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Los dulces secretos de mi abuelo

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Cuando vamos de visita, mi curiosidad me lleva al cuarto de mis abuelos. Como siempre ando tras las huellas de la magia y el misterio, abuelo sale a mi encuentro para contarme sus aventuras.

Ese cuarto es una caja de sorpresas. Está lleno con las cosas que él trajo de sus largos viajes: desde una lupa que sirve para mirarle el ombligo a las libélulas, hasta una armónica que, en vez de melodías, le saca carcajadas al viento.

Con tantos adornos parece una quincalla. Huele a naftalina, a colonia y a libros viejos. Es una mezcla rara que a mí me gusta. Aunque las puertas de la ventana siempre están abiertas, el olor flota entre las paredes y se apodera de los rincones.

Los beso y les digo que mis padres están afuera. Abuela termina de alisar los pliegues de las almohadas, y abuelo, como siempre, abre una gaveta. Revisa y revisa, mientras yo me impaciento, pero después me premia con una deliciosa golosina.

A mí me fascina el dulce, y a él también, tanto como le gusta hablar de sus aventuras. Entre ricos bombones o tabletas de chocolate, me pide que las guarde en secreto para que nada les quite su encanto. En el calor de su habitación o entre el aroma de flores del corredor, usa una voz misteriosa para comenzar.

Abuelo dice que la memoria le está fallando y que por eso necesita su viejo sombrero de copa. Lo toma de un estante y mete su mano en él. En vez de conejos tiernos y pañuelos anudados, saca como por encanto sus coloridos recuerdos.

Su primer amor fue una ninfa que conoció cuando pescaba en el mar. Le atrajeron las ondas de sus cabellos dorados y su sonrisa de perlas finas. Se enamoraron a primera vista, y como no hablaban el mismo idioma, se juraron amor eterno entre señas y susurros.

Ella quiso huir con él. Las ninfas no deben abandonar su hogar de aguas profundas. Cuando el Rey Neptuno se enteró, de inmediato la castigó. Ahora está encerrada en la caracola rosada que descansa sobre la mesa de noche. Abuelo dice que si la pego a mi oreja y pongo suficiente atención, además del rumor de las olas, puedo oírla cantar.

Cuando abuela se enteró, después de escuchar detrás de la puerta, apareció con las cejas juntas y las manos en las caderas. Creo que se disgustó, o le dio un ataque de celos, porque sólo le oímos decir:

—Manuel Felipe... Manuel Felipe... —mientras movía la cabeza como diciendo que no. Abuelo la miró a los ojos y le regaló una de sus amplias sonrisas.

En uno de sus fantásticos viajes conoció al Gran Houdini, un escapista famoso al que todos querían ver. Encerrado en grandes baúles, o atado en camisas de fuerza, él usaba su magia para escapar de candados y nudos.

Después de una fila infinita, abuelo compró su boleto. Y con él en la mano, entró muy contento al teatro. El salón estaba tan lleno que ni la brisa podía pasar. Cuando Houdini apareció en escena, el murmullo se derramó. Y cuando comenzó el acto, todos hicieron silencio.

Mientras el escapista era atado de la cabeza a los pies, al público sorprendido se le escapaba el aliento. Colgado como un murciélago y dentro de un tanque de agua, pudo salir victorioso en menos de diez suspiros. Los “¡Bravo!” y los aplausos fueron tan gigantescos, que todos pudieron sentir cómo temblaba el teatro.

En esa buena ocasión, Houdini pidió que otro hiciera lo mismo. Abuelo, que era atrevido y le gustaban los retos, corrió hacia el escenario mientras se le ocurría una idea. Comenzó a tomar aire, a tomar aire y a tomar más aire. Los pulmones se les volvieron tan anchos como los de un elefante.

Después de que fue amarrado, sintió que era una salchicha a punto de reventar. Nadie se dio cuenta. Sólo le dieron treinta segundos. Abuelo expulsó el aire y, una vez desinflado, se deslizó fácilmente entre mecates y aplausos.

Salió muy bien de la prueba. El escapista, satisfecho, lo invitó a su camerino. Allí, como dos grandes amigos, conversaron largamente, mientras disfrutaban de un exquisito té de La India. Al despedirse, Houdini le regaló su sombrero y los mecates de la actuación. Ahora cuelga de éstos una gruesa hamaca de colores.

A mi abuela Claudia la conoció cuando él daba un concierto de piano en casa de los Colmenares. Era tan hermosa y delicada, que él creyó que era un ángel que había bajado del cielo. Dijo que cuando abuela lo escuchó, ella sonrió y lo sacó de su error:

—Yo no vengo de allí, mi buen señor. Vivo en un pueblo cercano.

El abuelo toca varios instrumentos musicales. Por eso puede convertirse en un hombre orquesta, como cuando cantaba serenatas a la abuela bajo el titilar de las estrellas. En esas ocasiones, las ventanas se encendían y los familiares pedían sus canciones favoritas. Al final, todos terminaban contentos y el abuelo muy cansado, pero también muy feliz.

En un rincón del cuarto abuelo tiene un cofre antiguo. Él dice que allí hay mapas de piratas y botellas con mensajes de náufragos perdidos. La llave está extraviada. Me prometió que cuando ésta aparezca, nos iremos a una isla y desenterraremos un tesoro.

