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Turismo macabro

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Saliendo de la estación de metro se veía un muro alto al menos cuatro metros con una pequeña entrada cuadrada. Atravesamos la calle y entramos por ahí; era evidente que no era la entrada principal, o al menos sería una entrada muy poco digna para lo que nos esperábamos. Apenas después del muro había unas escaleras en piedra que nos elevaron algunos metros sobre el nivel de la calle. Sólo ahora me doy cuenta de que esos metros que subimos con las escaleras nos elevaron por encima de miles de cadáveres; habíamos llegado a la superficie de una inmensa tumba de piedra.

Había un poco de turistas y nos dimos cuenta de que nos faltaba el mapa del cementerio que generalmente regalan en la entrada —y que todos los turistas alrededor consultaban excitados— entonces volvimos a la calle siguiendo las indicaciones de algún alemán; volvimos a bajar las escaleras que represan la masa de tierra, estatuas y muertos para que no se desborden hacia la calle. Efectivamente, cerca había una floristería donde una anciana vendía el mapa, pagamos a regañadientes; hasta ahora estábamos seguros de que nos lo habrían regalado como en el otro cementerio. Era caro pero no teníamos opción, si queríamos encontrar todos los muertos que nos interesaban teníamos que tener un mapa. Siempre habíamos pensado que sería más emocionante simplemente caminar, acercase a una lápida y leer “Vallejo César” o “Man Ray”, pero también era cierto que el cementerio era grande y se corría el riesgo de perderse las tumbas más importantes (más tarde descubriríamos que a veces hasta con el mapa era imposible encontrar algunos muertos).

No sé por qué Silvia terminó con el mapa en la mano —mujeres y mapas no son casi nunca una buena combinación—, casi inmediatamente comprobamos que era Nicolás que nos tenía que guiar; la tumba de Méliès la encontré yo que nunca había visto el mapa de cerca. Era una tumba pequeña con un busto del muerto enverdecido por el óxido.

Un poco más seguros —al menos yo— por el cambio de brújula, fuimos en busca de Balzac. Encontrándolo descubrí cuán ignorante podía llegar a ser, pues no tenia idea de que Balzac se llamara Honoré de Balzac; Nicolás en cambio comentó distraídamente que siempre lo había imaginado más flaco y no como lo habían reproducido en la tumba. La lápida de Proust era un ejemplo de sobriedad y buen gusto. Hasta ahora la visita había sido muy agradable, había un buen sol, el mapa más o menos nos hacía llegar adonde queríamos y las tumbas famosas no estaban lejos entre sí. Al comienzo habíamos señalado en la lista de muertos ilustres los que más nos interesaban y habíamos tratado de trazar un itinerario en el mapa, éste nos sugería ahora ir hacia el Colombarium... fue allí que tuvimos la primera sensación desagradable del día.

En el Colombarium estaban enterrados muchos famosos, de lejos parecía un normal edificio, excepto por el hecho de estar en la mitad de un cementerio. Al acercarnos Nicolás sugirió el porqué del nombre Colombarium; efectivamente parecía un grande palomar, sólo que en vez de palomas tenía muchos muertos organizados en filas y columnas. Entendimos que sería toda una empresa encontrar a Maria Callas. Yo estaba por proponer que le preguntáramos a un señor de uniforme, pero antes de alcanzar a hablar vi que lo seguía un grupo de personas todas vestidas de negro. Era un funeral. Hasta ahora habíamos tenido toda la actitud de un turista, nos habíamos fijado en el mapa y buscado las tumbas que nos interesaban sin pensar que debajo había muertos reales y no sólo monumentos de cadáveres ilustres. Ahora estábamos viendo un funeral de gente real que hoy en día seguía muriendo como murieron Apollinaire o Modigliani, sólo que a éstos los venían a visitar jóvenes desconocidos, en cambio al muerto de hoy tal vez lo olvidarían ya sus nietos. Queriéndome alejar del aire ceremonioso y tétrico de los duelantes me moví hacia la otra ala del Colombarium, dije —simulando una intuición— que tal vez allá podía estar la Callas; los demás comprendieron que en realidad no me sentía tan bien cerca del funeral y me siguieron; creo que de todos modos a ellos tampoco les parecía muy simpático hacer turismo al lado de una familia en luto.

