Letras
Una tarde en París

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Miguel se despierta un poco sobresaltado por un sueño que, con ligeras variaciones, le ha inquietado al dormir últimamente. Se sienta en el borde de la cama. Frota sus ojos. Busca a tientas las pantuflas con su pie izquierdo. Se ducha. Recuerda. Piensa. Llora. Se viste. Toma un vaso de leche con una rebanada de pan y sale de su apartamento. Echa llave. En menos de un minuto ya está en la séptima, recuerda que aquello fue lo que le atrajo a Marta de vivir ahí: “Mira lo bien ubicado que está, sesenta metros, dos cuartos, parqueadero; la séptima a un pasito”. Espera el bus directo carrera séptima que lo lleve a cedritos a dictar su clase de francés. No es el codo de la mujer que cada vez lo hunde más en su clavícula ni las sacudidas que produce un pie insistente sobre un freno lo que lo despiertan; es el sonsonete de un niño que le dice que puede llevar dos galleticas por quinientos pesos o tres en seiscientos para su mayor economía. Está seguro, no lo está imaginando, es inconfundible; es la misma voz del niño que vive en París con Marta, el hermanito del que ella cuida. Son muchas coincidencias y no cree, como dice el psicólogo, que su mente se haya dedicado obsesivamente a construirlas. La mujer que le abre la puerta, quizá la madre de su nueva alumna, lo confunde aun más; tiene, es evidente, la misma nariz angulosa de Marta y lo mira igual que ella el día que se conocieron. Mientras la niña lo mira fijamente y le vocaliza algo que él le ha pedido que pronuncie, se pregunta el significado de aquel sueño; trata de entender si será por eso que la ciudad se le parece cada vez más a París y la gente a un parisino. Durante tres años su mente ha construido un París a base de fotografías. No hay mejor lente que las fotos y la descripción rigurosa que Marta le hace por carta cada quince días. Miguel decide regresar en metro y camina hasta la estación de la ciento cuarenta. Una joven, que camina presurosa huyéndole al aguacero, le contesta efusiva su saludo con un perfecto “Bon Jour Monsieur”. Miguel consigue asiento y mira, estación a estación, que finalmente está en París y que pronto llegará a su apartamento y Marta le tendrá un cafecito. Mira por la ventana la ciudad y sonríe, qué paisaje tan hermoso. Sin embargo, igual que alguien que se ahoga y que con desesperados manotazos logra sacar la cara para respirar, Miguel tiene destellos que le dicen que ha enloquecido. Baja en la estación de la sesenta y tres, falta poco; camina y se detiene a contemplar la plaza de Lourdes, observa los niños jugando con la nieve; atraviesa la “septième avenue” y llega ansioso al apartamento. Golpea insistente y espera con las manos en los bolsillos; como Marta no abre, busca la llave.

La noche y el sueño devuelven a Miguel a la realidad. Se despierta. Se sienta en el borde de la cama. Frota sus ojos. Busca a tientas las pantuflas con su pie izquierdo. Se ducha. Recuerda. Piensa. Llora. Se viste. Toma un vaso de leche con una rebanada de pan y, al salir para su clase, decide hojear el periódico que asoma bajo la puerta de la calle. Miguel da un paso atrás. No lo puede creer. No ha enloquecido. El sueño es cierto. No es su mente la que en forma obsesiva ha construido las imágenes. Busca rápidamente un directorio y anota en un papelito dos teléfonos. Llama. En la embajada no contestan y en la agencia de viajes sí. No es tan caro. Sus ahorros de tres años son suficientes; además, piensa, no necesita vuelo de regreso. Miguel sale apresurado del apartamento sin importarle echar llave.

El periódico muestra una foto y deja leer en su primera página: Bogotá, Colombia, 4 de marzo de 2006. “Histórico, Paisaje bogotano a las 4 de la tarde. La fuerte granizada que azotó ayer a Bogotá no sólo dejó destrozos en algunos techos, sino que adornó la ciudad al mejor estilo europeo”.