Letras
Número 360

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El asesino silente se escurre tras su siguiente víctima. Esta será su tercera en la noche. La primera fue una anciana, el joven asesino cubierto por una elegante capa que a la sombra de la noche parece negra le invitó cortésmente a la solitaria dama sentarse a su lado en el parque. Se presentaron y rápidamente intimaron y compartieron secretos y confidencias. La hermosa velada a la luz de la luna acabó con un fino corte alrededor del cuello, una línea casi invisible y el trazo de un pequeño número en su nuca: “360”. Así mantenía el caballero la cuenta de los días en su interminable faena nocturna. “Este es un día para celebrar. ¡Esta noche es año nuevo!”, se dijo a sí mismo mientras acomodaba el cuerpo de su segunda víctima a su gusto, un despistado heladero que por casualidad conoció en la plaza. Se llamaba Raúl Hernán, tenía dos hermosas hijas y en su cartera un borroso retrato de su amada, lo único que quedó de ella después de aquel incendio en el hospital. “Ah, sí. Te me habías escapado esa vez con tu pequeña en brazos. ¡Qué bueno que nos volvemos a ver!”, dijo mientras le pellizcaba el cachete en gesto de amistad y sonreía.

“La tercera de la noche”, se dijo mientras seguía a una mujer a su casa. Ésta tenía que ser especial, ya que casi sería año nuevo. El caballero gustaba siempre en estas fechas de brindar por un feliz año con una copa fresca de la sangre de una hermosa dama y este año no sería la excepción. El galante joven logró introducirse en la casa de su víctima sin ser visto ni oído. Pronto se encontró justo en frente de ella, cubierto por un manto de sombras en la esquina de su habitación. Dio dos ligeros pasos hacia la cama de ella y se inclinó para poder verle sus ojos iluminados sólo por la pálida luz de la luna colándose por entre las ventanas. Pero al mirarla de cerca dio un sobresalto. “¡Fernanda!”, gritó su nombre. “¡Jacques!”, respondió la doncella en su lecho sobresaltada por el inesperado encuentro. Ella y él se quedaron inmóviles bajo la tenue luz de la madrugada. Sin emitir sonido alguno se hablaron entre sí sólo con sus miradas. Se saludaron cálidamente, como dos amigos de toda la vida, se contaron cómo les había ido en la vida y qué habían estado haciendo. Trataron de evitar aquel tema, pero les fue imposible. Recordaron aquella noche siete años antes en la que él la vio en brazos de otro hombre. Al día siguiente encontraron al galante caballero en una tina ensangrentada brindando por un feliz año con la sangre del desafortunado intruso. El malentendido no fue aclarado nunca y ni ella ni él se volvieron a ver jamás. “Aquél día, mujer”, balbuceó el caballero, pero la dama lo interrumpió, “No, todo fue un error. Él y yo no éramos nada, yo tan solo...”. Pero no pudo terminar. “No tienes qué hacerlo”. Ella suplicó. Al día siguiente encontraron al joven tendido en el suelo empapado de sangre con las muñecas cortadas de lado a lado. Sostenía todavía entre sus dedos una copa a medias con un extraño pero delicioso vino tinto.