Letras
Teníamos los ojos tan bellos

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A lo lejos, probablemente, vi una luz. Mi pelo estaba lleno de agua, me dolían las rodillas y tenía las manos moradas. Al llegar a la casa, me di cuenta de que había varios zapatos cerca de la puerta, amontonados, junto a un cartel que decía: Los sueños no se ensucian. Me quité mis zapatillas y las dejé junto al resto.

Nada más entrar me vino a saludar una niña. Muy bajita para su edad, descalza, y con mariposas en el pelo. Tenía las palmas en alto y una fina sonrisa.

—Hola, soy Julia. ¿Sabes a qué huelen mis manos?

No supe qué decir.

—A lluvia —me dijo.

Le acaricié la cabeza, me fijé en las mariposas, eran amarillas y tenían las alas llenas de palabras. Me senté a la barra. Junto a mí había un tipo encorvado, agarraba entre sus dedos un vaso vacío. En los nudillos de su mano izquierda tenía tatuado un nombre, Elvis. Su mirada estaba fija en el vaso. Se lo acercaba una y otra vez a los labios, bebía aire. Después lo dejaba en el mármol y decía:

—Ya nunca podré ser Elvis.

Se giró y me miró. Su mirada era ausente, como si no estuviera allí, o como si no tuviera mirada. En sus ojos no había nada, sólo eso, ojos. Aquel hombre sin mirada tenía razón, ya nunca podría ser Elvis, al menos con aquellos ojos. El tatuaje se le agrandaba y empequeñecía al cerrar y abrir las manos. Me quedé en silencio, esperando al camarero. Me miré el dorso de mi mano izquierda, los nudillos, la piel sonrosada. Costó mucho pero quedó bien. Fue un tatuaje capricho, un sueño de adolescente, algo sin importancia, ¿y quién no quiso ser alguna vez Elvis?

Sentí unos pasos cortos detrás de mí, era Julia, que se le acercaba al hombre del tatuaje.

—Papá, no te preocupes. Huele mis manos. A que huelen bien, ¿eh? —y Julia le puso las manos sobre la nariz. Y él se sintió mejor.

Llegó el camarero. Era demasiado viejo para ser camarero. Todos sus movimientos eran lentos. Cada vez que se movía hacía un verdadero esfuerzo. Sus ojos eran azules, de un azul desgastado, sin intensidad. En el bolsillo de la camisa tenía una libreta. Cuando se acercó para servirme, pude ver lo que había escrito en la tapa. Cuentos. Estaba subrayado varias veces. Cuando sacó la libreta para apuntarse lo que le pedí, una copa de ron, vi que no tenía páginas. Los ojos del viejo, cada vez menos azules, miraban inquietos donde sólo había cartón. Después me miró y me dijo:

—Discúlpeme, no tengo papel para apuntar su ron.

—No importa —le dije—. No creo que se le olvide.

—Bueno, mejor que no lo apunte. Las cosas cuando se escriben desaparecen. Como los sueños. Abren sus alas y vuelan lejos de nosotros.

—¿Es usted escritor?

—Lo fui.

—Entonces, ¿en esa libreta había cuentos, no?

—Sueños. Tan sólo eso, sueños, que por las noches volaban lejos. Muy lejos de mí.

Cuando puso la copa vacía en el mármol, se me quedó mirando. Su mirada era menos azul que hacía un segundo. Se dio la vuelta, cogió el ron y llenó la copa. De aire.

—Perdone, ¿y el ron? —le dije.

El viejo cogió la copa, se la puso cerca de los ojos. Asintió.

—Tiene razón. Le pondré un poco más.

Y lo hizo.

—Beba —me dijo—. Bébase sus sueños.

El hombre que quería ser Elvis me dijo que lo hiciera, que le diera un trago a ese magnífico ron. Cogí la copa, me la puse entre los labios, miré al hombre del tatuaje, luego al camarero, y bebí aquel aire. De un trago. Un calor insoportable me entró por la garganta, me llegó al estómago. Todo me ardía. ¿Cómo era posible? Después de toser varias veces, me levanté de la barra. Necesitaba lavarme un poco la cara. Despejarme.

Aquel lugar era inmenso. El viejo me dijo que fuera todo recto a la izquierda. La única luz era la de las velas. Se respiraba un intenso olor a cera. Después de atravesar aquel pasillo llegó otro, luego otro y otro y llegué a una esquina donde pude girar a la izquierda. Allí había una puerta que decía: Antiguos sueños. La puerta era de madera, estaba muy sucia, con mucho polvo. La abrí. Lo hice con lentitud, uno no sabía lo que podía encontrarse.

