Letras
Don Carlos

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Don Carlos se levanta de madrugada, como siempre. En el espejo la tristeza refleja el hastío, las marcas de su rostro delineando el cansancio, la mirada congelada por el frío que en el cuerpo recuerda su ausencia. Se viste con calma, eligiendo la ropa; siempre lo hace, pero hoy todo sucede más despacio, saboreando el amargo resplandor de sus ochenta años, diez sin ella. Saca la basura, alimenta al gato. Prende la radio, tararea un tango. Prepara mate, se sienta frente a una de las ventanas que dan al mundo, observando a esa distancia cómo se va la mañana con tanta lentitud que un suspiro se hace eterno. Aprovecha a lavar los platos, no le toma mucho. Sale al huerto, hay verdura que recoger. Cada vez que abre la puerta imagina sus pasos. Lo distrae el teléfono.

—Sí, Miriam, a las 12 estoy ahí.

En ese instante recuerda a su madre, cómo evitarlo, también ella se llamaba Miriam. Cuando nació su hija aún la memoria de su madre se desdibujaba por el encanto de la vida. Todavía recuerda la emoción de sentir los diminutos dedos sobre sus hoscas manos de obrero, manos añejas, como le gustaba presumir a don Carlos, de un trabajador incansable, decía orgulloso. Hoy recuerda a otra Miriam, la que lo dejó en un orfanato con apenas seis años mientras se deslizaba por la ruta del amor.

—Un hijo en esos casos sobra —le explicó Miriam cuando más tarde se la cruzara brevemente—. Él no quería criar a un hijo de otro hombre.

Cuán confuso resultaba todo, pues mientras su madre lo abandonaba, su padre y tres hermanos lo buscaron incansablemente. Lo encontraron siendo ya un adolescente, su padre había muerto. No es que lo hubiera olvidado, es que ahora todo dolía más. Cuando murió Megan, don Carlos quiso con toda el alma morir con ella, este hombre hecho para pelearse la vida en las calles lloró por primera vez, lloró por Megan, pero también por Miriam, sobre todo por ella, su madre, que lo dejó atado a un montón de preguntas; lloró de bronca, por no poder más que querer morir con Megan. Otra vez el mundo irrumpe, el timbre, es Cristian, su hijo.

—Pasaba a buscarte, papá, te llevo a la capital. Vamos, papá, anímate, las ojeras pintan fieras hoy, ¿no?

En su pequeño rancho, aquel que dibujó con sus sueños y construyó con sus manos, se sentía seguro, no le gustaba ir a la capital, así que, aunque temprano, aprovecha el ofrecimiento; el tren solía recordarle su largo trayecto sin sentido, la vida sin Megan... Toma su saco, en primavera el tiempo está lindo pero por la tardecita quizá el viento...

—Llegaste temprano, papá —dice una Miriam alegremente sorprendida mientras don Carlos, al abrazarla, siente por un instante la vida.

—Entonces me acompañas al súper.

Don Carlos sonríe, siempre había sentido cierto placer cuando una mujer le organizaba el tiempo.

Fue un lindo cumpleaños. Los chicos jugando alrededor del abuelo, y abuelo por aquí y abuelo por allá, y a la tarde el partido, todos de River, pensó, menos mal. Danielito era el más dulce, después de cantar el feliz cumpleaños y atragantarse de torta de chocolate,

—Sí, de chocolate está bien, para los chicos, sí, yo qué voy a comer, un pedacito nomás.

Danielito en sus brazos,

—Te quiero mucho, abuelito.

—Yo también —mientras un nudo en la garganta le va recordando levemente su pacto.

—Quedate, papá —le dice Miriam.

Don Carlos la mira, hubiese querido arrancarle el dolor, pero ahora estaba bien, tenía a los chicos, dos angelitos. Ella ya no lo necesita.

—Vas a cuidar mucho a tu mamá

—Claro, abue —le contestó Diego, con toda la despreocupación de sus pocos años.

El abuelo esconde la sonrisa, el abuelo está triste, otra vez la sensación de sentirse lejos, otra vez Megan...

Don Carlos se va a su casa, no quiere quedarse, lo deja Cristian que regresa a Pilar. En el camino hablan un poco de fútbol, de Vanesa que quería casarse, de Santiago, el menor, con quien hizo las paces.

—Bien, papá, no es bueno andar enojados tanto tiempo.

Sí, todo en orden, piensa don Carlos.

El gato lo recibe maullando, como siempre; le da de comer, lo espera mientras mira al cielo recordando cuántas noches, cuántas estrellas juró a Megan no dejarla nunca. El gato entra de prisa, don Carlos cierra la puerta, tararea un tango. Se mete al baño, llena la bañera, murmura su nombre...

—Como antes, Megan...

—¿Otra vez quejándote vos?, no vas a cambiar más.

—Qué querés, me cuesta seguir andando, nunca quise quedarme tanto.

—Pobre pichón, se olvidaron de vos, como siempre.

Toma la toalla, sale del baño, se viste despacio.

—¿Te acordás cuando vinimos a Haedo?, la calle de tierra, los sapos en la lluvia y la casa, pensar que la hiciste vos solito.

—Solo no, me ayudaron los chicos.

—Sí, a reír te ayudaron, Santiago gateaba todavía, ¿cómo está ese chico?, ¿se siguen peleando ustedes?

—Ya no, Megan, ya no.

—Menos mal, vos y tu carácter.

Sería mejor sacar al gato, piensa don Carlos, así que abre la puerta, cierra con llave.

—¿Y las estrellas, Carlos?, ¿te acordás?, febrero en Buenos Aires y el calor inmenso. Mira que no es tan fácil desprenderse de la vida, la vida, finalmente, se va sola.

Megan se veía hermosa, como cuando la descubrió en aquel carnaval de 1935.

—Callate, che, que me hacés sentir vieja.

—Yo soy viejo, vos nunca fuiste vieja, nunca.

La radio sigue sonando, “Perdoná si al evocarte se me pianta un lagrimón...”.

—¿Y ahora te ponés romántico, ahora?

—Seguí cantando, Megan, susurrando a mi oído tu memoria, seguí porque ya no quiero despertar, recorrer el universo sin tu rostro, ya no quiero las flores del jardín que crecen sin tus manos, quedate aquí conmigo, para siempre, Megan...

Su mano apretando el gatillo. El silencio de una bala incrustada en su corazón. El gato maullando, las estrellas quietas.