Al girarme vi en las escaleras del Crematorium una mujer que lloraba mientras hablaba por teléfono; esa escena sirvió para completar el cuadro: el sol no me parecía ya ni brillante, ni alegre; noté todos los aspectos burocráticos del cementerio, los obreros que estaban terminando de cerrar la tumba, el guardián de la capilla, en fin, toda la parafernalia de un cementerio vivo. No estábamos simplemente en un monumento. Creo que fue en ese momento que decidimos escapar, cada uno por su cuenta pero todos al tiempo. Tal vez nos sentimos un poco sacrílegos con ese maldito mapa en la mano buscando la lápida de Isadora Duncan mientras la gente viva trataba de enterrar a sus muertos con un poco de solemnidad. Nicolás deseó a los nuevos muertos que dentro de algunos años algún joven como nosotros les hiciera visita, que se volvieran famosos. Nos alejamos llevándonos nuestros colores lejos... en dirección de Oscar Wilde.

Esa zona del cementerio era amplia y ordenada, los caminos entre las divisiones eran anchos y rectos; las divisiones eran cuadradas y bien definidas, no había muchos árboles y el sol iluminaba bien todo, era como caminar en un gran parque cuadriculado de grandes monumentos limpios y majestuosos. En estas condiciones era fácil encontrar cualquier dirección, de hecho no hubo dificultad en dar con Oscar Wilde. La tumba era de piedra blanca, alta por lo menos tres metros, una placa larga y angosta con escrito sólo el nombre en grandes caracteres. Arriba tenía una especie de esfinge o algo así, era como un ser femenino con alas que salía por un lado de la pantalla de piedra. Parecía que el rito oficial del peregrino era besar la tumba: estaba toda tatuada del colorete de los labios de muchas visitadoras y visitadores. Nosotros no teníamos la boca pintada entonces dejamos sólo alguna piedrita apoyada en el pedestal donde había algunos papeles escritos y tiquetes de metro —otro rito común— al lado de muchas otras piedritas.

Como era ya un poco tarde decidimos renunciar a Édith Piaf y girar noventa grados hacia La Fontaine y Molière. Nicolás decidió que cogeríamos un atajo cortando por en medio de alguna división, sólo que no contábamos con que el cementerio no era todo plano; de hecho llegamos a una zona de terrazas. Naturalmente nuestro mapa no era topográfico y viéndolo el cementerio parecía muy fácil. En realidad había muchas terrazas en fila. La idea de Nicolás basándose en el mapa había sido atravesar transversalmente las divisiones, sólo que cada división estaba separada de la otra por al menos dos metros de desnivel y las escaleras eran escasas. Los caminos ahora eran angostos y torcidos, había que caminar mucho buscando entre los árboles y los arbustos una escalera para llegar a los otros niveles que estaban cada vez más abajo. Por pura suerte encontramos un pequeño prado enrejado con las lápidas de Molière y La Fontaine; a Guy Lussac y Murat simplemente no pudimos encontrarlos.

Consultar el mapa sólo empeoraba todo, los caminos se veían claros y precisos en blanco entre las divisiones en verde que parecían siempre bien delimitadas; la realidad era que los caminos se hacían cada vez más retorcidos y las divisiones ya no tenían nunca la forma que sugería el mapa... estábamos perdidos. No perdidos en el sentido de que moriríamos de sed tratando de encontrar la salida; pero sí perdidos porque, si nos parábamos en el lugar donde debía de estar Doré, no lo encontrábamos, lo que quería decir que el mapa no servía o estábamos en otro lugar y no en el que creíamos, lo cual me parece una buena descripción de “estar perdidos”.

