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Personajes de mis sueños

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Todas las noches al acostarme me acometen cientos de ideas impidiéndome dormir a horas adecuadas; los sucesos del día pasan como películas frente a mis ojos forzados con el propósito de espantar el sueño; no conforme con esto los hago repetir varias veces hasta lograr agotarme para caer así en una profundidad onírica cargada de imágenes y pesadillas. Pero antes, trato de jugar con él y empiezo a crear mis propias figuras pues el tiempo parece ser infinito y el velo de los sueños tarda en caer.

Julio es un chico alocado, muy joven, en la fogosidad de sus veinticinco años, impetuoso, con deseos de beberse la vida en una píldora. Es de mediana estatura, bien parecido, moreno claro y del tipo de gente nerviosa y activa dispuesta a todo. Me ha pedido que le permita salir de mi mente para vivir la vida a su antojo, pues yo lo tengo muy limitado por temor de que cometa alguna locura.

Alfredo es muy diferente de Julio; callado, tranquilo, tiene también la frescura de los veintiséis años; siempre ha sido taciturno y su rostro, aunque sereno, oculta algo poco fácil de descubrir; quizás no tenga muy buenas intenciones, tal vez esconda algún resentimiento o sólo se trate de la naturaleza propia de su ser. Es más alto, pero un tanto lleno de carnes, cosa que siempre le preocupa; pienso que eso lo tiene acomplejado. Él también me ha insistido mucho en permitirle salir con urgencia para resolver una necesidad. Según dice, es un pendiente que tiene en la vida, pero no desea contarme todavía de qué se trata. Su actitud reservada también me produce inquietud, no me decido a dejarlo ir ni un minuto por temor de que su asunto resulte algo malo.

Sin embargo, Sebastián es un muchacho muy serio; tiene ya treinta y cinco años, vive en la intranquilidad de que la vida se le está pasando y necesita vivirla. Dice tener muchos planes: quiere viajar por el mundo, comprarse ropa, hacer grandes cosas cuanto antes; pero también dudo en cederle esa libertad porque su sonrisa y su mirada me hablan de algo que no me da confianza. Sus ojos tienen un brillo especial que me desconcierta; lo he observado muy de cerca cuando platicamos y veo una profundidad en su mirada casi eterna, como si hubiera vivido otras vidas y le hubiesen dejado huellas en los ojos. Es alto, muy blanco, con la piel sonrosada, su aspecto es saludable, pero sólo en su exterior, porque desconfío de él con sólo ver una de sus sonrisas; aunque le agradezco su sinceridad en demostrármelo y no como Alfredo.

Me cuestionaba por sus insistencias; vivían plácidamente dentro de mi cerebro sin tener ninguna necesidad de salir, yo los alimentaba diariamente con nuevas vivencias las cuales ofrecía a cada uno en su propia particularidad. Pero un suceso ocurrió un día que los hizo rebelarse a su bien trazado destino... y lucharon por obtenerlo. No me dejaban dormir exigiéndome su salida aunque fuese sólo por esa noche; traté de explicarles que la vida aquí afuera era muy diferente a la que ellos habían llevado, si aceptaba que salieran, posiblemente la vorágine del exterior se los tragaría en un instante. Pero estaban ávidos de experimentar, ansiosos por enfrentarse a sus fantasmas.

Punzaban mis células cerebrales, pero seguía negándome a obedecer sus caprichos. Me pertenecían, sus vidas también, por lo tanto era yo quien debía llevar siempre las riendas y no estaba dispuesto a liberarlos permitiéndoles hacer las locuras que con seguridad tenían pensadas.

Agotado de luchar por tantas horas contra ellos, llegó casi el amanecer cuando por fin logré conciliar el sueño. Al despertarme, después de un par de horas de reposo, me sentí aturdido aunque también un poco ligero. La cabeza me dolía, supuse que iba a fastidiarme la mañana entera. Me acordé enseguida de ellos, imaginándomelos descansados y tranquilos en espera de la llegada de la siguiente noche. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me di cuenta de que ya no estaban, se habían marchado dejando un vacío en mi cerebro. Ese espacio que ocupaban estaba con las puertas abiertas, aquellas que siempre permanecieron cerradas para su seguridad.

