, un hombre bueno moralmente porque tiene buenas intenciones e intenta construir un mundo mejor para todos. Mayta también cumple con el segundo requisito de ser ‘adecuado’ pues es justo, correcto y consecuente, en el sentido de que no desea engañar a nadie, y menos a sí mismo; su corrección llega al extremo de obligarlo a cambiar de partido político al menor escollo o viso de traición a sus ideales y sistema de valores. Con respecto al tercer requisito, el de amar a la naturaleza humana, sin duda podemos decir sin vacilar que Mayta también llena esta condición, pues todo lo que hizo en la vida, fue con el propósito explícito y exclusivo de mejorar la condición humana. El cuarto requisito, el de ser consistente, también es una de las características resaltantes de Mayta; él fue en todo momento consistente consigo mismo, fiel a sus creencias, a su sistema personal de valores que intentó enmarcar en un contexto mayor, más representativo, sin lograrlo. La coherencia de Mayta, su radicalismo y su afanosa búsqueda de la utopía perfecta, no le permitieron nunca mantenerse por mucho tiempo en un partido político; al menor indicio de traición a los ideales revolucionarios, Mayta se apartaba del partido, o era apartado de él. Siempre fue un ser de las sombras, de los márgenes; un verdadero marginal”.3

El personaje de Paúl Escobar (personaje real, históricamente hablando, que hizo parte de las danzas incaicas en las que también bailó Vargas Llosa, cuando joven, como nos muestra una foto de entonces) encarna toda esa generación de jóvenes rebeldes latinoamericanos, creyentes en una salida revolucionaria armada frente a las injusticias sociales de sus países. Algunos lectores radicales esperarían una crítica fiera por parte de Vargas Llosa en voz del narrador, o sirviéndose de algún personaje incidental, conociendo la posición ideológica del escritor; por el contrario descubrimos un tono de lamento, que nos conmueve, por las pérdidas humanas de esa generación, que fueron muchas y significativas en toda Latinoamérica. En el caso colombiano, recordamos inevitablemente la experiencia del cura guerrillero Camilo Torres, tan semejante a la suerte de Paúl Escobar, el revolucionario peruano.

 

Capítulo 3: Retratista de caballos en el swinging London.

El Londres psicodélico del “Peace and Love”, segunda mitad de los sesenta. Invitación a revalorar históricamente la experiencia de la rebelión pacífica del hippismo y su revolución de las costumbres desde el pacifismo. El peruano Juan Barreto, retratista de caballos. En este personaje Vargas Llosa parece personificar la picaresca latinoamericana en la vieja Europa. Este período representará, en palabras de la niña mala: “esa muerte lenta rodeada de caballos” (p. 177).

 

Capítulo 4: El trujimán de Chateau Meguru.

Tokio, años ochenta. Las caras ocultas del amor, la relación de la niña mala y el enigmático Fukuda: el ventrílocuo sexual. El sadomasoquismo como una expresión atentatoria de la dignidad humana, pero igualmente una elección individual legítima. Conocemos ese memorable sefardí que es Salomón Toledano, practicante, al igual que Ricardo Somocurcio, de esa “profesión de fantasmas” como bautiza Toledano a los intérpretes-traductores de idiomas. Toledano se hace una pregunta que nos recuerda a Juan Carlos Onetti; en realidad parece un homenaje velado al escritor uruguayo, tan celebrado por Vargas Llosa: “¿Qué huellas dejaremos de nuestro paso por esta perrera?” (p. 152).

 

Capítulo 5: El niño sin voz.

De nuevo París, la disolución de la Unión Soviética. El paraíso de la amistad con los Gravoski: Elena, Simón y Yilal. Una amistad a la peruana, a la latinoamericana, sin indiferencias, como sólo se puede entender en esta parte del mundo. Confidentes y testigos de la pasión de Ricardo por la niña mala.

 

Capítulo 6: Arquímedes, constructor de rompeolas.

Un personaje con implicaciones dramáticas sorpresivas. Un naipe inesperado en la baraja de la trama narrativa, por medio del cual conocemos los estímulos sociales, las motivaciones psicológicas de un personaje que sólo descubrirán aquellos que lean la novela.

Arquímedes es, para Vargas Llosa, la oportunidad de recordarnos la existencia de esos hechos y situaciones de la realidad, que nos causan extrañeza por ser inexplicables. Arquímedes es un reflejo de ese “realismo mágico” que hace parte de una zona reconocible de su novelística. El peruano siempre ha sentido respeto por los saberes y tradiciones ancestrales, siempre y cuando no condenen a los pueblos a la inmovilidad histórica y atenten contra la libertad individual (recordemos su novela El Hablador).