Discutiendo un poco entre nosotros y tal vez perdiéndonos más llegamos a un camino posiblemente identificable; debíamos estar cerca de Comte. El lugar preciso había sido resaltado neuróticamente por Silvia ante mi insistencia en la necesidad irrevocable de visitar esa tumba. Seguimos el camino pero no encontramos nada, en el mapa era claro que debíamos haberla encontrado fácilmente al borde del camino; había un punto verde con escrito “Comte” claramente, además tenía alrededor el gran cuadrado de Silvia en lápiz con una flecha exagerada para que fuera imposible no verla. Era inútil. Caminamos varias veces por todo lo largo del camino sin encontrar nada, buscamos en la segunda fila de tumbas porque todas las que daban sobre el camino eran de muertos desconocidos, o al menos muy poco famosos. Ni en la segunda ni en la tercera fila había nadie con el nombre parecido a Comte. Quitamos el musgo y la maleza de algunas lápidas esperando que el mundo hubiese olvidado quién fue Auguste Comte. Parecía que el mundo había borrado a Auguste Comte, o al menos su tumba. Empezaba ya a sentirme un poco culpable, yo era quien había insistido por ver a Comte. Al comienzo cada uno había expresado sus preferencias y se habían creado espontáneamente cadáveres irrevocables, los tres teníamos un par de nombres sobre los cuales no se discutía, era necesario encontrarlos y ya. Ahora por desgracia uno de mis personajes irrenunciables no se encontraba. Creo que ellos estaban ya fastidiados por la búsqueda pero me seguían pues sabían que yo habría hecho lo mismo si Silvia no hubiera encontrado a Chopin.

Nos cruzamos con otros turistas y Nicolás en algún modo se hizo entender y les pidió el mapa por un momento, los comparó velozmente; los alemanes estaban obviamente curiosos que alguien con un mapa en la mano les pidiera ver su mapa. Les devolvimos su planta en papel perlado en tonos de rojo, con todos los nombres claros y fácil de doblar y los suizos siguieron su camino en dirección de la capilla. Cada vez era más claro que la anciana de la floristería no vendía un gran producto, al contrario era la peor de las versiones. Nicolás parecía esperanzado por lo que había visto en el mapa de los austríacos; dio media vuelta y caminó seguro, después de unos metros vuelta de ciento ochenta grados, otros pasos menos decididos, vuelta de ciento ochenta grados, otro par de metros y vuelta de noventa grados: “Estamos perdidos otra vez”.

Sinceramente yo creo que nunca dejamos de estarlo. La única opción que nos quedaba era que Comte estuviera en el nivel de más abajo, eran más o menos cuatro metros de desnivel y no se veía ni una escalera. Nos asomamos y vimos que era posible tratar de bajar entre las tumbas simulando una escalera de peldaños extraños con nombres escritos y vasos de flores. El nivel de abajo era el más selvático que habíamos visto, las lápidas estaban desordenadas y había muchos arbustos bajo los árboles más grandes, por no decir de la maleza. El camino más cercano se reconocía por la luz que proyectaba a lo lejos, era una línea de tierra amarilla entre la selva.

Bajamos haciendo mucho ruido y hablando burlonamente, probablemente eso los alertó. Lo primero que vi fue una que estaba arrodillada sobre una tumba tapizada de hierba, tenía otra delante y nos miraban asustadas y agresivas, los vestidos eran ligeros, parecían mantas puestas apenas —como único indumento— para cubrir los cuerpos blancos y delgados. La espalda completamente al descubierto como si el vestido se pudiera deslizar de los hombros con el solo soplar del viento. Las manos eran también muy delgadas, casi huesudas pero elegantes, con un movimiento lento y sofisticado. El pelo largo, liso y suelto; los ojos de las dos eran de ciervo asustado a punto de escapar pero demasiado sorprendido como para atreverse a algo. Había algo en la expresión que le daba un tono maduro, trajinado, recorrido, a los trazos juveniles de la cara. Eran jóvenes pero para nada inocentes. Nos miraban fijo y más que una amenaza era la necesidad de estudiar nuestros movimientos, de ver hasta dónde nos íbamos a acercar. Una apagó un cigarrillo contra la tumba sin moverse de su posición, devolvió el brazo a su lugar recomponiendo el cuadro; estaban sólo esperando que nos fuéramos.