Me sentí desecho, temeroso de lo que estuvieran haciendo en un mundo que desconocían. Desesperanzado pensé en cada uno imaginando sus destinos. Me agoté de buscar la manera de recuperarlos, llevarlos de nuevo a su sitio seguro. Después de tomar un baño me dispuse a desayunar ya muy tarde; abrí el periódico, más que nada para distraer mi mente ocupando mi tiempo de solaz.

Estaba ansioso porque el día transcurriera veloz y llegara la noche para buscar a mis personajes, pero no tuve necesidad de esperar tanto; al abrir el diario, mis ojos se golpearon con una noticia: un joven de veinticuatro años, de nombre Julio, había secuestrado a la hija del presidente de una compañía importantísima del país mientras la inocente muchacha paseaba tranquila por el campo. Agregaba que horas más tarde habían sido descubiertos en un paraje solitario. El muchacho fue hallado muerto, creyéndose que pudo ser el padre de la afectada quien, tomando venganza, lo hubiese mandado a matar con el mismo guardaespaldas que descuidó a la hija. No se pudo identificar el cadáver por hallarse desfigurado.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Yo quería a Julio, me divertía su impetuosidad, su frescura llenó mi alma de alegría, siempre estaba bromeando, ¡era tan feliz!; me platicaba mil anécdotas imaginarias con chicas bonitas que encontraba por todos lados.

Seguí hojeando el periódico. En la siguiente página se hacía mención a un caso espantoso: el asesinato de un pequeño niño acontecido de manera misteriosa y por demás cruel. La criatura estuvo unos momentos solo mientras su madre iba al colegio a dejar al hermanito. Alguien había entrado a la casa y con un objeto punzante arremetió a puñaladas contra él; fueron muchas, algunas le traspasaron de lado a lado la cabeza dejando restos del cerebro en la cama. El caso aún no estaba esclarecido aunque el asesino se entregó rápidamente atormentado por su atrocidad. El causante era un enfermo mental quien desconocía su propio apellido; dijo llamarse Alfredo y no recordar su procedencia ni dónde habitaba. Los peritos pensaron que nada de eso era verdad. El caso iba a quedar abierto hasta conducir las investigaciones a las últimas consecuencias. Los familiares no se presentaron; él no quiso agregar nada más.

Sentí ahogarme; Alfredo era como un hijo para mí, aquel niño difícil, necesitado de más atenciones que los otros al encontrarse lleno de complejos, y del cual nunca se sabe qué piensa; que además es un poco cruel con sus hermanos, pero reacciona ante cualquier regaño. Por eso no quería que se fuera; no estaba capacitado para enfrentar este mundo bárbaro. Lloré con mayor fuerza, como cualquier padre al ver que no puede remediar los actos de su vástago.

Con las manos temblorosas cerré el diario, no quise enterarme de más sufrimientos; ya soy viejo y las penas podían matarme. Por otra parte, temí encontrarme con alguna noticia fatídica de Sebastián. Ilusionado, quise esperar la noche con la esperanza de verlo regresar sano y salvo, al menos saber que él sí se había salvado.

Al caer la tarde me senté a ver la televisión, cualquier película de suspenso de esas que tanto me gustan, pero al finalizar, de manera inesperada, introdujeron una cápsula informativa: el atraco a un banco, sangriento, terriblemente doloroso. Un asaltante enmascarado había entrado en plena hora de trabajo, y sin permitir que el público se resguardara procurando por su vida, había disparado a quemarropa matando a más de veinte personas. Con la torpeza de principiante, no dejó de cometer múltiples errores que les permitieron a los empleados de seguridad matarlo sin tardanza. Las imágenes fueron elocuentes, no quedaron dudas de la crueldad de los hechos. Más tarde llegaron la policía y la prensa a filmar los restos de la masacre.

Ahí, tirado en el piso, bañado en su propia sangre, se encontraba mi impaciente Sebastián. Su cuerpo lleno de balas sangraba por todos lados. Su ropa, la misma de siempre, estaba empapada por completo.