El misticismo, la magia, o como quiera denominarse, que surge de esa relación ancestral, irrompible, entre el ser humano y la naturaleza. Arkímedes responde a las preguntas que la ciencia y la tecnología no pueden plantearse, porque son de otra naturaleza, exigen ese conocimiento intuitivo y pedestre que tal vez es una resonancia, un reflejo antiguo de nuestro origen, en esa zona espiritual heredada de cientos de generaciones y su relación con el universo del que somos parte. El azar, esa respuesta sin pregunta, tan presente en la vida de todo ser humano, aparece como un estimulador de situaciones en diferentes circunstancias de esta novela:

“Por una de esas extrañas conjugaciones que trama el azar, resulté, en los años finales de los sesenta, pasando muchas temporadas en Inglaterra y viviendo en el corazón mismo de swinging London: en Earl’s Court” (p. 94).

 

Capítulo 7: Marcella en Lavapiés.

El Madrid de la movida en los ochenta y el barrio Lavapiés. El amor a pesar de la indignación y el amor propio, la fidelidad a las viejas pasiones: ¿quién no aprende a amar sus viejas costumbres? Poniendo nuestras palabras en la voz de Salomón Toledano, sobre la pasión por la niña mala, nos atrevemos a decir: “No es culpa de la niña mala si la sigues queriendo, Ricardo, es culpa tuya. Ella es una vocación y un destino”.

 

“Travesuras de la niña mala”, de Mario Vargas LlosaHay en los capítulos de la novela una alternancia que no riñe con su unidad, capítulos que sirven de contrapeso entre los asuntos de fondo. El autor, preocupado por el lector en su naturaleza más “masiva”, es incluyente, respeta el pacto con este que ha tenido la literatura desde siempre, y es que la historia nunca debe caer en lo tedioso.

De La ciudad y los perros, Conversación en la catedral y La casa verde, recordamos la fantástica demostración artesanal de cambios de voces con vasos comunicantes insospechados, la alteración del tiempo y su aparente linealidad, los datos escondidos que nos revelan sorpresas, la yuxtaposición psicológica de ambientes. Todo para involucrar de manera activa al lector y generar una reacción psicológica, producto de una experiencia real en lo leído que repercuta en su conciencia del mundo.

Ese contrapunto entre los capítulos nos recuerda la forma adoptada por Vargas Llosa para El pez en el agua (memorias, 1993); naturalmente estableciendo las diferencias de bulto entre el género de memorias de aquel y la concepción novelesca de la obra que nos ocupa. Digamos lo obvio: cada género exige una actitud narrativa acorde con las intenciones del texto. En esta ocasión hay una integración más sutil entre lo real histórico y lo real ficticio, generando una ambigüedad que contribuye a uno de los aspectos que a Vargas Llosa siempre le ha preocupado, como escritor y analista literario: el poder de persuasión, que permite que sea verdad eso de que: existen otros mundos, pero están en éste:

“Para dotar a una novela de poder de persuasión es preciso contar su historia de modo que aproveche al máximo las vivencias implícitas en su anécdota y personajes y consiga transmitir al lector una ilusión de su autonomía respecto del mundo real en que se halla quien la lee”.4

En relación con este aspecto, es curioso que Vargas Llosa apele en un momento de la novela a justificar sus propias decisiones creativas, persuadiendo de manera directa, que es la forma más riesgosa de buscar credibilidad en el lector, y sin embargo lo logra mediante una sola idea:

“¿Era posible semejante coincidencia? Sí, lo era. Ahora no me cabía la menor duda” (p. 318).

El autor peruano perfila algunos personajes con cruzadas individuales apasionantes. Criaturas verbales que no tienen nada de secundarios: Paúl Escobar, Ataúlfo Lamiel, quien es tío de Ricardo, y en cuya voz descubrimos cómo la poesía está siempre presente en las obras de Vargas Llosa:

“Tomaba pastillas para la presión y la dentadura postiza debía incomodarle pues todo el tiempo estaba moviendo la boca como si quisiera encajarla mejor en sus encías. Pero se le veía encantado de conocer por fin París, un viejo anhelo. Miraba las calles, los muelles del Sena y las viejas piedras arrobado, repitiendo entre dientes: ‘Todo es más bello que en las fotos’ ” (p. 159).