El otro día hizo un mapa para mí. Con él debía encontrar mi regalo de cumpleaños: un lindo jardín de mariposas. Sin esperar un instante, comencé a buscarlo. En cada sitio marcado, esperaba una chuchería: un caramelo, una chupeta, una galleta, un bombón. Al final, con dulces en los bolsillos y las manos manchadas de tierra, lo encontré medio oculto entre unas matas de lirios.

Encerrado en un cilindro de madera está mi jardín con cientos de mariposas. Es un caleidoscopio que, al darle vueltas, muestra alas de múltiples colores. El abuelo dice que se lo compró a un sultán que, en vez de mirar por las ventanas del tren, se entretenía con él. A mi abuelo no le fue fácil convencerlo, pero al final el sultán se rindió. Mientras yo me divertía jugando con mi regalo, abuelo aprovechaba para pellizcar mis golosinas.

A los dos nos gustan los dulces, ya lo dije. Los chocolates son nuestros preferidos. A veces, mientras los devoro, él sólo toma un pedacito. Creo que le gusta conservar su buena figura. En una oportunidad, que los comió demasiado, engordó tanto como un balón.

¿Cuándo? En su último viaje, cuando atravesó el océano Pacífico. El cielo oscureció y se desató una fuerte tormenta. Las olas se hicieron muy altas y el barco se bamboleaba. El mástil parecía que se quería partir y los marineros no sabían qué hacer. Abuelo y el capitán, temiendo lo peor, decidieron unir sus esfuerzos.

Los asustados pasajeros fueron guiados a las balsas que, una vez llenas, se alejaban lentamente. Después de que la tripulación quedó acomodada y a salvo, notaron que había espacio sólo para uno más.

Abuelo miró a lo lejos y le pareció que veía una isla. No se equivocó. Se lanzó al agua y le dio la oportunidad al capitán. No podía permitir que el buen hombre se hundiera en el mar. Joven y soltero, a mi abuelo no lo esperaba ni siquiera una mascota; al capitán, su esposa y ocho hijos que mantener.

Una vez en las aguas, usó sus fuerzas para llegar a la playa. Sostenido a una tabla, nadó y nadó muchas horas sin descansar. Y cuando llegó la noche y las energías se le acabaron, flotó como una boya perdida en medio de la nada. Al amanecer, muerto de hambre y de sed, vio que se aproximaba una tortuga gigante. Haciendo un último esfuerzo, subió a ella y se durmió.

Cuando despertó, se encontró reposando sobre la arena más blanca que hubiera visto. El agua del mar era muy clara y no había nadie alrededor. Estaba, según supo después, en una de las Islas Fiji, que quedan, según creo, al otro lado del mundo.

Tres días más tarde, cansado de comer pescado crudo y tomar agua de coco, vio que unas cajas flotaban entre las olas. Una vez que las alcanzó y las acomodó sobre la arena, se sintió contento cuando comprobó que no se habían dañado.

—Tal vez contienen alimentos —pensó.

No pudo haber sido mejor. Contenían lo que más le gustaba: chocolates de todos los tipos y de distintas partes del mundo. Los guardó debajo de unas palmeras para que los rayos del sol no los derritieran. Esperaba permanecer en la isla el tiempo suficiente para acabar con el último.

Comía, comía y comía, cada vez que le provocaba. El olor del chocolate era tan rico, que las aves comenzaron a acercarse. Abuelo les lanzaba trocitos y ellas, muy contentas, se los llevaban en el pico.

El chocolate le dio tanta energía que pudo construir un castillo de bambú. Abuelo asegura que existe todavía, y que desde sus terrazas la luna se ve más cerca y las estrellas brillan más. Por sus ventanas se cuela la brisa fresca y el suave rugido del mar. Allí dejó una colección de corales que algún día irá a buscar.

Cuando se convenció de que nadie lo rescataría, quiso construir una balsa para regresar. No hubo necesidad. Mientras trabajaba en la playa, algo llamó su atención: el extraño canto de unos hombres sobre canoas delgadas. Abuelo gritó y les hizo señas. Los hombres lo vieron y no dudaron en acercarse.

Eran los nativos de una isla próxima, de pieles bronceadas y vestidos con sulú, unas faldas estampadas de fascinantes colores. Su lenguaje era extraño, pero abuelo pudo entender que podía ir con ellos. Le dejaron en puerto seguro y, ya en casa, habló mucho tiempo sobre su naufragio, hasta que se casó con abuela y se dedicó a educar a sus hijos.

El abuelo no es de sangre corriente, menos de sangre azul. Dice que de tanto comer chocolates, por su cuerpo corre ahora un río meloso y marrón. A veces, cuando lo veo dormido, quiero pincharlo con un alfiler. Tal vez brote de su piel una fina fuente de chocolate. Pero si lo hago, pongo al descubierto uno de sus secretos, y yo prometí no hacerlo sobre el libro de las juramentos.

Anoche, no sé por qué, dejó de hablar y se asomó a la ventana. Él miraba hacia el cielo y yo jugaba con las castañuelas, esas que cantan solas para que no se acerquen las tristezas. Cuando me cansé le pregunté:

—Abuelo, ¿por qué cuentas estrellas?

—No cuento estrellas... sólo cuento recuerdos —contestó.

Entonces se alejó de la ventana, tomó de nuevo su gastado sombrero de copa y, como en un acto de magia, sacó dos deliciosos bombones. Nos los comimos en silencio, sonriendo con picardía, para compartir otra vez el dulce secreto de una nueva aventura.