Letras
La muchacha

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Esa mañana, en la casa grande reinaba el caos.

En su alcoba, el patrón amaneció muerto. El cadáver, medio envuelto por las sábanas y el rostro descubierto, parecía un marchito capullo de muerte.

—No incomode a la muchacha. Súbame usted un vaso de agua, y le pone una ramita de albahaca —fue lo ultimo que en la noche anterior le dijo a doña Carmen, el ama de llaves.

El patrón quería mucho a la muchacha, y le tenía muchas consideraciones. A veces la llamaba “hijita”.

Pero esa noche iba estremecido por la noticia de la muerte de su compadre. Su único deseo era retirarse a su lecho a dormir tranquilo; su ánimo, el de prepararse para la larga velada del día siguiente. Tenía que prevenir cualquier desarreglo. Y es que sacando cuentas, a sus sesenta y pico, de ese grupo de amigos de su juventud, él era el único que quedaba en la otra orilla. Viudo y con cuatro hijos dedicados a dilapidar su fortuna, veía la vida pasar como sentado en un rincón de osario.

Pero esa noche la muchacha se obstinó en cumplir con el encargo. Si siempre había sido ella quien atendía al patrón, ¿por qué ahora iba a ser diferente? Conocía perfectamente su situación en esa casa y tenía que preservarla.

Unos hombres bajaron el cuerpo y lo tendieron en el recibidor, en un catre de campaña. Ahí mismo lo velaron.

La muchacha lloraba desconsolada. Y parecía que en cada lágrima vertía una parte de su vida. Impresionaba su pena. Tanto que los vecinos pensaron si no habría enloquecido.

Una anciana trataba de consolarla:

—No hay poder que cure las heridas de la pena, más que Dios. Bastante sufriste de niña con la pérdida de tus padres, hija mía, te comprendo. Derrama esas lágrimas por quien te sacó de la pobreza, te protegió y vio en ti a una hija.

Y la pobre muchacha seguía llorando a mares.

La muchacha no era bella, pero tenía el aroma perfumado de la pubertad; los ojos grandes y el talle estrecho.

Esa mañana, silbando había abierto la puerta de la recámara principal. Y no le extrañó la quietud y el silencio que reinaban en el interior, pues el patrón solía madrugar a sus quehaceres. Pero en el umbral hizo una pausa, se inmovilizó con la mirada levantada; quizá su olfato detectó un tufillo extraño. El aire parecía enrarecido con algo que no alcanzaba a identificar. Pero estaba desvelada, era mejor no ponerse a cavilar.

Usualmente, ella aprovechaba esa hora de la mañana para regresar al lugar en que había compartido parte de la noche, con el propósito de remover los restos de la humedad de su cuerpo; los sudores saturados de su esencia que impregnaban las sabanas y las almohadas.

Todavía desorientada por la semipenumbra, ya se disponía a correr las cortinas y a abrir las ventanas de par en par con el propósito de iluminar el cuarto y, de airear los efluvios del sexo nocturno. Pero alcanzó a ver el bulto todavía arropado. Entonces, como niña viciosa, con el turbador encanto de quien recibe los primeros abrazos de los hombres, cerró la puerta, recorrió en la punta de los pies el espacio que la separaba de la orilla de la cama, y poco a poco jaló la sábana tomándola por el borde.

Lo vio echado allí, inerte; su rostro era el de un andrajo humano corrompido por los años. Y ese ojo entreabierto, esa piel terrosa le indicó que el bulto era una cosa muerta.

De repente, le invadió un miedo cerval. Tuvo conciencia clara del peligro a que se hallaba expuesta: a tener que volver a la ronda por las calles cenagosas, a los bailes de arrabal, a los tugurios miserables con sus pasillos de aserrín húmedo de cerveza derramada de donde la había rescatado el dueño de la casa grande.

Sonó el silbato del tren en la estación lejana, con su cargamento de putas rumbo a los cañaverales de la ciénaga; el silbido le llegó con un tono melancólico.

Y a la muchacha le dio por llorar.