Entrevistas
Juan ÁlvarezJuan Álvarez, Premio Nacional
de Cuento Ciudad de Bogotá
Inventar generaciones
es un buen negocio

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Hay un escritor que se encomienda al santo que pone bozales a los perros, hace la esquina como el personaje de una canción de Héctor Lavoe, un gato que camina en cámara lenta y se diluye en la sombra, conteniendo la respiración hasta el pie de la pared, dispuesto a esquivar picos de botellas y alambres de púas, como un acróbata de ese circo anónimo que es la noche. Entonces, sin darnos cuenta, se ha robado nuestra atención. Ese es Juan Álvarez, quien obtuvo, con su libro de cuentos Falsas alarmas, el reciente Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá, convocado por el Instituto Distrital de Cultura y Turismo (IDCT).

La función primaria del escritor es contar historias, con la aspiración de que el lector se apasione con ellas; el resto es marketing. Los escritores aprenden a escribir leyendo cuentos, se amamantan con ellos, son el mapa de sus pasos iniciales, sus sentidos creativos se estimulan gracias a los cuentos. Luego, cuando los escritores han adquirido notoriedad, por su trabajo o por artificios extraliterarios, las editoriales exigen que nieguen su origen, es decir, que escriban novelas y no cuentos; en virtud de tendencias mercantiles que las mismas editoriales han contribuido a crear, al ser parte de un círculo vicioso de periodistas culturales, escritores, y por supuesto, editoriales: un círculo que gira gracias a las “infalibles” leyes del mercado, muchas de las cuales son en realidad prejuicios comerciales.

De este círculo dantesco cultural, sale damnificado el cuento, el escritor, y sobre todo, el lector. Un fenómeno llamativo y revelador es el hecho de que un alto porcentaje de películas se están basando en cuentos, y no en novelas; porque encuentran en los cuentos la innovación y el riesgo creativo que ya no hallan en los nietos de Balzac. Dice Francis Ford Coppola: Un cuento corto y bueno es dos veces bueno, y si es corto pero malo sigue siendo bueno, porque no nos ha hecho perder el tiempo.

A pesar de ese círculo vicioso (tal vez, gracias a él), el cuento en Colombia pasa por un momento excepcional, resultado de muchos años durante los cuales diversos escritores, con intereses distintos, han sido fieles al género de más tradición, continuidad y evolución en nuestra literatura latinoamericana. Los personajes del cuento de hoy no son esas medusas transparentes y gelatinosas, con fisonomías irreales o deformadas de atractivo inconstante, que hallamos en muchas novelas, y que las editoriales publicitan con la consigna de ser profundamente psicológicos o muy vitales. Además, la riqueza argumental de nuestros cuentos revela curiosidad, búsqueda, combinación: inconformismo creativo.

Volviendo al caso particular de Juan Álvarez, sus cuentos no son una fría colección de costumbres, curiosidades o impresiones; son vigorosas unidades artísticas de interés sostenido y creciente. En ellos el lector percibe una sensibilidad cautivante, gracias a un lenguaje que ahonda en los actos. El autor ha sabido concebir unas ideas (tramas), darles progreso mediante escenificaciones, diálogos, introspecciones, observaciones, recuerdos, conjeturas; creando desenlaces en que el lector se reencuentra con algunos elementos expuestos desde el principio y en el desarrollo de las historias; generando al final una impresión emocional duradera, como el fantasma de la mano en un muñón.

Leemos estos nueve cuentos, y gracias a la fluidez narrativa en el encadenamiento de los sucesos, nos hacemos una pregunta básica: ¿dónde están los eslabones narrativos? Todo cuento tiene un núcleo, que muchas veces es más de uno: una anécdota inusual o reveladora, un personaje pintoresco, una cierta mirada sobre un hecho corriente o insólito; en ese sentido, nuestro autor apela a su imaginación para infundir interés a situaciones y personajes que adquieren un relieve, una notoriedad imprevista. Tal vez el más memorable sea, precisamente, el último cuento del libro: “Una historia armada”, que condensa buena parte de la Historia colombiana del siglo XX.

En los cuentos de este joven escritor (1978) llaman la atención las formas elegidas para encarnar las historias, la astucia de tahúr con que desliza los recursos narrativos, con perspicacia y sentido de las proporciones; integrándolas en el cuerpo de la historia, como cubos de hielo deshaciéndose entre la hierba de las circunstancias. Algunos de estos cuentos se parecen a esas preguntas que no tienen respuestas, y sin embargo, dos mil años después, seguimos formulándolas, porque hacerlo nos justifica. Las líneas de sus cuentos son como esas cuerdas de acero que en su conjunto sostienen un puente. Juan Álvarez es, por lo menos para quien escribe estas líneas, el escritor con el estilo más fascinante de nuestros días.

Guido Tamayo nos dice en la revista Número: “El joven escritor de este libro evidencia, sin exhibición, un juicioso conocimiento del oficio. Posee pulso, riesgo, aprecio por la palabra, destreza en el manejo del idioma. Irriga una gran sinceridad a sus textos y aprecia a sus personajes. No los manipula. Los deja respirar y transpirar. Respeta sus desarrollos”.

