Artículos y reportajes
“Little race riot”, de Andy WarholNunca y siempre
es tiempo
de la poesía

Comparte este contenido con tus amigos

A una convicción que me hizo suya en mi adolescencia y a la lectura de los discursos de algunos escritores al momento de recibir el Premio Nobel de Literatura, se deben estas líneas que corren a partir de un título paradójico. Se trata, si acaso es necesario denominarlo, de un ejercicio en el que tomo prestadas las palabras de indudables poetas de nuestro tiempo o, visto de otro modo, con legítimo derecho de lector las hago mías y procuro conjugarlas con palabras menos afortunadas: las que, para bien o para mal, me han asistido.

Primero, éstas de Derek Walcott: “La Historia es una olvidada noche de insomnio. La Historia y el temor primigenio son siempre nuestro origen, porque el destino de la poesía es enamorarse del mundo, a pesar de la Historia”.*

¿Cómo no sentir ante ellas (las palabras de Walcott) el drama y la contradicción que todo aquel que emprende la aventura poética adopta como conclusión inevitable, impregnada de toda la fuerza de su veracidad? Bastaría con apenas asomarse a la vida de François Villon, tan sólo leer algunos pasajes de Una temporada en el infierno o simplemente recordar el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. ¿Y olvidaríamos a Georg Trakl y a Apollinaire, ambos marcados por el desenfreno bélico de sus días? ¿No fue ese el dolor individual e histórico de César Vallejo? ¿Acaso no supo Whitman de esos desencuentros de historia y poesía, aunque quiso aunarlas? ¿No fue ese el abismo por el que se precipitó la cordura de Hölderlin? Pero de poco servirán las enumeraciones, aunque digan mucho. Tal vez sea suficiente opinar sobre nuestra época, en la que, por cierto, el azote de la economía y el culto al progreso infinito tornan más comprometida la situación de la poesía y de sus aislados amanuenses.

La sucesión de conquistas de la inteligencia y de ruinas espirituales, debidas a la alianza entre la técnica y la política, pretenden no dejar espacio para todo aquello que no sea la fascinación por los artilugios relucientes y de pronta obsolescencia. No pocas veces la vida misma parece ínfima, mercancía de poco valor, ante el pujo humano por alcanzar fronteras y rebasarlas, sin descanso, sin límites y con insaciable afán. ¿Cómo pretender que la poesía sea un bien o una aspiración común si ya el asombro (o la capacidad de asombrarnos) se reduce al incesante interés por las maravillas de la técnica y los privilegios que otorga el poder en sus diversas pero unidimensionales formas? Por eso, no era para extrañarnos cuando apareció un escribiente de los poderes económicos y militares dominantes declarando el fin de la Historia; sí, esa misma Historia que Walcott sintió inevitable y pese a la cual la poesía se enamora del mundo. Hoy, el optimismo de aquel escribiente ni siquiera resulta risible; cuando mucho, sólo debería provocar un rictus condescendiente. En su momento, se sumaron en apresurada alharaca, como siempre, los infaltables epígonos de todo el mundo, permanentes ansiosos para adherirse a una tendencia de moda.

En 1990, dijo Octavio Paz ante la Academia Sueca: “La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona”. Pero ya sabemos que el mundo no escucha a los poetas. De todos modos, ¿de dónde salieron tanto barullo triunfalista y tantas fanfarrias por el fin de la Historia? Obviamente de quienes quieren llevar el mundo a su antojo; ya no sólo la economía, sino las ideas, los pensamientos, los sentimientos y las conciencias. Y aún me consuela presumir que no lo lograrán. No será fácil mientras en cualquier parte de este planeta enloquecido arda la llama de la poesía, así como en la ficción de Bradbury (Fahrenheit 451) los libros, todos proscritos, sobreviven en la memoria de algunos seres humanos. Ese es un legado y más que eso: es una condición indestructible. Así lo dijo Faulkner y lo repitió García Márquez, ambos, también, ante la Academia Sueca.

