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La última carta

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1

Allí estaba la mujer a la que amé durante tantos años, oía su voz dulce, la que me cautivó desde el primer día que dijo mi nombre.

Desde el sitio en que me encontraba, tras el cristal, podía adivinar una gran reunión social, en la que se debía encontrar la mayoría de las personas que conocía, las cuales habían venido a verme a propósito de aquel acontecimiento.

Se me figuraba estar en un gran teatro, con los ojos de todas las personas puestos sobre mí. Personas con las que compartía a diario, o que tal vez había visto ocasionalmente, o personas amigas de las conocidas, u otras tal vez, a las que jamás había visto en mi vida; todas ellas reunidas allí en ocasión de haberme convertido yo, en alguien que despertaba un inusitado interés.

Y entre los asistentes se encontraría, por supuesto, Felipe, vestido impecablemente, como siempre, con aquella compostura y elegancia que nunca le abandonaban.

Felipe y yo éramos amigos desde los años de la universidad; era un tipo inteligente, brillante, lleno de cualidades; siempre el primero en la clase y en los deportes. Poseía un gran espíritu de competitividad y, en cualquier cosa que emprendiera, el corazón se le iba en pos del triunfo. Con ello suplía (eso lo analicé más tarde) sus otras grandes deficiencias espirituales.

Cuando me casé con Marian, a la que ambos conocimos por esos días y hacia la que no podía ocultar sus sentimientos, sintió por vez primera, me imagino, la agriedad y el sinsabor de la derrota, y a pesar de que las cadenas de nuestra amistad habían sido laboriosamente trabajadas, comenzó a crecer, indetenible, un océano que iba separando partes de nosotros, haciendo olvidar lugares que nos fueron comunes y convirtiendo en armas peligrosas, bombas de tiempo de destruir las vidas, a aquellas confidencias enterradas tiempo atrás, con el tácito y silencioso acuerdo de jamás rememorarlas.

Pero, unidos los dos en empresas comunes, trabajando en proyectos y planes siempre soñados, nuestra amistad continuó, a pesar de ello, sobre ese tapiz social que todos pisamos obligatoriamente, aunque, en nuestro fuero interno, muchas veces nos disguste.

Asociarnos en los negocios fue para mí un acto de conveniencia y supervivencia, y para él, una forma de estar cerca de Marian, pues las personas como Felipe jamás dejan de apetecer lo que no pueden alcanzar, aunque la obsesión de mantener ese deseo les haga perder los caminos hacia una felicidad distinta, propia y auténtica.

Y las personas como yo, lo reconozco ahora, somos pobres candidatos al éxito empresarial sin alguien que, siendo capaz de entretenerse en los intrincados recovecos del análisis meticuloso y frío, no vea el lado romántico de las cosas y el humano de las personas, y nos empuje, con fuerza y determinación, hacia la consecución del descalabro ajeno.

Así que, cada cual seguro de lo que poseía, nuestra relación se hizo fuerte de nuevo, con estos insospechados vínculos de una hipocresía controlada y necesaria. Los negocios comenzaron a dar sus frutos, yo era feliz con Marian y él nos miraba y compartía nuestra felicidad.

Su pasión eran los autos y en ello malgastaba su dinero; yo por mi parte, adquirí una casa en la casa cerca de la playa, y allí pasábamos juntos casi todos los fines de semana.

Felipe siempre venía con regalos. Si yo le reprochaba sus excesivos gastos, él argumentaba que nosotros éramos sus únicos verdaderos amigos.

Por supuesto, yo sabía que su intención era halagar a mi esposa, pero, ¿cómo podría yo dejar de sonreír y perder aquella interna sensación de victoria en lo único que realmente lo aventajaba?

