Artículos y reportajes
Fotografía: Dennis GalanteTiempo nublado

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Dicen que con los años vienen el escepticismo y las ideas conservadoras (además de los kilos y de la calvicie...). Hay alguna evidencia en ese sentido y seguramente no habrá quien pensará que este comentario la fortalece aun más. Si fuese así, me permito responder que el escepticismo es una actitud con méritos no despreciables. En cuanto a las ideas conservadoras, nada más lejos de la intención de esta nota, por el contrario la tesis que se plantea es que hay mucho en nuestra cultura que no merece conservarse... Pero parece prematuro escribir a la defensiva, cuando las ideas principales aún permanecen escondidas. Vayamos a las cosas.

Es imposible dejar de notar que la cultura moderna exhibe una tendencia muy generalizada a la búsqueda de ideas simples, de filosofías (perdón por el mal uso de la palabra) totalizadoras, un recurrir demasiado frecuente a los lugares comunes, una tendencia a lo fácil en las expresiones artísticas, en suma, una creciente dependencia en el mínimo común denominador, que abarata el pensamiento y plantea un serio potencial de decadencia. A la edad de la razón la ha sucedido el tiempo del simplismo. Esto se observa en diversos campos; en esta nota me voy a referir brevemente al arte, el periodismo, y la política, pero seguramente otros querrán añadir a esta lista. Esta pereza intelectual no es un fenómeno limitado a un solo país, o una desviación circunstancial de tendencias de largo plazo más auspiciosas. No, parece ser una tendencia mundial afirmada y en buena medida irresistible. De continuar así, en el futuro algún pensador independiente entre nuestros hijos o nuestros nietos podrá recordar con añoranza la era de mediocridad que nosotros, sus ancestros, pudimos vivir...

No quiero que se me acuse de ignorar el tremendo progreso tecnológico que nuestro tiempo ha conocido y presumiblemente seguirá conociendo. El avance científico aparece estar encaminado en una curva exponencial cuyos milagros se develan casi a diario. Pero si el campo científico es testigo de progresos admirables, la otra “cultura”, la cultura social, no sólo no avanza sino que evidencia preocupantes signos de atrofia o de retroceso.

En el campo del arte la televisión ha permitido a grandes masas un grado de acceso a sus expresiones que hubiese sido inimaginable hace apenas un siglo. ¿Pero, es la cacofonía música? ¿Es la procacidad, ingenio? ¿Es el humor chabacano e infantil, gracioso? La búsqueda de la máxima audiencia define los estándares estéticos a niveles muy bajos, pero la consecuencia es que estas expresiones “artísticas” están contribuyendo a conformar los gustos y la manera de pensar de grandes mayorías, con consecuencias sociales y políticas que no hemos considerado con la seriedad que merecen. Alguno quizás argumentará que la masificación de las expresiones culturales necesariamente nos lleva a un deterioro de calidad. Implícitamente este razonamiento sugiere que la cultura con mayúsculas era un dominio exclusivo de las elites y que la masificación es la razón principal del deterioro que hoy observamos. Sin embargo el orden de causalidad no es obvio, si bien el gusto popular es un determinante de las tendencias culturales también los creadores actúan sobre el público y modifican los gustos y preferencias. La educación podría también ayudar a elevar los estándares. Podría, pero... ¿Qué ocurre que en general los intelectuales y los artistas han perdido esa capacidad de liderazgo positivo que alguna vez fue su dominio? ¿Será que los incentivos comerciales tienen una influencia excesiva en la dirección que toma la creación artística (y, si fuese así, qué hacer al respecto)? ¿O acaso este análisis es excesivamente pesimista, y no es capaz de reconocer los méritos artísticos y los nuevos elementos creadores que se están dando en los diversos campos del arte?

El periodismo presenta un panorama menos claro. Por un lado, en el campo de la palabra escrita encontramos todos los días expresiones de pensamiento crítico y análisis inteligentes, aunque a veces debamos escarbar entre la basura que los circunda para llegar a ellos. Inquieta, sin embargo, que las nuevas generaciones demuestren una creciente indiferencia al periodismo escrito y al análisis serio y recurran cada vez más a la televisión y al “blog”, muchas veces sesgado y emocional en su contenido y no sujeto a escrutinio crítico, como fuente de información. La televisión en particular crece en importancia como fuente de información (pero también de indoctrinamiento subliminal en las normas socialmente aceptadas) de las grandes masas. En ese medio, la idea inteligente aparece con demasiada poca frecuencia y el análisis crítico generalmente brilla por su ausencia. Puede argumentarse que el medio no se presta, si es así el “mundo feliz” de Huxley no debería catalogarse como obra de ficción sino como un inquietante llamado de alerta a un futuro posible no demasiado lejano.

Llegamos a la política, que no ha podido abstraerse del contexto cultural en el que le toca desarrollarse. ¿Cuántos lectores pueden mencionar inmediatamente, sin exprimirse mucho la cabeza en la búsqueda, los nombres de dos o tres estadistas que hayan recientemente planteado con claridad los dilemas que nuestra generación enfrenta y esbozado una estrategia clara y coherente para encararlos? No creo que muchos. Pienso que con mucha más facilidad podríamos identificar decenas o cientos de figuras importantes que han hecho sus fortunas políticas sobre la base de explotar los lugares comunes, los prejuicios y las ideas fáciles, sumados a una total desaprensión por el respeto al oponente y por el nivel del diálogo. Como en el caso del arte y del periodismo, la ley del mínimo común denominador es lo que define las plataformas de gobierno. El resultado es que los problemas más difíciles no se resuelven, se “patean” al futuro. Tal el caso del calentamiento global, del deterioro del medio ambiente, de los crecientes choques y tensiones provocadas por las corrientes inmigratorias, de la reaparición de la religión como factor de discordia y de guerra y de las consecuencias económicas y sociales de tendencias demográficas (mayor expectativa de vida y menor tasa de natalidad) que difícilmente se revertirán en el mediano plazo.

Creo que el dicho atribuido a Kant, “Lampé necesita un Dios”, esconde tras su soberbia un algo de verdad, pero que se aplica no sólo al hombre común sino también al intelectual; el pan y el circo no alcanzan y todos compartimos la necesidad de una visión positiva que aliente el diario quehacer y le dé sentido. En la conformación de esa visión, el quehacer intelectual debería jugar un papel fundamental. Las religiones tradicionales entendieron esta necesidad, el comunismo como religión de la razón también. Muerto Dios y luego el comunismo, el hombre moderno no puede conformarse con la apología del sexo como deporte y la crónica policial en colores que la televisión nuestra de cada día nos da. El sorprendente “renacimiento” de Dios y el auge de visiones religiosas extremas, como es el caso de una corriente importante del Islam y de la “derecha religiosa” norteamericana, que parecen haberse acentuado luego de la implosión del comunismo como alternativa ideológica, podrían de alguna manera reflejar la insatisfacción de numerosos sectores de la población ante el vacío del horizonte cultural y la ausencia de valores claros en el mundo moderno. ¿Es esa la única elección posible: el fanatismo religioso o un mundo lobotomizado?

Dicen que con los años viene el escepticismo; quizás estos conceptos –que no son originales ni mucho menos nuevos— sean sólo refunfuños ante una realidad cambiante cuyo sentido se nos escapa. Puede ser, aunque no lo creo: pienso por el contrario que quienes recordamos que no está lejana en el tiempo una era de la razón, nutrida de confianza en el progreso, deberíamos intentar rescatar su legado y plantearle a nuestros hijos una alternativa más positiva a esta realidad que hoy ofrece el mundo. Lo difícil es empezar.