Juan Álvarez nació en la ciudad de Neiva (Colombia). Es bachiller del Liceo Juan Ramón Jiménez y miembro del Taller de Escritores de la Universidad Central, Teuc, en 1995. Estudió filosofía y una opción en literatura, en la Universidad de Los Andes. En agosto de 2002, y gracias a una beca de trabajo, viajó a la frontera mexicano-estadounidense para adelantar estudios de maestría en el programa bilingüe de creación literaria de la Universidad de Texas con sede en El Paso, Estados Unidos (donde fue asistente de cátedra, editor de la revista Rio Grande Review y miembro del consejo de redacción de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea). Álvarez, en la actualidad, es colaborador de las revistas colombianas El Malpensante y Número. También ha publicado cuentos, entrevistas y ensayos en revistas peruanas, venezolanas y norteamericanas.

En palabras del jurado del Premio Nacional de Cuento, compuesto por: Julio Paredes, Hugo Chaparro Valderrama y Camilo Jiménez: “En estos relatos, donde destaca el humor y la clara voluntad de contar una historia, su autor se arriesga a usar recursos estilísticos y técnicos que los dotan de un aire original. Sobresale en ellos, además, la búsqueda estética y el uso del lenguaje sin afectación como una manera de expresar opiniones políticas y posturas existenciales a través de la anécdota estructurada en clave de cuento”.

—Cuéntenos su relación con la literatura, y el descubrimiento de su vocación narrativa.

—Supongo que en principio nadie tiene una relación unívoca con la literatura. Es más, el recuerdo de esa relación puede variar dependiendo del color del día. En mi recuerdo de infancia la literatura se asocia a una serie de profesoras muy lindas y muy inteligentes y muy sensibles, señoras y señoritas a carta cabal, figuras dominantes, si queremos ponerlo en términos de poder, por lo que no descartaría la posibilidad de que mi vocación haya nacido como un esfuerzo por ser consentido o atendido o, digámoslo de una vez, ser estimulado por semejantes mujeres.

—Lo audiovisual y lo musical tienen en sus cuentos una participación medida y dosificada, casi de sólo referencia; sin caer en el cultismo de imaginarios. ¿Qué reflexiones se hace ante la inevitable influencia de estos canales artísticos en su naciente obra?

—En principio el ejercicio de la escritura siempre tiene los vicios de un ejercicio controlado. Uno mide, elige, transforma. Hace, como bien señalas, el esfuerzo de no caer en efectismos que no le interesen o, en su defecto, exagera hasta alcanzar dichos cultismos de imaginarios, todo dependiendo del efecto buscado o de las líneas que una historia exige. Ahora, digo “en principio” porque, y sería una torpeza no aceptarlo, debe existir también una suerte de condicionamientos culturales que operan en un cierto nivel de inconsciencia, y a eso, creo, es que usted se refiere cuando asocia los elementos musicales o audiovisuales con la idea de “inevitables influencias”. En cualquier caso, más allá de lo que podríamos llamar referencias iconográficas generacionales (lo que no es más que una masa informe carente de significado por sí misma), el motivo de reflexión tendría que ser, creo, la posibilidad de que, efectivamente, la presencia de nuevos productos de consumo cultural implique, a su vez, el génesis de nuevos esquemas mentales o sensoriales. Esto, por supuesto, son arenas movedizas ante las que yo prefiero oprimir el botón de salto combinado con el de aceleración para así pasar volando.

—En sus cuentos hay referencias a lugares, personajes y símbolos propios de la cultura colombiana y global. Cómo se propuso manejar estos aspectos en sus cuentos, o qué actitud tiene frente al uso de estos elementos en su literatura.

—Buena parte de mi actitud frente al uso de referencias culturales quedó resumida en la respuesta anterior. Ahora, si tengo que decir algo más, sería lo siguiente: mi principal problema a la hora de usar una referencia para caracterizar un personaje o para darle color a una situación o a una escena o para darle músculo a una acción, es que soy, comparado con mis amigos, un absoluto ignorante de la cultura popular colombiana e internacional. Digamos que sé quiénes son los reyes, es decir, sé quiénes son Michael Jackson, Diomedes Díaz, tipos como Joe Arroyo. O las reinas, a quienes no vamos a listar para no ofender a nadie. Esta ignorancia me conduce a dos cosas. Por un lado, a estar atento al conocimiento de mis amigos, lo que siempre resulta provechoso; pero sobre todo, me conduce a tener que investigar a la hora de elegir el uso de una de estas referencias. Parece poca cosa, pero no crea, no lo es. Por lo general, si uno es un conocedor profundo (y con profundo quiero decir enfermizo), digamos, de la cultura grunge, va a querer hacer uso permanente de eso que uno en su soledad considera una mina de oro; va a querer listar discos, músicos, lugares especiales donde se realizaron conciertos a partir de los cuales la cultura grunge no fue la misma. Va a querer demostrarle al mundo que sus caminatas por la ciudad de Seattle no fueron en vano y, en fin, puede llegar a ser empalagoso, puede llegar a correr el riesgo de que todas las historias que cuente suenen a grunge. Y como usted bien sabe, mi querido poeta Junieles, pocos pecados en la literatura como el de volverse empalagoso.

