Letras
Domingo de visita

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Una hernia es una enemiga seria. Convierte mi andar en casi una súplica, me aguijonea para hacerme pedir que por favor la vida no transcurra tan rápido. Que al menos los altos de los buses sean menos breves y me den tiempo siquiera de que mi pierna izquierda alcance a la derecha sin complicaciones, dándole un respiro a mi fatigada dignidad. ¿Quién lo diría? Los domingos de visita ya no me gustan. Se me antojan cada vez más lánguidos, pesados. Están como ausentes de las risas en coro, de esa alegría a dos o tres voces. Ya no tienen el aroma de las viandas preparadas con esmero y anticipación. Y, sobre todo, carecen de ese alguien —poseedor de la misma sangre, o al menos de las mismas ilusiones, en las venas— a quien visitar.

Igual, hoy hice mi mejor intento para salir del encierro o, mejor dicho, para sacar a pasear mi encierro. Pensé: doña Delmira y el compadre Carlos se pondrán felices al verme. Claro, un poquito más la doña, que nunca se cansó de mandarme recados, como lo hacía con Carmelita, preguntándome: “¿Cómo anda la familia, don Pedro?”. Que manía la de esta señora. Preguntarme por la familia, sabiendo bien que cuando los hijos crecen ponen un pie fuera de casa, consiguen el marido, la mujer. Se largan lo más lejos posible a disfrutar su independencia. Y ni más. Pero para qué hacérselo recordar, seguro que lo sabe, y bien, pero finge no estar al tanto.

Y cuando hablo de fingir, yo prefiero hablar del disimulo. Que es casi un arte de restauración y una filosofía, también de restauración. Es una forma de devolverle los colores naturales a las cosas, aunque en el fondo sepamos que han sido trastocadas por insólitos pinceles. Pero hablar del disimulo con ella sería un problema mayor, qué va a saber de todo eso esta mujer, que nunca oculta el rubor en sus cachetes mofletudos cuando me ve venir. Y el compadre Carlos también finge no estar al tanto, por eso son tal para cual. El disimulo lo restaura todo. Sí, cómo no.

Por eso yo disimulo cada vez que siento manifestarse con más fuerza este infame bulto que destruye mis tejidos, pero nunca es suficiente. Me duele la hernia, sí señores. Pero, ¿por qué he de quejarme?, me duelen tantas cosas: los domingos de visita, los hijos que ni más, el rumor de las calles como ausentes de ella, mi voluntad que nunca es suficiente, me duelen tantas cosas propias y ajenas, me duelen estas reflexiones y este solo dolor. Y he llegado a pensar que así está bien. Mientras la vida aún me duela, será señal de que estoy vivo. Cuando ya no haya dolor, habrá muerte. Estoy convencido.

Pero he de aclarar que yo no tengo nada contra el compadre Carlos, mucho menos contra la comadre Delmira. Es sólo que cada vez me gustan menos los domingos de visita y aun así los siento como un deber, una tradición familiar que no voy a ser yo quien la eche a perder, no señores. Pero esta mañana, a pesar de olvidarme que tengo más de 80 años, varias veces sólo he llegado hasta el estribo de la 35B antes de darme la vuelta y poner los pies en la tierra, derrotado. Pronto necesitaré que alguien me lleve del brazo y me ayude a subir todos los caprichosos escalones que se me crucen en el camino. Ni el disimulo puede contra estos. Algún día —que ya lo siento como si fuera hoy— se tiene que perder la independencia ganada, no hablo sólo de aquella obtenida al salir de casa dando un portazo, sino también de esa que merece una efigie por lo arduo de la conquista. Lo entiendo ahora: hay tantas clases de cárceles como las hay de presos.

Y logré subirme a la línea 35B, acompasando el dolor con la recompensa de mi propósito cumplido. Yo sabía desde que me levanté de la cama que no iba a ser misión sencilla sacar a pasear mi encierro y llevarlo de visita a casa de don Carlos y doña Delmira. Lo peor fue cuando ya en el bus unos jovenzuelos se negaron a cederme el asiento reservado (debo reconocer que tengo algo de culpa en esto: siempre ando aparentando excesiva suficiencia), pero esta vez me había cansado de mostrar tanta amabilidad y complacencia ante tanta indiferencia. Antes de ordenar bien las ideas, mi hernia se animó a dar un discurso de cómo era la vida antaño y ogaño en Lima, les restregué en sus oídos capitalinos-mestizos que los efebos respetaban a los ancianos. Y, como yo soy un hombre de escuela, les dije que los ancianos son el banco de conocimiento de la humanidad y que había que honrar su presente, más que su pasado.

Cuando el carro dobló por la avenida Manco Cápac, en La Victoria, mi hernia y yo nos entregamos al reposo, faltaban pocas cuadras para llegar a casa de doña Delmira. Algunos hasta creyeron que debían pagar mis reprimendas con centavos. Sonrojado hasta los tobillos me negué a recibirlos (no en vano había defendido con tanta vehemencia mi vapuleada dignidad), a pesar de que me hubieran sido útiles para pagar el pasaje con recargo por feriado. Cuándo entenderé que a esta edad ya no se está para mirar con desdén unas cuantas monedas más en los bolsillos.