Por otra parte, nunca guardé demasiadas reservas por ello, pues, a pesar de que él, aun andando con muchas mujeres, convertido irremediablemente en soltero empedernido, nunca dejaba de posar sus ojos de rapaz sobre la hermosura de mi Marian, yo confiaba en ella todo lo que puede ser capaz de confiar un hombre y sabía que, aun en las circunstancias más adversas, aun si se diese la mejor combinación de condiciones posibles para hacer flaquear sus fuerzas y opacar, aunque fuese por un instante, el inmenso amor que ella me profesaba, siempre guardaría un resto de carácter y determinación para rechazar cualquier intento de Felipe por acercársele en ese plano de deseo que, sólo con pensarlo, me resultaba repugnante.

A veces, cuando hacía este ejercicio de la meditación tratando de imaginarlos juntos, en una especie de estúpida flagelación de mí mismo, terminaba por sacudir mi cabeza, diciéndome que aquello sería la antítesis de lo posible y que no habría forma de que sucediese.

Pero, así como sabía que Marian era inamovible en su amor hacia mí, sabía también que no escapaba a las frivolidades de la vida y a los caprichos de mostrar y querer mostrarse ante los demás, y sobre todo ante sus amigas, con orgullo —que yo legitimaba, en mi amor hacia ella—, los avances, los progresos alcanzados, la posición social que ambos habíamos ido escalando.

Así que, un buen día, a Marian, a mi amada Marian, no le fue suficiente la casa del litoral y dejó de gustarle, también, el barrio en que vivíamos y, de la casa que antes veía como el nido de nuestro amor, y que juntos pintamos, decoramos y acomodamos a nuestra manera, ahora ya no le gustaban las ventanas, ni la chimenea, ni el obscuro pasillo que conducía a las habitaciones, y odiaba, sin que yo pudiese saber por qué, a la antigua y cómoda butaca en donde siempre me sentaba.

Para complacerla, nos mudamos a una casa más grande en un barrio más elegante, y cuando los camiones vinieron a devorarlo todo, mezclando en un grotesco amasijo las cosas del espíritu y las de la carne, aquella compañera de muchas soledades, con sus cojines y apoyabrazos adaptados ya a las posturas de mi cuerpo, quedó allí, desolada, contemplando la desnuda chimenea, como centinela en un campo abandonado, donde nada hay que guardar ya, excepto los recuerdos.

En la nueva casa, las blancas paredes de la sala, sin haber sido asaltadas aún por cuadros y adornos que reposaban en el piso, apoyados sobre ellas, se me figuraban pantallas de cine, listas a recibir las imágenes de una retoñeciente vida, como si un borrador mágico hubiese desintegrado el pasado y nuestros destinos fuesen a comenzar de nuevo.

Pero no sentía temor, porque Marian estaría conmigo, tal vez ahora, después del tratamiento a que se había sometido a causa de su esterilidad, tendríamos hijos que viniesen a completar nuestra felicidad.

Recuerdo que durante mucho tiempo tuve que soportar las miradas y los reproches de su madre, que, siempre lo supe, veladamente me acusaba de ser el culpable de no haber tenido nietos a pesar de los años que teníamos de casados.

Ella habría preferido a Felipe, elegante, práctico y superficial como ella misma, con el que congeniaba perfectamente y al que encontraba siempre dispuesto a atenderla en lo que ella requiriese, tanto en la casa, en la empresa —en donde se aparecía frecuentemente con la única finalidad de mortificarme y hacerse notar— o en la casa de la playa.

Y yo sabía que estas atenciones estaban dirigidas a agradarle no por ella, sino por Marian, atenciones que habían surtido efecto con el tiempo, al punto de haber escuchado yo, por casualidad, una conversación entre madre e hija en donde la primera le decía entre otras cosas: “Si un día quedas viuda...”.

Aunque no la veía, estoy seguro de que mi suegra se encontraba también en la reunión. Andaría pavoneándose con cara de circunstancia, a diestra y siniestra con su inmensa nariz que en más de una ocasión me había hecho reír.

Creo que se encontraban allí, también, varias personas a las que no había visto en mucho tiempo. De algunas de ellas casi no me acordaba, otros eran viejos conocidos, compañeros del club o relacionados de negocios. Podría haberme sonrojado, nunca tanta gente me había prestado tantas atenciones.