“Falsas alarmas”, de Juan Álvarez—Hay un tono agridulce en el narrador-personaje de algunos de sus cuentos, que hace sentir a los lectores como si esa voz leída fuera también la suya, es decir, parece que —sin proponérselo— usted sirviera de portavoz a una generación.

—“Servir de portavoz a una generación” parece una causa más pedante que noble, como si la generación en sí misma no pudiera decir lo que tiene que decir y necesitara de unas muletas expresadas en literatura para hacerlo. De todos modos, la noción de generación no deja de ser atractiva. Ahora, ¿qué es exactamente una generación? ¿Cómo juega dentro de esta idea de límite en el tiempo la variable de clase social? ¿O nos van a tratar de engañar diciéndonos que las categorías de clase no tienen sentido ya? Ahí, por ejemplo, uno siente una suerte de choque de trenes cuyos vagones bien podrían ir marcados con banderas generacionales. Igual, puede estar pasando también que los vagones han sido enviados por el mismo potentado para confundirnos, a jóvenes y a viejos, a los de una generación y a los de otra, veo los trenes venir como antagonistas y resulta que ambos están asegurados por la misma compañía; el choque es un montaje y los enemigos, por supuesto, no van montados en ninguno de los dos, ellos miran a la distancia y probablemente se burlan, dicen, “ah con estos jóvenes”, pero también dicen, seguro, “ah con estos viejos”. ¿Y sabe por qué? Yo no lo sé, pero intuyo que tiene que ver con un negocio. Tener generaciones es un excelente negocio. Inventarlas, quiero decir, o que le pregunten al muchacho este del stand up comedy, el del DVD más vendido de la historia de Colombia (reconocida, por supuesto, por su largo historial de ventas de DVD), que tienen montada toda su onda graciosa sobre unas supuestas diferencias generacionales que, si uno mira con lupa, en realidad son diferencias de clase.

—El escritor norteamericano John Cheever tiene en su haber un hermoso relato: “Adiós, hermano mío”. Uno de sus cuentos, “Nunca te quise dar en la jeta, Javier”, logra, al igual que el de Cheever, instalarnos en el alma del personaje, sus juicios y elecciones, creando una complicidad. ¿Es intuitiva o razonada la concepción de sus tramas y personajes?

—Me atrevo a decir que son razonadas. Tanto las tramas como los personajes, aunque de acá en adelante, en lo que resta de esta respuesta, voy a hablar sólo de las tramas, por puro capricho. Así pues, comienzan de manera razonada. Se las va trabajando hasta que, en algún momento, una luz, que en términos de las categorías que usted plantea bien podríamos equiparar a una intuición, aparece y redondea. También pasa, en una cantidad alarmantemente alta de veces, que la luz se alcanza como se alcanzaba el fuego en la prehistoria: a punta de golpes entre dos superficies. Hay gente que considera estos golpes una expresión de la razón y gente que los considera prueba fehaciente de la barbaridad. Ya ve, siempre estaremos en problemas.

—¿Qué autores considera importantes en el descubrimiento, elección o formación de su estilo? ¿Qué relaciones ha tenido, como lector, con alguno de esos autores?

—Los autores son tan los mismos de siempre que me avergonzaría listarlos. Y la relación, justamente, se sintetiza en el sujeto de acción: lector, leerlos, releerlos, no mucho más que eso.

—¿Cuál es su perspectiva del paisaje literario colombiano: escritores, tendencias y estilos?

—Ah, qué pregunta infinita esta. Para responderla a cabalidad necesitaríamos mucho más que espacio y papel. Para no ir a cansar a nadie, se me ocurre decir dos cosas. Por un lado, que Fernando Vallejo y Germán Espinosa y un puñado de poetas vivos cuyos nombre todos sabemos, son los faros activos que lo iluminan todo (esto, desde luego, lo puedo demostrar). Y la segunda, son unos versos aparentemente de Nicanor Parra que yo he buscado pero que no he encontrado y que leí citados por Bolaño en una conferencia en donde éste se burla de una de esas discusiones nacionalistas que bien podrían haber comenzado con una pregunta como esta que me propones. Total, que los versos dicen así: “Los cuatro grandes poetas de Chile / Son tres / Alonso de Ercilla y Rubén Darío”.

—¿Cuál es su mirada del conflicto colombiano? En su opinión, ¿el creador debe inmiscuirse como crítico o marginarse de esta realidad social y concentrarse en sus búsquedas personales?

—Me niego a responder a este problema porque estoy convencido de que se trata de un falso problema. Con esto no quiero decir que uno no pueda elaborar sobre problemas falsos, de hecho, es todo un arte, un arte dignamente representado, por ejemplo, por tipos como Borges. En realidad, si se trata de hablar del conflicto colombiano, signifique lo que signifique semejante categoría, lo que tendríamos que poner en el asador es nuestra conciencia como ciudadanos. Que seamos o no “creadores” es irrelevante, tan irrelevante como una mosca en medio de la jungla.