Sala de ensayo
Ilustración: James YangLa literatura
frente a los nuevos
lenguajes
de la mundialización

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En las teorías de la Comunicación y la Semiótica es común analizar la superficie de los discursos, sin valorar sus diferencias de fondo. Respecto del cine, por ejemplo, son comunes los estudios sobre el montaje, los elementos narrativos y la fotografía, de suerte que el medio tiene al fin más prosodia que el mensaje. El medio es el masaje/mensaje —decía McLuhan. Es que, como reconoció Epstein, todo arte construye su ciudad prohibida.

Me gustaría tratar, sin embargo, las consecuencias de otros modos de abordaje cultural del cine como del texto literario: intentar hablar hoy de literatura sería para mí poner en crisis su concepción estética e instalarla en el justo lugar bajtiniano de resistencia a la tecnología, que no pudieron obviar otras áreas del arte, incluso el cine.

La literatura —subjetividad afectiva, subjetividad interpretativa, modalizante o axiológica— siempre sostenida en un proceso comunicativo, no posee empero la pretensión de eficacia de los nuevos lenguajes de la mundialización, como la publicidad —matriz comunicadora— que ha llegado a meter baza hasta en el cine, con su manía del product placement —modo elegante de ocultar el financiamiento de realización de una película. Si esto no es entrecruzar mensajes, poco le falta al cine, por lo menos al masivo, que llena salas.

De momento, las páginas de un libro no llevan el emblema de ningún anuncio publicitario —aunque ya se cocinan ideas sobre el tema, e incluso ha habido experiencias, como la de escritores alemanes difundidos en marquillas de cigarrillos mediante relatos breves. La literatura se viene salvando de la mundialización y, como práctica social, mantiene, a mi juicio, su posibilidad más interesante: quebrar o superar el orden simbólico, en lugar de duplicarlo.

Si bien todo es cuestión de perspectiva, entre el esteticismo académico y la energía del jorobado de Arlt o la puesta en escena de una Jelinek que prefiere hablar de Viena a través de unos excluidos perversos, yo prefiero esta energía. Si la vida es una eterna milonga, me pregunto por qué no meter las manos en lo no paradigmático y animarse a hablar desde lo soterrado. Eso puede hacer todavía la literatura. Ahí estriba su grandeza.

La gran aliada de la mundialización, la publicidad, se ha encargado ya, en forma harto suficiente, de imponernos una nueva estética del deseo: una belleza estable, por eso mil veces antihumana. En definitiva, nos vemos expuestos a la retórica del que no sufre, peculiar modo de evitar la muerte, pero —no nos engañemos— con remisión desvergonzada athanatos.

Los que transitamos o leemos las Letras preferimos a eros. Como no nos desvela el copyright y no tenemos la pesadilla de producir con el celuloide, que se ha llevado varias vidas e hipotecado casas de cineastas, podemos todavía doblegar el malsano mensaje de lo perfecto mediante la retórica del llanto, como aquella sor Juana de la Cruz que buscaba a Cristo llorando.

El gran problema del cine, como la literatura, fue siempre su capacidad para poner patas para arriba todo nuestro universo simbólico. Es razonable, entonces, que se haya visto invadido por la presión de la publicidad y el mercadeo. Hacer cine es caro, y hablo aun del cine que no adhiere a Hollywood, cada vez más difícil de sostenerse. Como dijera Baudrillard en Pantalla total (Barcelona: Anagrama, 2000), la mundialización aspira a la mayor eficacia comunicativa, el cine se puede dar el lujo de darle la espalda.

Pero el cine, hoy, salvo respetadísimas excepciones, es un cine videoclipero o de mensaje clonado, que logró desplazar a aquel cine de autor de los años sesenta del siglo que pasó, escasamente mantenido en países como Argentina, China, etc., o con directores como Wim Wenders, por dar algunos ejemplos. Se rompió, nos guste o no, toda posibilidad de narratividad autónoma. La lectura de Fernando de Felipe en “La sombra de una d(e)uda: publicitarios y cineastas”, de la revista Trípodos (Facultat de Ciències de la Comunicació Blanquerna Barcelona, 2006, p. 95 y s.s.), es ilustrativa sobre el punto.

La literatura, extraña y maravillosamente, conserva las mañas de la poiesis griega, creatividad pura. Por eso yo le respondería al Lessing del siglo XVIIII y de sus Briefe die neueste Literatur betreffend que no se ocupara de la cualidad estética, pues hoy necesitamos un lenguaje que supere estéticas diseñadas.

Es que la literatura, aun de la indigencia y fuera del copyright, continúa asegurando fuerza y creando nuevos órdenes de significación al no sustentarse en la eficacia.