Ello me incomodaba absolutamente porque, sin jactarme de filósofo o erudito, he aprendido que los vestidos de la admiración son cosidos frecuentemente con los hilos de la envidia. Los pedestales en que los humanos nos colocamos unos a otros no tienen nombres propios, y al más pequeño parpadeo los aduladores derrumban a sus ídolos, poniendo más saña en el despedazamiento que énfasis habían puesto en la aclamación.

Parecía ser, entonces, que aquel acontecimiento de suprema importancia para mí, había sido aprovechado para demostrarme cuán estimado era en el círculo social en que me desenvolvía.

Traté de hablarles, pero las palabras no salían de mi boca, quise gritar, pero no pude, traté de voltear para ver a alguien que se me acercaba y en ese momento, cerraron la tapa de mi urna y luego, sentí que me llevaban.

 

2

Cuando era niño, en el enorme caserón de campo donde vivían mis padres, jugaba al escondite con mis amigos, y al encontrarme solo en alguna de aquellas vacías e inmensas habitaciones, me asaltaba un irremediable temor de quedarme allí, encerrado para siempre.

De alguna manera vinieron a mi mente aquellos juegos de la infancia; mas ahora nadie me buscaba, ni estaba en una de aquellas inmensas y vacías habitaciones. El miedo era diferente, el encierro tan pequeño y tan absoluto, que no encontraré palabras para describir lo que sentía. Recuerdos pasados y cercanos comenzaron a filtrarse entre mi desesperación, sin orden ni cronología.

Vinieron a mi mente los años de la universidad. Recordé los paseos por el campo con Marian, cómo retozábamos sobre la hierba, ignorantes de todo, menos de nosotros mismos.

Por aquellos días, ella comenzaba a llenar mi vida y no podía imaginarme sin ella, sin verla correr como una mariposa entre los pequeños arbustos, sin su risa, como una cascada que impregnaba de euforia todas las partes de mi ser. Después, los regresos, abrazados, soñando con nosotros, y luego, los encuentros con Felipe, con su mirada inquisidora, sus preguntas, las indirectas, tratando de disuadirme, lo sabía yo, para tener el campo libre.

Pero no sucedió. Yo me casé con Marian y él estuvo allí, en nuestra boda, de padrino por supuesto, rumiando su orgullo herido.

Sentí balancearse la caja. Pensé que alguien querría echar un último vistazo, entonces los miraría a los ojos y sabrían que estaba vivo.

En ese instante, daría todo lo que tenía por ver un rostro de un ser humano, amigo o enemigo, que viniese a rescatarme de la desesperación de estar allí, en el umbral de la nada, para siempre. Pero pasaron los minutos y nadie apareció.

Lo último que recuerdo, antes de despertar en el ataúd, es el rostro de Marian.

Esa noche vestía un camisón negro con encajes que dejaba entrever su aún joven y siempre hermoso cuerpo, sus senos, suaves y provocativos, sobresalían levemente por encima de los bordados.

Hicimos el amor como no lo habíamos hecho en mucho tiempo.

Me levanté y me di una ducha. ¡Cómo maldije al agua, que borraba de mí las huellas de mi Marian!

Hacía frío aquella noche, cuando salí de la ducha, ella dormía plácidamente; la contemplé casi hipnotizado, su rostro se me parecía a una azucena, entre las mantas de la cama.

Me dirigí al bar de la sala y tomé la botella de aquel licor que guardaba para las ocasiones especiales, ese del que solamente yo bebía. Me serví una copa y la apuré de un trago, luego me serví otra, coloqué la botella en su lugar, prendí un cigarrillo y regresé a donde mi Marian dormía.

Saboreaba mi copa sentado en el borde de la cama, cuando sentí aquel fuerte dolor en el estómago y un gran calor en todo el cuerpo; me recosté y pensé en despertarla, pero me arrepentí, supuse que sería algo sin importancia. Entonces, me sobrevino un mareo y un dolor agudo me golpeó en el pecho, la miré y, de pronto, todo se apagó.