Y alguna vez también tenía que pasarme que los días empezaran a ser excesivamente largos, con demasiados intervalos en blanco. A pesar de que doña Delmira no escatimara abrazos de bienvenida y el compadre Carlos hiciera lo mismo, yo no supe qué hacer para llenar los momentos que parecían detenerse. Todo bien por la casa. Pausa. Claro que uno extraña a los hijos y los sigue queriendo como cuando eran pequeñitos. Pausa. ¿Desde cuándo planta tulipanes, doña Delmira? Este clima no les sienta tan bien. Doble pausa. Y usted don Carlos sigue igualito. Pausa. No se preocupen yo tomo lo que haya en la casa, cualquier cosa, como buen viejo. Doble pausa. Sí, claro, sigo con mis lecturas, aunque los ojos ya no me dan para tanto. Pausa. Sólo sírvame un poquito, doña Delmi, estoy un poco inapetente, pero venga todo lo que haya para tomar. Un pisquito estará bien. ¡Salud! Pausa. Pausa. Pausa. Pausa...

Nunca Carmelita estuvo más ausente como esta mañana, y esa ausencia era más bien una presencia fortalecida. Se asomó en la merienda servida, en el sillón que me quedó más grande que nunca, en mis momentos de mutismo que parecían cada vez más prolongados, en mi incapacidad de amenizar la reunión como lo hacía ella con una simple carcajada o esos gestos comedidos de poner la mesa, llevar aquello, traer lo otro. Vengo a entenderlo ahora: sin Carmelita soy doblemente tímido, doblemente triste, doblemente dependiente, doblemente infeliz, doblemente viejo. Y ya no sé si sólo he perdido el apetito o las ganas de reírme en coro. Me aterra el pensar que también voy perdiendo las ganas de luchar contra mi hernia. La vida pasa hoy como si yo la viera desde la ventana de enfrente, como una película en la que yo no soy ni por asomo el protagonista.

...Será mejor que regrese el próximo domingo, doña Delmi. Pausa. Es que mi hernia no ha dejado de molestarme desde que me desperté. Pausa. Sí, pues, qué pena que Carmelita ya no esté con nosotros. Pausa... Y otra vez el delirio de enfrentarme a mi hernia, de sortear las calles y atrapar el bus de regreso a casa. Menos mal que vivo justo a una cuadra del parque El Porvenir, muy cerca de la avenida México (ahí donde muchos tienen la manía de no salir, como yo). Señor, no se vaya a pasar. Unos cuantos metros serían como kilómetros para mí. Por supuesto que tengo sencillo, pero ya deténgase por favor.

Aquí se está bien. Menos mal que ya termina el domingo de visita. Que ya terminó. Aquí no hay lugar para el disimulo, aquí, junto a la torcida yerba, es más fácil comprender que mi historia ya no es la principal. Que hay otras que recién empiezan, como aquellas colgadas del balcón. Por ejemplo, sé que la casa amarilla (claro que es amarilla, si se la ve bien) está habitada por una madre soltera —¿o quizá viuda?— y dos hijos, una niña muy chiquita y un niño ya más grandecito. Que en aquella otra casa celeste viven dos señoras, me contaron que son hermanas, que renunciaron a ser monjas, pero convirtieron su hogar en lo más parecido a un convento de claustro. Sí pues, hay tantas clases de cárceles como las hay de presos, creo haberlo dicho ya. Que en esa quinta vive sólo un viejo, qué desperdicio de lugar. ¿Qué cómo lo sé? Las ropas tendidas en los balcones tienen voz, yo sólo las escucho con atención desde esta banqueta, antes de volver a casa, ya no queda más por hacer. Sólo luchar un poco más contra mi hernia y resignarme a perder cada vez un poquito más mi independencia.

Las tardes se mueren como si volvieran al vientre materno. Así se va la vida de regreso, como recogiendo las lágrimas, como juntando las alegrías desbordadas, los perdones, las promesas y haciendo con ellas un amasijo comestible. Y yo que estoy inapetente. Así se va el domingo, llevándome por un brazo de regreso, a paso ligero. Jurándome que habrá un lunes y otro domingo y otro lunes. Consolándome cuando yo he gritado que ya no quiero mis pies sobre el asfalto, que ya me he cansado de correr en círculos concéntricos. Y este regreso será como tomar la 35B de espaldas, con más sigilo y mayor cálculo. Sabiendo que partiré y al llegar encontraré la vianda preparada, las risas en coro, la casa estremecida de júbilo, el mes de diciembre de los años celebrados con vino y champagne. Este regreso será como encender la luz y encontrar la felicidad intacta, con su propio fulgor. Ya no habrá necesidad de escarbar en el disimulo. Estarán esperándome mis días de padre, de obrero, de hermano, de hijo. Estará mi esposa, tendiendo nuestras ropas, nuestras historias, no importa si en el balcón o en el tendal.

Y estaré yo, en otro domingo de visita, sabiendo que el dolor se oculta en alguna parte, con fuerzas aún para jugar a las escondidas y correr para no ser atrapado. Me lo han contando los días que se mueren como si volvieran al vientre materno y aun así, me sigue doliendo la vida porque sí. Me iré a llorarla a casa en solitud.