Juan Barreto, Salomón Toledano, Fukuda, los Gravoski: Elena, Simón, y el enigmático Yilal, también Arkímedes; son personajes de relatos o cuentos que podrían ser autónomos, pero cumplen una función distensionante dentro de la trayectoria novelística. Es a través de estos cuentos, de estas ramas, que llegamos al tronco novelístico; y en la densidad de su follaje nos perdemos. No son ellos convidados de piedra del decorado narrativo, o excusas para reconstruir un periodo histórico a través de sus vicisitudes, o, simplemente, sirven para avivar la curiosidad por la suerte del amor entre el niño bueno de Ricardo y la niña mala.

Quizá el mejor ejemplo de la autonomía de estos personajes sea Salomón Toledano, de quien recordamos su humor: “¡Qué terrible haber malgastado tantos años, dinero y espermatozoides en amoríos mercenarios!” (p. 163). Sus periplos vitales causan expectativas, tiene una consistencia de carácter que lo mantiene en igualdad de condiciones con respecto a los personajes del hilo principal; oxigenando la narración, evitando que ésta caiga en lo monotemático y reiterativo.

La fuerza de identidad de estos personajes posee la persuasión suficiente para hacernos olvidar, por algunos momentos, el epicentro trágico de la obra. Da la impresión de que Vargas Llosa nos dijera: la historia de amor de estos dos está teniendo efecto; pero el mundo a su alrededor sigue andando.

El erotismo presente en la novela, como en la vida misma, es un componente que aporta instantes debidamente calculados, que contribuyen a estrechar la distancia con el lector, llevándolo a un plano intimista de complicidad, de voyeurismo:

“No me apartaba los labios cuando yo se los buscaba; pero no hacía el menor movimiento de respuesta, se dejaba besar con indiferencia, y, por supuesto, nunca abría la boca para que yo pudiera sorber su saliva. También su cuerpo parecía un témpano cuando mis manos le acariciaban la cintura, los hombros, y se detenían en los duros pechitos de botones erectos” (p. 36).

Sobre los personajes centrales de la novela, hacemos algunas consideraciones. Ricardo Somocurcio sabe del fuego con el que juega: ¿su interés por la niña mala hubiera sido igual, si ella hubiera aparecido en su vida sin la máscara de chilenita, es decir, como una peruanita más?, ¿hasta qué punto ella es responsable de despertar la pasión que por ella siente Ricardo?, ¿ha dado pie largo para que ocurra ese encantamiento? Borgianamente hablando, cada quien inventa sus dioses, pero el amor es una religión cuyo dios es falible; doloroso aprendizaje de nuestro políglota héroe.

¿Qué tanto hay en Ricardo del Alberto poeta de La ciudad y los perros? El espíritu originalmente inquieto e inconforme del ser humano, domesticado por las convenciones sociales, por su acomodo a las estructuras burguesas, parece representado en la figura de Ricardo Somocurcio. Pero hay un grado de complejidad en los personajes de Vargas Llosa, que nos impide caer en maniqueísmos. Es así como reconocemos en Ricardo una rebeldía particular, una sublevación íntima, la rebelión de ser fiel a una pasión que va en contra del sentido común y hasta del amor propio: “¡imbécil!” se llamará a sí mismo incontables veces.

En vez de entregarse a una relación amorosa rutinaria, previsible y anodina, Ricardo goza y padece su propia orgía perpetua, su utopía particular: la niña mala. Él insiste en serle fiel a ella, que tiene las peores credenciales para ser objeto de semejante culto, pero en realidad está siendo fiel a sí mismo. No sólo le atrae ella, sino lo que ella representa: la aventura constante, el vértigo de la incertidumbre; una elección vital incapaz de imaginarse para sí mismo, y que vive gracias a ella. La niña mala aparece cada cierto tiempo para socavar las bases de su existencia (el aprendizaje del ruso no sacia la sed del alma), pero regresa a su vez para recordarle que hay otras formas de vida posible. Lo dice Simón, el belga triste, vecino y amigo de Ricardo:

“¿Ustedes se han dado cuenta lo mediocres que son nuestras vidas comparadas con la de ella?” (p. 238).

La niña mala es más que un alias, o el lenguaje figurado y humorístico de una personalidad. Responde a un santo y seña personal significativo para el doliente de sus amores, Ricardo. Ese apelativo nos recuerda al usado por Oliveira para bautizar desde su mirada al objeto de su amor: La Maga; en Rayuela, de Julio Cortázar.