¡Dios mío!, ¡me iban a enterrar!, ¡pero yo estoy vivo! —me dije. ¡Vivo! Moví los dedos de los pies, comenzaba a sentir mi cuerpo de nuevo, como saliendo de un estado de gran pesadez.

Grité.

Nadie me escuchó. El grito resonó dentro del ataúd, haciéndome conocer el verdadero sentido de la soledad y del abandono.

En la vida había tenido muchas y personales soledades, aquellas que arropan la pequeñez del ser humano. Y sólo ahora comprendía —ignorante de mí—, cuando ya no quedaban casillas en que colocar las cruces de la enmienda, que aquellos vulnerables castillos eran un encierro que me autoprocuraba, y sólo mi exacerbada autoestima, que hacía desmerecer ante mis ojos a quien valía tanto o más que yo, era la causa de que me sintiese solo, estando rodeado de tanta vida. Mi alma, empobrecida en lo vulgar y cotidiano, no veía más allá del ansia más inmediata e, insatisfecha, alimentaba el dolor con celo inusitado, haciéndose inmensa en la contemplación de sí misma.

Por los ruidos que oía afuera, deduje que iba en el carro fúnebre, pues lo que escuchaba, parecían ser las estridencias del tráfico.

Imaginaba a los conductores dentro de sus vehículos, en la forma casi autómata como se conduce en las autopistas, sobre todo en aquellas transitadas muchas veces, cuando, al llegar a un determinado lugar, pensamos que hemos ido casi de memoria, y no tenemos recuerdos de por dónde hemos pasado o de qué otros autos o cosas hemos visto en el camino.

Me los imaginaba así, con las mentes en sus asuntos y las manos a tiro de claxon para, mediante este moderno método del insulto, agredir a quien, aunque fuese por una milésima de segundo, retrasase sus alocadas y rutinarias carreras.

Me parecía ver sus ojos, fijos en el vehículo delantero, sin mirarlo, sólo palpando la distancia, yendo por inercia, a cualquier parte, como hormigas, sin jamás detenerse, pero vivos, libres, fuera de aquel ataúd que me encerraba.

Yo mismo había transitado ese camino muchas veces, sin percatarme de todo lo que existía, vivía y respiraba a mí alrededor, abocado únicamente a mis propios y miserables anhelos, mirando a los demás como comparsa, sin darme cuenta de que era un actor de reparto, como otros, en este inmenso teatro universal.

Pero ahora, ¡qué banales, infructíferas e inútiles todas las metas de mi vida, ante la inédita contingencia!

Me encontré deseando desesperadamente un segundo final, un instante en que ya dejase de pensar. Quería creer en la eternidad, en otra vida después de esta; era algo en lo que había meditado ocasionalmente, pero eso estaba tan lejano que, inútil en adentrarme en lo insondable, volvía inmediatamente a la realidad.

Además, sentía una gran fatiga espiritual al tratar de discernir en si en verdad habría una continuación del ser. Ora imaginaba espíritus sin formas definidas vagando por todas partes, ora un inmenso jardín con fuentes de agua que manaba sin ir a tener a parte alguna, en que las almas se recreaban... Pero, ¿cómo —me preguntaba— aquellos entes sin rostro, sin piernas, sin brazos, podrían reconocerse unos a otros, y si cada persona que había muerto en el mundo desde el principio de la humanidad, poseía un espíritu en esta o en alguna otra parte, cómo moverse y convivir entre ese abarrotamiento de seres? Por otro lado, ¿qué tipo de existencia sería esa continuidad asexual por años y años, sin un punto final en el tiempo, sin un esperado evento que marcase la vuelta a los placeres conocidos antes de la muerte?

Ya no tenía dominio sobre mis pensamientos. En mi mente bullían demasiadas cosas, demasiados recuerdos. ¿Y mis proyectos?, ¿y lo que me faltaba por hacer en la vida?, ¡tantas preguntas que no atinaban a respuesta alguna!

