Artículos y reportajes
Luisa Futoransky:
la eterna lucha

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Retrocedo en el tiempo hasta mi adolescencia. Organizábamos un concierto de un grupo de rock, en mi ciudad natal, Pergamino. En una revista de prensa subterránea, una de las tantas que pululaban por entonces, encontré un poema de Luisa Futoransky del que apenas recuerdo un verso: ...uníos a esta misa. De inmediato se lo mostré a los integrantes del grupo quienes decidieron ponerle música. Fue en el ya desaparecido Cine San Martín, semanas más tarde, cuando esa canción surgida de modo imprevisto tuvo su estreno y única interpretación. Yo no sabía entonces quién era Luisa Futoransky, lo supe bastante después. De todos modos, desde aquel momento hasta hoy no dejé de leer sus textos y de interesarme por su actividad tanto poética como periodística. Luego supe que Luisa vive en París desde 1981, al cabo de una década de travesías por el mundo que la llevaron a Iowa y a Roma, que desde 1989 ocupa el cargo de conferenciante en el Centro Pompidou, que desde 1995 es redactora en la Agencia France Presse. Leo en una biografía suya: ...cuando la niebla y el frío lo permiten, va a trabajar en bicicleta. Lo que no imaginé es que, décadas después de aquel primer poema encontrado por azar, me encargarían una breve presentación de unos textos de Luisa. No pretendo calcular la cantidad de mecanismos que debieron ponerse en marcha y en contacto para ello, sólo quiero celebrar el hecho.

El pescador sabe devolver al agua / las palabras que no sirven. Aquí, lo primero que atrae mi atención. Tal vez porque, desde siempre, el agua constituye una de mis obsesiones y, también, porque la ardua elección entre una palabra y otra es tarea continua de todo poeta y, obviamente, no soy una excepción. Claro, no hay palabra que no sirva pero hay palabras que nos atraen y otras que nos producen rechazo, palabras que nos alegran y otras que nos entristecen, palabras que nos alimentan y otras que nos hieren. Hay palabras que desde que tenemos memoria nos alumbran y otras que nos empujan hacia la sombra. A veces tenemos una explicación para ello, a veces no. Pienso en la división entre bestias puras e impuras del Antiguo Testamento, así las palabras: el poeta-pescador eliminando de las hinchadas redes lo que no lo alegra, alimenta y sostiene. Es mucho más lo que se devuelve al mar que lo que se conserva en el bote. Unas pocas palabras-peces quedan sobre la madera del fondo luego de una prolongada y fatigosa pesca entre olas inmensas y a menudo con el viento en contra.

No sólo pescador el poeta, también jardinero. Las plantas como las palabras crecen de forma inesperada —escribe Luisa. La labor es modelarlas conforme su naturaleza, nos dice, pero sin olvidar el azar. Ciencia y magia, de un extremo al otro del oscilar del péndulo está comprendido el quehacer del poeta, del jardinero. Porque si todo estuviese calculado, medido y pesado, no habría lugar para el asombro. Cuidar, regar, hacer acodos, cortar lo que está de más o se secó, sí, pero, también, dejar que el aire, el rocío, la lluvia, la luz del sol hagan lo suyo. La poesía como bella planta surgida de la razón y del prodigio, de la vigilia y del sueño, surgida de la tierra y que crece con paciencia. Si con paciencia crecen calas y malvones, también con paciencia se hacen los poemas, el resto —me parece que así piensa Luisa— es vanidad.

Finalmente, como última confesión, lo que siente Luisa frente a la eterna lucha de los poetas. O, mejor, de toda aquella persona que sueña. Con una ristra de ajíes en el muro se puede atravesar el invierno. Hacer como que no existen los estragos del dinero, las arrugas ni la fatiga de vivir. Pero: Tarde o temprano los ángeles llegarán cargados de advertencias. O promesas. Con sus cuentas de diezmos a pagar. Es que, tiene razón Luisa, para una cosa están los hombres que sueñan, entre ellos los poetas, y para otra muy diferente, están los ángeles. Los ángeles no sueñan ni escriben poesía, hacen que órdenes ajenas se cumplan y nada más. Para ellos la ruta es siempre la misma, la cumplen sin chistar. Para nosotros, dice Eliot, es el intento; el siempre cambiante, interminable viaje hacia el mar.