Letras
El ataúd

Comparte este contenido con tus amigos

El cielo ha amanecido más despejado que otros días. Apenas son las siete y ya hay gente en la calle. Algunos caminan deprisa, mientras otros, tranquilos, con las manos en las bolsas, la cabeza gacha y los hombros caídos, recorren las calles empedradas. Los perros buscan, con la nariz completamente pegada al piso, algo de comer en las esquinas.

Hoy es un buen día. Es temprano. Ahí vienen los hombres asomando por la calle principal. Había pensado que quizá sus ojos estarían tristes, que vendrían cabizbajos por el dolor ajeno. Pero creo que ya están acostumbrados a estos momentos. Es más, pienso que vienen bromeando. Pronto todo acabará... todo acabará.

No sé por queé a veces sientes que la vida se te va, que poco a poco se te escapa de las manos. Y entonces tratas de sujetarla, de asirla con fuerza contra tu pecho. Y sientes los recuerdos agolpados en la garganta y tratas de dejarlos ahí, de impedir que escurran por tus ojos, sin darte cuenta que no son los recuerdos los que escapan sino la vida misma que en pequeñas gotas se evapora del cuerpo y desaparece.

Se te va la vida. Se te va mientras tú sigues sentado en la cama, mientras lamentas tus fracasos, mientras dejas que el pasado dirija tu vida o mientras sólo te sumerges en el trabajo.

Tocan a la puerta. Son ellos. Su semblante ha cambiado, ya se han puesto de luto también. Entran en silencio y observan el gran cajón que yace en medio de la sala. Parece que les sorprende que en la casa no haya nadie más, y parecen aun más sorprendidos por la caja. ¿A quién puede enterrar una mujer solitaria?

Sin perder más tiempo levantan el féretro y a pasos lentos nos encaminamos a la calle. Los peatones se detienen. La mujer de la tienda deja de barrer mientras quita su rebozo para descubrir su negra cabellera. El hombre que reparte leche en su mula orilla su carreta para dejar pasar el féretro. La mujer del suéter negro, con su canasta de pan y su puñado de niños que siempre la sigue, detiene su labor, y los niños callan sus gritos. El joven que siempre está a medio dormir en las escaleras de la iglesia se pone de pie y se quita el sombrero. Todos observan... Todos susurran. Seguramente se hacen la misma pregunta que los cargadores. ¿A quién puede enterrar una mujer que llegó hace más de un año al pueblo, a quien nunca se le vio hablar con nadie, que nunca se le conoció hombre alguno?

Pobres cargadores, nunca pensaron soportar un muerto tan pesado. Mandé hacer un ataúd especial para semejante peso. Al principio no deseaban hacerlo, el hombre de la funeraria decía que era demasiado grande, pero insistí en que lo necesitaba de ese tamaño. Era necesario y lo convencí. Lo disuadí también para contratar a diez hombres que cargaran el féretro. Son demasiados, dijo, pero al ver el cajón terminado se dio cuenta de que eran las manos necesarias para un trabajo de ese tipo.

Aún el sol no sale, y ya gruesas gotas resbalan de la frente de esos hombres. Sólo unos metros más y estaremos en el cementerio.

Los hombres, cansados, dejan el ataúd sobre el pasto lleno de rocío. El aroma a tierra mojada aún se percibe en el cementerio. No hay aroma más rico, más renovante que ése. Pido un momento a solas. Los hombres se alejan unos metros y observan hacia la puerta del pequeño cementerio esperando que el sacerdote entre en cualquier momento. Pero no entra y nunca lo hará, al menos para este entierro.

A veces, es mejor olvidar, y matar, y enterrar, y no volver a exhumar esos recuerdos que hieren, que sangran, que impiden vivir. Esos recuerdos que nunca podrán cambiar, que nunca podrán ser diferentes porque pertenecen a otra vida que ya tuvo su tiempo y su lugar.

Hoy, aquí, he decidido que será el último día en que la vida se me escape por los ojos. Hoy, aquí, con ese ataúd se va todo, hasta la curiosidad de los enterradores por saber qué tiene adentro: nunca habían enterrado a un muerto tan pesado. Hoy he enterrado todos los recuerdos. Todas las lágrimas que día a día han ido secando este cuerpo que un tiempo fue bello, ágil y fresco. Todas las horas regaladas al tiempo, donde no se hizo nada, donde cada segundo fue desperdiciado, fue tirado y olvidado. Todas las imágenes que llegaban en cualquier momento, que cegaban los ojos impidiendo ver la luz de cada día. Todo ha muerto.

Poco a poco comienzan a arrojar la tierra. A cada palada siento mis hombros más ligeros. A cada palada siento que ese pesado muerto se va bajando lentamente de mí, hasta quedar bajo tierra. Siento mi cuerpo más ligero, mis brazos pueden alzarse al viento sin ninguna dificultad, y mis piernas son tan livianas que seguramente podré apresurar el paso y caminar sin titubeo. La tierra cubre ya todo el ataúd. Ahora puedo respirar sin dificultad. El aire es tan puro, tan fresco, que puedo sentir cómo entra a mis pulmones y recorre todo mi cuerpo. Hay tanta paz.

La última palada y un gran ramo de rosas, rojas y blancas, le dicen adiós a ese pesado muerto que por muchos años me estuvo persiguiendo.