¿Qué fue lo que me pasó?, ¿quién fue el médico que me declaró muerto?, ¿habría habido alguno?, ¿qué me hizo quedarme en ese estado?

Sudaba. Por momentos sentía náuseas y mareos, entonces pensaba que era el final, pero abría los ojos y me daba cuenta de que aún continuaba allí.

¡Si Marian supiese, o aunque sea sospechase por un momento que yo vivía, abriría la caja con sus propias manos, con dientes, con uñas, desesperadamente! Entonces me ayudaría a salir, me abrazaría, me besaría y me diría “Te amo” hasta quedarse sin voz.

Pero, ¡cómo iba a sospechar tal cosa, sumida en el infinito dolor que mi muerte le causaría!

Siempre pensé que el sufrimiento por la muerte de una persona estaba íntimamente ligado al egoísmo de seguir teniéndola, pero que cada ser nace, vive y muere por sí mismo en una augusta y definitiva soledumbre como esta a la que estaba sometido. Pero eso era antes de conocer el amor de Marian, el sufrimiento que ella sentiría en ese momento no tendría nada que ver con egoísmo alguno, y estaba absolutamente seguro de que ella hubiese preferido morir conmigo, antes que quedarse sola en un mundo cruel, en el que no tendría mis ternuras y mis cuidados.

Su amor me confortaba, sus sentimientos hacia mí daban sentido a todos los años que había vivido, y, casi tan sólo por esos sentimientos, me llenaba la ansiedad de no morir, porque —pensé en ese instante—, sin el amor de Marian, mi vida no hubiese sido nada, y desaparecer hubiese sido como matar un mosquito, pues no cambiaría nada en el mundo.

Pero mi muerte cambiaría su vida; eso, más que lo que pudiese suceder con la fábrica, con mis asociados, mis clientes o con las personas que trabajaban para mí, me hacían sentirme importante.

Y deseaba no morir, casi más que por el miedo de desaparecer para siempre, por el infinito dolor que a Marian le causaría.

Pensaba también que todo había pasado demasiado rápido. Me parecía que los años de la infancia estaban allí mismo, a la vuelta del último respiro. El mundo allá afuera, continuaba sin mí; ¡tan importante que me creía, tan indispensable, casi un designado de Dios!, ¡y el mundo continuaría sin mí!

Ahora, apartado abruptamente, todo me había sido vedado. Otros ojos verían lo que yo había mirado, otras manos tocarían lo que había sido mío; pero una cosa en mi desesperación, me animaba absurdamente: ella jamás sería de otro, iría pasando los días sostenida en mi recuerdo, porque el tiempo no podría borrar todo el amor que habíamos compartido.

Hubiese querido verla aunque fuese una vez más, amarla aunque fuese una vez más, oír su risa de nuevo en la campiña y acurrucarme en su regazo, sentir sus manos acariciando mis mejillas y la humedad de sus besos interminables; pero el péndulo se había detenido y ahora, sólo me esperaba el silencio y la eternidad.

Había tenido, en ocasiones, pesadillas horribles, me veía atacado por fieras, o cayendo de precipicios, o en muchas otras situaciones desesperadas pero, al despertar, me reía de aquellas angustias en mis sueños.

Cerré y abrí los ojos repetidamente tratando de despertar, mas, cada vez que los abría, la certeza del ataúd me devolvía a la desesperante vigilia de mi fin.

Y recordaba ahora, también, esos cuentos de los enterrados vivos, de cómo habían sido encontrados sus esqueletos volteados dentro de las cajas, y la madera arañada con las uñas. Por instantes, me parecía ver a los gusanos devorando mi carne, se me erizó la piel y traté de alejar esos pensamientos.

Tenía que pensar fríamente, actuar inteligentemente, analizar la situación en el poco tiempo que me quedaba; la desesperación no me conduciría a parte alguna.