La niña mala es: fría, egoísta, mezquina, envidiosa, camaleónica, pero sobre todo: ingrata. Todo eso sin despeinarse. Pero es también un espíritu combativo, inconforme, que no está de acuerdo con cierto destino natural al que pareciera ser dirigida por las circunstancias. Ella quiere afirmar su identidad, no asumirá esa actitud contemplativa, de aquellos que siguen el rumbo de la corriente que se los traga en su curso. Inconscientemente, es una militante activa de la indignación frente a proyectos de vida intolerables para el espíritu humano. Es allí donde recordamos otro referente, la Urania Cabral de La fiesta del Chivo, otro personaje femenino memorable que cobra vida gracias a las ardides de Vargas Llosa.

La niña mala rompe las resistencias de esa sociedad, que sigue siendo la misma de Madame Bovary, ejerciendo su función amedrentadora, donde la pasión humana es castrada. Nuestra heroína tiene una existencia auténtica que no deja de ser muchas veces inmoral y antisocial:

“—Para conseguir lo que se quiere, todo vale —me repuso en el acto, muy resuelta” (p. 33).

Muchos escritores escriben para vivir mediante sus ficciones todas las vidas posibles. Mario Vargas Llosa traslada al personaje de la niña mala esa aspiración, que en el caso de ella es sobre todo un recurso de salvación ante el efecto de sus “travesuras”; una necesidad que convierte a su vida en una sucesión de máscaras de supervivencia: la chilenita, la camarada Arlette, madame Robert Arnoux, Mrs. Richardson, Kuriko. Como lectores imaginamos una introspección de esta criatura verbal: “Cuántas muertes tendré que vivir para poder olvidarme que sólo soy una muchacha llamada Otilia”. Pero la niña mala jamás diría eso en un soliloquio, porque sería la variante de una huachafería, ese peruanismo referente a los galanteos, los piropos de cortejo que se le dicen a la mujer.

Ella es objeto de amor, y el amor es eso, un fuego que regocija en noches invernales, pero se nos olvida que también puede quemar. Una emoción humana contradictoria, que no responde a ninguna lógica, aunque es sabido que algunas conductas despiertan o avivan otras; la indiferencia, por ejemplo. El amor no es un negocio de reciprocidades, en él siempre está en juego la posibilidad de los desencuentros e incomprensiones, pero también la felicidad.

La novela ejerce entonces su papel crítico con respecto a la tradicional mitología amorosa, un conjunto de hábitos y usos heredados que fueron convirtiéndose en una restricción a la espontaneidad. La novela rescata, para honor de la niña mala, el sagrado derecho de la libertad individual. La voluntad de no ceder a los chantajes emocionales producto de la sublimación a un sentimiento fundado —entre otras muchas cosas— en la huachafería, que por momentos convierte a Ricardo Somocurcio en una especie de joven Werther (con intento de suicidio incluido).

Entretanto la niña mala, por algunos momentos, gracias a la idealización de Ricardo, y la conciencia por parte de Vargas Llosa de un lenguaje consecuente con la intimidad mental del personaje, parece entrar a ser parte de la misma estirpe de la Lolita, de Nabokov; y recordarnos la consigna de Fernando Pessoa, de que las cartas de amor, si hay amor, deben ser ridículas. Leamos esta confesión de Ricardo Somocurcio, tan afín al tono usado por Humbert Humbert, el personaje de Nabokov:

“Porque ella era la mujercita más delicada y más bella de la creación: mi reina, mi princesita, mi torturadora, mi mentirosita, mi japonesita, mi único amor” (p. 179).

“Tenía la cara más fresca y más joven que la víspera. Una adolescente de cuarenta y pico años. Me bastó verla para que se me disipara la desazón. Ella misma me alcanzó los labios para que la besara, cosa que no solía hacer, siempre era yo el que le buscaba la boca” (p. 184).

Nosotros también tuvimos nuestra educación sentimental, parece decirnos Vargas Llosa, quien en su novela hace exaltación artística del melodrama, de la huachafería. Realza la presencia innegable de una tradición de cursilería en la identidad social latinoamericana; en realidad un valor común a muchas culturas. Vargas Llosa sabe que las radionovelas y telenovelas han congregado más a las naciones que las banderas e himnos marciales impuestos por el oficialismo. El melodrama, esa subcultura apasionada, que durante décadas ha impuesto y devaluado muchos valores en nuestra sociedad.

Finalmente, para este lector, Travesuras de la niña mala tienen un parentesco balzaciano con Mi siglo, novela del alemán Günter Grass, en cuanto a la aspiración por parte de ambos escritores de servirse de la novela para exponer un panorama, o gran fresco de la tragicomedia humana en la historia del siglo XX. Pero el autor alemán apela a una apuesta formal más fragmentaria en su presentación, a elementos combinados de forma “más experimental”; y, por supuesto, es el reflejo de otra sensibilidad.

