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Canción para un insomnio

Quiero rimar la noche con el sueño
y digo carbón.
No sé. Por decir algo.
Por alzar las tramperas de la sombra
y descubrir su luto estrepitoso
de estrellas,
chispas
de una hoguera espléndida.
Estado de vigilia.
Catatonia de los límites.
Dibujo ojos
que narré durante el día
en chimeneas pródigas
de prolija obscenidad.
Vuelvo atrás
y recojo en el fuego diurno
algún olvidado designio,
lo repaso con furia o con cariño,
inevitablemente
le cambio algunas fichas,
palabras que equivocaron lugar,
personajes que perdieron
su identidad de esquina,
gestos que se desdoblan
en palomas y en gatos,
vuelvo a construir el paisaje,
el retazo de vida que me ronda
y otra vez la luna
en carcajada de luz
me declara inocente.
¿Quién dijo que los inocentes duermen?
Es un estrépito la caravana
que transcurre mi sangre
y una matemática feroz
vuelve a pedirme una rima.
Rimemos insomnio y camino.
Ocurre la noche
y repito los sitios que anduve:
ademanes, congojas, risas...
Me sigue doliendo la palabra
como un grano en el silencio.
Las piernas tiemblan
con temblor de caminata
y solo las venas trazan los pasos
que vegeta el cielo
entre movida de ángel
y peón del demonio.
Me alejo. ¿Iré a dormirme?
Este es un paisaje que desconozco.
Pero ya me está trazando un árbol.
¡Que borre ese árbol!
¡Que borre la despedida de ese árbol!
Debo detenerme. Algo de familiar
tiene en el pasamanos
de su corazón.
Entonces pensaré en alguien,
en alguien que rime con ese árbol,
porque ese árbol vuelve a ser día
detrás de los párpados,
y pude haberme sentado
a su sombra
o celebrado algún rito
que no recuerdo
o un personaje que vive de ardilla
ató mi cintura
al humo de los trenes...
Ya estoy viajando
por las vías cercanas del árbol
en un tren que oprime la rutina
y sé que ahora no quiero dormirme
porque voy a pasarme,
me pesan los ojos
pero ya llegamos,

rimo sueño con destino
y no sé por qué
se me ocurre madrugada.

 

Una chicharra

Me molestaba el ruido.
Pero quizás era el canto:
su grito de amor,
el conjuro desvelado.
¿Desafinaba de alas o de patas
mi pequeña mensajera
del sol,
opaca y chirriante
como una moneda sucia
que el verano desgrana?
Pero quizás era el canto.
Y yo no sabía
que se puede aserrar el aire
así
con tanta abundancia
de llaves derramadas,
con tanta lamentación
en el sonido,
con tanto vidrio atravesado
por ojos insolubles,

oh descarada y terca
juntando en la saliva de los astros
la manera del aullido
y el tono que convoca la asfixia.

Hoy maté una chicharra.
Porfiada de altas monotonías
era un puñal en el pecho del aire.
Maté su insecto desbocado,
su insolencia de vida,
su perfil de flecha en mi distancia.
Hoy maté una chicharra.
Un bicho pequeño
con cara de langosta tristona.
Una ternura destemplada
poniendo agujas en mi silencio.

Pero quizás era el canto.

 

Tendida en la hierba

Nunca se pone más ángel la noche
que cuando la mira
mi corazón
derramado en la hierba.
Allí va entrando
a un zoológico de estrellas,
nombra a las bestias en su redil poderoso,
pasa lista a sus vientres de humo
y ya listo el pastoreo de azul y de milagro,
les arropa las aristas
con siluetas de nube
y las entrega al corral del vértigo
como a una cajita
que madura toda la eternidad
en su sonrisa.
Después vuelve
—mi corazón, digo,
cumplida su tarea de angelicar
la noche—
regresa a la cueva de mi pecho
donde
yo lo espero desnuda
con toda la inmensidad
a cuestas.