Intenté moverme dentro de la caja; aunque tenía espacio para flexionar un poco las piernas, el cristal estaba demasiado cerca de mi cara. Lo golpeé, pero no tenía ángulo suficiente para hacerlo tan fuertemente que se rompiera. No podía respirar bien. “¡Moriré asfixiado!”, pensé. Entonces me quedé inmóvil, pues pensé que, si me agitaba, el oxígeno se acabaría más rápidamente.

Luego, concebí un plan que no podía fallar: cuando se detuviesen en el cementerio, golpearía, patearía la caja con todas mis fuerzas y me sacarían de allí.

¿Y si no me oían?, ¿y si en esos momentos, el ruido de un avión o de un tractor les impedía escucharme?

¡Marian!, ¡sí!, antes de bajar la urna, mi adorada Marian se inclinaría sobre ella para darme el último adiós, más que inclinarse, ¡la abrazaría!, ¡trataría de pegarse a la caja para irse conmigo!, ¡oh Marian!, ¡me dolía marcharme, por dejarte! Entonces, cuando estuviese sobre la madera, le gritaría: ¡amor, estoy vivo, sácame de aquí!

Sería una buena sorpresa para toda aquella gente. Me imaginaba que llegado ese punto del funeral, la mayoría estarían ya fastidiados, pensando en sus trabajos, en sus mujeres, en quién sabe qué, deseando que me enterrasen de una vez para terminar de cumplir con el compromiso y marcharse. Me parecía escucharlos: “Se mueren los mejores”, o “Tanta gente mala y le vino a tocar a él”, o “Es una gran pérdida para tal o cual”, o tal vez “Tan joven...” y “Tenía una salud de hierro...”, y aun, “Es el destino”.

También lo sería para mi suegra, que pensaría, en su interior, que jamás se iba a deshacer de mí, y aunque estaba seguro de que Felipe se encontraría profundamente compungido, el suceso alimentaría vanamente sus ilusiones de un futuro con Marian. ¡Tan seguro estaba del amor de ella!

Quería creer firmemente que todo saldría bien, que sortearía aquella situación, igual que otras, difíciles en mi vida...

Continuaba oyendo ruidos de automóviles, entonces sentí como que se detenían, y otra vez el movimiento, pero ya no oía nada afuera del carro que me llevaba. “Están entrando al cementerio”, me dije, “debo guardar fuerzas para golpear la madera, cuando vayan a sacar la urna”.

Mi corazón comenzó a latir con más fuerza, respiraba entrecortadamente. ¡Ya iba a salir!, ¡vería la luz de nuevo!, ¡volvería a la vida!

Se detuvieron. Transcurrieron agónicos minutos en que traté de contener la respiración y los pensamientos, como para que nada pudiese interferir en el momento más importante, en el acto más heroico de mi existencia: gritar y patalear.

Oí como que abrían una puerta, entonces me desmayé.

 

3

Sentí un estruendo, como de cristales que se rompían, y luego que hurgaban en mí, como revisándome. Escuché un silbato lejano y voces, luego pasos muy rápidos, como de alguien que corría, después solamente oí los cantos de los grillos.

A través de la tapa abierta veía el cielo estrellado. Respiré profundamente y, como pude, sacudiéndome los trozos de vidrio que habían caído sobre mi cara, salí del ataúd, me senté sobre él y me puse a llorar.

Al escalar la fosa, me encontré con una selva de lápidas frente a mí. Corrí, corrí tan rápidamente como me fue posible, dejando atrás mi sepultura, en la nueva vida que los ladrones de tumbas me habían regalado.

Debía ser de madrugada. Me encontré en una calle que ya me resultaba familiar: era la de mi nueva casa.

Todo lo que veía a mí alrededor me parecía nuevo, conocido pero nuevo, y no sabría cómo explicarlo. No podía creer lo que me había pasado, pero encontrarme en la calle a aquella hora me confirmaba que no había vivido un mal sueño, sino una terrible realidad.