Ahora que lo recuerdo la cosa parece clara pero en ese momento sólo queríamos llegar a Comte, nos parecía normal pasar por cualquier parte del cementerio que era de todos modos un lugar público. Ellos trataban en cambio de disimular —en modo notoriamente forzado— el hecho de que ese pedazo de cementerio fuera en ese momento como un lugar privado. Digo “ellos” porque detrás de una lápida se había escondido a medias un hombre con una cámara de video, era un aparato pequeño pero profesional. Luego se había acercado hacia él otra mujer, ésta era muy diferente a las otras dos; estaba vestida con una normal ropa de calle, por la actitud podía ser la asistente del hombre, parecía contrariada por nuestra interrupción y miraba al jefe como interrogándolo con aire cómplice, comprendiendo su expresión intranquila.

Nuestros cuatro personajes compusieron en un instante un cuadro bastante fuerte, todo el lugar ahora respiraba una energía extraña. No paramos nunca de caminar pero tal vez la impresión me hizo registrar muy bien en la memoria la escena. Al lado de la tumba que servía de lecho de plantas había una botella de gaseosa rellena con algún otro líquido; apoyadas en el piso unas tijeras, instrumentos abandonados para evitar que alguien les diera mucha importancia.

Pasamos prácticamente en medio de la congregación de excéntricos sin decir nada, con el sólo silencio nos habían obligado al silencio; era exactamente lo que se siente cuando se interrumpe a alguien; antes del encuentro los dos grupos habían ocupado su espacio vital, haciendo el ruido necesario y comportándose naturalmente; ahora nuestra interrupción nos había creado una extraña sensación a nosotros y los había interrumpido a ellos. No había que ser de todos modos muy malicioso para sospechar algo o simplemente —en un modo mucho menos racional— para sentir el extraño ambiente que emanaba del escenario que había montado la oscura compañía. “Extraño ambiente”, es ésa la expresión justa para describir lo que se sentía, era un ambiente; en medio del cementerio —de por sí no muy macabro— habían difundido alrededor de ellos un ambiente, una atmósfera que se puede sólo llamar extraña, viciada, adulterada. Nosotros, sin pensarlo, o tal vez sin poder pararnos a discutir en medio de la tumba de silencio en que nos habían encerrado, pasamos en medio. Atravesamos el lugar desembocando en un sendero un poco más iluminado, Nicolás no resistió la tentación de mirar hacia atrás justo antes de que yo le halara el brazo y leyera en voz alta una lápida: “Auguste Comte 1798-1857”. Pero mi satisfacción no coincidía con la expresión de Nicolás: tenía la boca medio abierta y me miraba con los ojos todavía sorprendidos. Quería acercarse y ver más, Silvia en ese momento se acercaba con cara de incógnita. Aún no habíamos podido comentar nada de la extraña experiencia pero para mí era evidente que era mejor alejarse. Caminamos un poco hacia la luz para pensar mejor, para que no nos oyeran. Nicolás quería a toda costa volver atrás, había visto que las tijeras servían para cortarse el pelo entre ellas. Compartimos nuestras opiniones y yo traté de convencerlos de mi interpretación: según yo estaban filmando una especie de película porno, de esas ilegales que se filman en la calle (centros comerciales, metros, parqueaderos, etc.) explotando ese toque de excitación de más que puede dar el sexo en un lugar público. Era una hipótesis simpática pero el ambiente que habíamos sentido era más extraño que eso; las tijeras y la botella con líquido oscuro no parecían la utilería más clásica de una película porno; el extraño vacío que todos sentíamos no parecía el efecto de haber visto el set improvisado de una película porno. Fuera lo que fuera había que ver un poco más.