Ojalá en un futuro estas Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa, junto a El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, hagan parte de una colección de novelas mediante las cuales se pretenda exponer conjuntamente, gracias a su mirada trascendente sobre lo real, una historia colectiva de la educación sentimental latinoamericana, de la que seguramente harán parte La traición de Rita Haiworth, de Manuel Puig, Rayuela, de Julio Cortázar, las crónicas de Carlos Monsiváis, varias páginas de la obra de Guillermo Cabrera Infante, Tomás Eloy Martínez, Sergio Ramírez, Guillermo Arriaga, así como muchos cuentos del brasileño Rubem Fonseca; entre otros títulos.

La repercusión en nuestro espíritu que deja Travesuras de la niña mala es la de haber vivido una experiencia integral. Sensación del lector de haber vivido otra vida a la par de los protagonistas. Testigos de un hombre que pierde su “dignidad” para vivir un amor que enriquece su patética vida. Estas páginas son una invitación a buscar la salvación entre nosotros, con la fe en un humanismo renovado, fundado en esa otra divina trinidad de la que tanto se ha abusado por los poderes de turno: igualdad, libertad, y fraternidad. Un segundo Renacimiento que tenga a la justicia y el amor entre los seres humanos como principio y fin; así como cuestionar la tiranía de las convenciones, prejuicios y mentiras en que se funda la vida social.

Luego de lo fundamental, nos queda una inquietud extraliteraria, que carece de importancia real, salvo para el propio Vargas Llosa. Una curiosidad compartida, tal vez, por algunos lectores fieles, que se despierta cuando leemos la críptica dedicatoria de la novela: “A X, en memoria de los tiempos heroicos”, una intriga azuzada, seguramente sin premeditación, en una entrevista reciente al escritor peruano:

“—Se especula que uno de sus modelos para Ricardo Somocurcio (personaje de Travesuras de la niña mala) fue el escritor Luis Loayza. ¿Es verdad?

—(M. Vargas Llosa, ríe a carcajadas): Luis Loayza es un gran amigo de infancia, pero de ninguna manera ha servido de modelo para Ricardo Somocurcio. ¡Estoy seguro de que Lucho ha tenido amores apasionados, pero nada (que yo sepa) que se parezca al de Ricardo por la niña mala!

—¿Loayza tampoco es el ‘X de sus tiempos heroicos’, como dice la dedicatoria de la novela?

—No, el X es un X. Eso vamos a dejarlo a los biógrafos. Si es que los tengo, a ver si lo descubren”.6

La naturaleza oscura de la dedicatoria invita a la especulación, al juego investigativo, que para muchos puede resultar, razonablemente, una discusión bizantina. Pero son estos detalles, y otras cosas, lo que contribuye a fundar las mitologías personales de un creador.

Todos tenemos un equis, o una equis a quien agradecer, y por alguna razón personal no podemos divulgar. En este caso, X puede ser cualquiera, el amoroso Julio Cortázar, o Julia Urquidi, la primera esposa de Vargas Llosa, a quien él ha agradecido con justicia, en algunas entrevistas, por su fe en La ciudad y los perros.

Incluso X puede ser Gabriel García Márquez, a quien podemos imaginar junto a Mario Vargas Llosa, muchos años atrás frente a un plato de sopa, discutiendo a Luz de agosto, del maestro Faulkner, en un estrecho y frío apartamento parisino. Hermanados por su fe en la literatura, esa vocación común que aún exige eso: heroísmo. Recuerdos y afectos que debieran prevalecer sobre los desencuentros, la vanidad, y la intransigencia. No es por lo que es que seguimos siendo amigos de alguien, muchas veces es a pesar de lo que ese alguien es. Esa X, en la dedicatoria de la última novela de Mario Vargas Llosa, representa en última instancia: gratitud; esa que también sentimos los lectores por su novela.

 

Notas

    1. Terry Eagleton. Una introducción a la teoría literaria. Bogotá, Fondo de Cultura Económica,1998. P. 78.
    2. Mario Vargas Llosa. Travesuras de la niña mala. Bogotá, Editorial Alfaguara, 2006.
    3. María Elvira Luna Escudero-Alie. “De la ficción, la revolución y la tragedia (estudio comparativo entre Pálido cielo, de Alonso Cueto, y la novela Historia de Mayta, de Mario Vargas Llosa)”. Revista Espéculo, número 30, Universidad Complutense de Madrid.
    4. Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Barcelona, Editorial Planeta, 1997.
    5. Enrique Planas. “Creo que soy algo fetichista”. Entrevista a Mario Vargas Llosa. Diario El Comercio, Perú, 25-5-2006.