Las primeras luces del alba se levantaban detrás de la arboleda; jamás había visto un amanecer tan radiante, todo me parecía maravilloso.

Ahora viviría cada día, cada hora, cada segundo, como si fuese el último de mi vida; me alejaría de los negocios y saborearía todos los pequeños placeres de la vida, pues no estaba dispuesto a perder esta segunda oportunidad.

¡Marian! Todos mis pensamientos comenzaron de nuevo a girar en torno a ella. Ella fue la razón por la que me mantuve vivo; de no haber sido por ella, hubiera sucumbido, mi espíritu se habría entregado en aquellas horas aterradoras. Sabía que no podía irme con todo aquel amor en mi corazón. Ahora debería vaciarme sobre ella hasta quedarme seco, besarla hasta que me doliesen los labios, apretar su cuerpo contra el mío, así me daría cuenta de que estaba realmente vivo.

Busqué en mis bolsillos, instintivamente, las llaves de la casa. Estaban vacíos; yo me sentía como aquel traje con el que me habían embarcado al más allá; pero ahora llenaría mi vida de las cosas realmente importantes.

Marian estaría durmiendo; no tocaría la puerta, entraría por la ventana, como cuando éramos novios, en casa de sus padres, y la despertaría con mis besos.

¡Oh Marian, de nuevo estaría contigo!, ¡vería tu cara de felicidad al saber que no había muerto!, ¡cuántas caricias te tenía reservadas!, ¡otra vez iríamos al campo a acostarnos sobre la hierba, te vería caminar entre las flores, y tu risa sería como antes!

La ventana de nuestro cuarto estaba cerrada. Di la vuelta a la casa: las cortinas de la sala se bamboleaban con el viento.

No habían retirado, aún, las sillas adustas de la funeraria ni un atril lleno de tarjetas. ¡Todas las condolencias y toda la hipocresía resumidas allí, en blanco y negro!

¡Qué sorpresa se llevarían todos!, sobre todo aquellos a quienes mi muerte les beneficiaría; mis asociados, los que me debían sin recibo, los que, de una u otra forma, echarían mano de mis bienes... Todos menos Felipe, pues a pesar de nuestras viejas rivalidades, había entre nosotros un afecto sincero, controlado pero sincero, una relación en la que nos conocíamos y nos aceptábamos, pero a los demás, ¡cómo gozaría viéndoles la cara!

Llegué a la puerta de nuestra habitación, respiré profundamente, eché mano al pestillo, abrí la puerta y prendí la luz.

El ruido los despertó.

Pude ver el terror en los ojos de Felipe; Marian se aferró a él, apretando los dientes, gimiendo, como si un mismo diablo se le hubiese aparecido.

Lo que sentí era como morir de nuevo. Entonces lo entendí todo. Entendí el macabro plan que ambos habían urdido para deshacerse de mí. ¿Desde cuando me engañaba?, ¿desde cuándo el socio, el amigo que yo recibía en mi casa, se reía de mí?

Una rabia incontenible se fue apoderando de mi ser en fracciones de segundo. Todo lo que amaba se había perdido, todas mis ilusiones se habían derrumbado y me sentía el hombre más miserable sobre la Tierra.

No pude pronunciar palabra, sólo atiné a golpear el marco de la puerta con mis puños, corrí a la biblioteca, saqué el revólver que aún estaba en mi escritorio y regresé.

Comenzaron a gritar, sin salir todavía de su asombro.

Con los ojos llenos de lágrimas disparé una y otra vez. La sangre de ambos saltó sobre las sábanas, sobre el copete de la cama, y llenó de manchas la pared.

Salí de allí desesperado, con el revólver aferrado aún entre los dedos y me fui sin rumbo por las calles de la ciudad, que estaba despertando.

Llegué hasta la vieja casa y, en mi querida butaca abandonada, frente a la chimenea apagada y fría, me senté de nuevo.

Es por eso que me encontrarán aquí. A nadie se culpe de mi muerte.