Dimos media vuelta y nos acercamos agachándonos ligeramente, casi a la altura de las lápidas, entramos de nuevo en la zona de sombra y buscamos ver de lejos la escena. Parecían impacientes porque no habían esperado mucho tiempo antes de seguir filmando, entre las lápidas alcanzábamos a ver el torso desnudo de una de las actrices, la espalda arqueada hacia atrás, los ojos cerrados y la boca muy abierta, se movía rítmicamente como empujada por algo o —más bien— por alguien. Todo parecía indicar que yo tenia razón, sólo que la locación era por lo menos muy original y lo que habíamos visto nos había dejado más bien una sensación de frío, como de algo demasiado crudo, demasiado tétrico. Satisfecha la curiosidad nos alejamos buscando la lápida de Jim Morrison.

Aunque estuviéramos en el sol y lejos del escenario era evidente que el cementerio había cambiado para nosotros, no decíamos nada pero todos estábamos pensando en lo que habíamos visto. Visitamos sin mucho interés la tumba de Miguel Ángel Asturias (muy original por cierto) hasta que alguno de los tres confesó que no dejaba de pensar en el oscuro encuentro de antes, coincidimos que había sido algo demasiado fuerte para todos. Nos miramos casi riendo. Era claro que los tres queríamos volver. Ahora estábamos en el sol, seguros; había más gente y más movimiento, los caminos eran claros y amplios; pero los tres queríamos volver, volver a la sombra donde entre las tumbas pasaban cosas extrañas que la gente del sol ni siquiera imaginaba.

Cada uno excitado por la comprobada complicidad de los otros rehizo sus pasos; nos internamos cerca de la tumba de Comte, pero si había sido difícil encontrar esa tumba aun más difícil sería ahora encontrar no una tumba sino un lugar que de particular tenía sólo unas personas que probablemente ya no estaban; no sabíamos ningún nombre o indicación especial. Encontramos a Comte, eso era ya un paso importante, luego nos separamos un poco buscando con más atención, no parecía que hubiera ya nadie.

Un buen final para esta historia sería decir que encontré la famosa tumba cubierta de hierba, sólo que ahora estaba limpia y nueva, que no había rastro de nada de lo que habíamos visto, que el cementerio nos había jugado una mala pasada, que lo habíamos imaginado todo y luego lo habíamos contado a mucho amigos incrédulos. Sólo que la verdad es otra. Agachado entre los monumentos vi a lo lejos la famosa tumba de piedra cubierta de hierba, me acerqué tranquilo por no ver a nadie. Me parecía sentir todavía la energía extraña, era como el lecho de los padres apenas consumado o el lugar de un delito recién cometido. Me agaché emocionado por la idea de que este lugar hacía unos minutos me había sido completamente inalcanzable, que justo allí se había realizado el acto extraño que nos había marcado tanto. Estaba tan excitado por una curiosidad morbosa que adelanté la mano y toqué la hierba con la palma bien abierta, parecía caliente, la apoyé con un poco más de fuerza y sentí la manta de hierbas blanda, acolchonada, me apoyé un poco más y las plantas cedieron, mi mano sintió un líquido, un líquido caliente por toda la mano. La tumba estaba cubierta por una gruesa capa de hierbas que escondía en realidad una gran cantidad de sangre y no sólo, me pareció sentir algún tejido extraño, como algo largo y viscoso mezclado en esa sopa de plantas y sustancias corporales. Apenas pude me levanté y corrí a lavarme con el agua verdosa de algún florero cercano. Mi movimiento llamó la atención de Nicolás y Silvia, alguno me preguntó si había encontrado la tumba. Yo respondí inmediatamente: “Sí. Pero ya no hay nadie. Vámonos también nosotros”.