Allí sólo encontré oscuridad, campo. Sentí la noche en mi cara. Llovía. A gotas lentas. Tajos fríos. Condensados. La luna parecía lejana, artificial, igual que la de un decorado con bajo presupuesto. El viento movía los árboles, de un lado a otro, agitándolos, como cuando un padre regaña a su hijo. A lo lejos, escuché algo, o al menos creí escucharlo. Eran voces, murmullos de una pareja. Salí a la noche, me acerqué a ellos. Estaban subidos a la copa de un árbol. Ella tenía sus rodillas dobladas, pegadas al pecho. Parecía que él le contaba algo. Pude ver, o creí ver, que en los nudillos de su mano izquierda tenía escritas unas letras. Borrosas a mi distancia. Tal vez decían, Elvis.

Ella lo escuchaba con atención. Y yo, sin apenas mirarla, la recordaba. Sus ojos eran de un verde profundo, intenso, y tenían la certeza de ver convertido en escritor a aquel camarero de ojos azules. Cuando terminó de leer, arrancó el papel de una libreta. Lo dobló varias veces hasta convertirlo en una mariposa, que puso entre las palmas abiertas de ella. De Laura, porque probablemente, se llamaba Laura. Juntos la soplaron e intentó volar en medio de la noche. Después se abrazaron, se besaron, durante mucho rato.

Volví hacia la casa, pensé en aquellos cuentos, que sólo habían sido eso, mariposas arrancadas de una libreta. También pensé en aquella hija que soñábamos tener Laura y yo. Recordé que discutíamos sobre su nombre, a mí me gustaba Julia y a Laura, Lluvia. Pero todo quedó en eso, en un aleteo de papel. Porque todos quisimos alguna vez, de alguna manera, poder llegar a ser como Elvis, poder alcanzar nuestros sueños.

 

En el bar ya no había nadie. El viejo había desaparecido. El hombre que quería ser Elvis, también, con su hija Julia. Los llamé varias veces. Busqué en cada rincón, pero nada. Entré en la barra, así al menos tomaría una copa. De ron. Fui directo a él. Cogí la botella vacía entre las manos, le di un buen trago. No me quemaba. Con la botella me senté a la barra. Me gustaba el ron, sabía a sueños. Vaya, ya hablaba como el viejo. Después del segundo trago me miré en el espejo de la barra. Y allí estaba el viejo camarero. Dejé la botella en el mármol y me acerque más. Era él, era yo, el viejo de los ojos azules. En el bolsillo de mi camisa asomaba la libreta de los cuentos.

Sería todo un efecto del ron. Me miré las manos, no había nada en ellas, eran las mías. Pero en el espejo, en los nudillos de mi mano izquierda, había escrito un nombre. Elvis. De nuevo el tatuaje. Ahora era yo el hombre que nunca podría ser Elvis. O quizá siempre lo había sido. Alguien me tocó por detrás, era Julia. Fue directa al espejo. Tocó la mano tatuada, después me ofreció las suyas, seguían oliendo a lluvia. Siempre le olerían así, al menos en aquella casa. Me sentí mejor al olerlas. Julia desapareció por el largo pasillo. Decidí seguirla. Quería saber adónde iba. Aunque supongo que buscaba su vida. Aquella posible vida que tuvo en mi imaginación hacía ya tantos años. Ella era un sueño, y lo sabía. Por eso buscaba su momento: cuando la imaginamos Laura y yo, en aquella copa de árbol.

En aquel instante, me sentí responsable. De aquel sueño. De aquella niña con mariposas en el pelo. Pero cuando puse un pie en el pasillo, escuché una voz. Me giré, era el viejo:

—¿Adónde va?

—Me preocupa Julia.

—Acérquese.

Sus ojos eran de un azul pálido. Iban camino de quedarse blancos.

—Aquí no tiene nada que hacer. Es mejor que coja sus zapatillas y se vaya. Pero póngaselas fuera. Los sueños no se ensucian.

—Pero, ¿y la niña?

—Déjela. Envejecerá aquí, con nosotros. Es un sueño antiguo. Como yo, como Laura, como los cuentos, como el hombre que quería ser Elvis. Mire, le voy a pedir un favor. Deje ya de soñar. O al menos persiga sus sueños hasta que se cumplan. Porque usted sueña y abandona. Y sus sueños quedamos aquí, atrapados en mundos imaginarios. Y encima me dice que se siente responsable. A buenas horas. Márchese, se lo ruego. Déjenos. A medida que pase el tiempo iremos perdiendo vida, color. Ve mis ojos. Palidecen. Los sueños también perdemos la ilusión de convertirnos en realidad. El paso del tiempo lo desgasta todo. Incluso los sueños más bellos. En fin, demasiadas decepciones en un momento, ¿no?

 

Una débil luna iluminaba la noche. El viento olía a agua. Me giré y me pareció que la casa ya no estaba. Seguí andando. Con las manos en los bolsillos. De repente sentí un cosquilleo en una mano. Como un aleteo. Extendí la palma. Reconocí mi letra en sus alas. Mis cuentos. La acerqué a mi boca, soplé y esta vez voló alto. Miré su dirección, hacia atrás, hacia la casa. Julia abrió una ventana y la mariposa se posó en su pelo, formaba parte de aquellos sueños. Y yo no.