El capitalismo reinante y el socialismo anunciado por algunos, con mucha insistencia hoy desde América Latina, son sistemas totalitarios porque, en esencia, no aceptan la libertad o autonomía del individuo, por más que éste demuestre su voluntad y capacidad para colaborar y asimilarse a la experiencia de proyectos colectivos. Los dos sistemas procuran, aunque lo disfracen sus proclamas y sus constituciones, que ningún hijo de vecino sea quien quiere ser ni haga carne y espíritu lo que Tales de Mileto, primero, y después Jesús de Nazareth, predicaron: “No hagas a otro lo que no quieres que a ti te hagan”. Sin esa tensión necesaria y predestinada entre el individuo y las masas uniformes el mundo de seguro sería un Paraíso; claro, sería el reino de los bostezos que, por abundantes, no competirían entre sí. En cambio, la poesía, cuyo tiempo nunca y siempre es, florece y se desparrama en la diversidad, en las contradicciones y en las oposiciones, y se asoma en todo horizonte que amenace con desaparecerla de la faz de la Tierra.

Para Saint John Perse “el poeta existía en el hombre de las cavernas y también existirá en el hombre de las edades atómicas; pues es parte irreductible de lo humano”. Mientras tanto no faltarán paredes ni páginas, incluidas las de Internet, en las que el espíritu pueda expresarse: eso sí, el espíritu, no quienes pretenden sustituirlo con la hipócrita intención de disensos benevolentes, hoy proliferantes en todas las sociedades. No podemos negarnos a reconocer la abundancia de los que queriendo dar certidumbres sólo consiguen agrandar los desconciertos. ¿Cómo pueden los atesoradores de poder (y adoradores del poder) tropezar, sin molestias ni dudas, cuando no las esquivan, con frases lacerantes como éstas: “El poeta puede decir que el hombre comienza hoy; el político puede decir, y de hecho dice, que el hombre ha estado y siempre estará cautivo en la trampa de su cimiento moral; una estructura que no es congénita sino implantada por una infección secular lenta. Esta verdad, escondida tras las actitudes poco asequibles de la sabiduría política, sugiere como primera conclusión, que el poeta sólo puede hablar en tiempo de anarquía. La resistencia es una certeza moral, no una poética. El verdadero poeta nunca usa palabras para castigar a alguien. Su juicio pertenece a un orden creativo; no está formulado como una escritura profética” (Quasimodo).

De ninguna manera se trata de propiciar o ejercer la rebeldía, más bien en el mundo hay demasiados rebeldes: algunos armados; otros disfrazados con el atuendo de cantantes estrafalarios; otros despotricando de sus rivales políticos... La lista es larga y no vale la pena ni viene al caso seguir nombrándolos. El asunto es sencillo, aunque por ello no deja de ser inquietante y profundo: los poetas, escriban o no, tienen que seguir siendo poetas, sean cuales fueren las convulsiones históricas que les toque vivir. Un buen ejemplo de esa “resistencia” de la poesía, de los poetas, es la Danza de la muerte castellana y también las Coplas de Mingo Revulgo y las Coplas del Provincial, y podrían darse más ejemplos. En todo caso, el poeta no puede (y me atrevo a decir que tampoco debería pretenderlo) vivir al margen de la Historia; de hecho, muchas veces su alimento, su único alimento, es la Historia y de nada valen los esfuerzos desmedidos de algunos por sólo labrar poesía de puro presente. Sería necesario despojarla de su intenso humanismo, de su mirada agradecida, de sus palabras y gestos celebrantes para no afirmar junto con Neruda: “Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos”.

En nuestros días, la advertencia de Neruda se ha hecho imposición, entre otras y muchísimas razones, porque la novela como género más dúctil y conveniente para el mercado deja a la poesía aun más rezagada, arrumada entre los trastos que el progreso y la globalización arrojan al basurero. Si la poesía en la palabra escrita logra abrirse paso en la ficción de las novelas, no hay duda de que lo consigue a duras penas y con escasas posibilidades de conquistar a la mayoría de los compradores de libros, aun cuando algunos cálculos y cifras permitan alentar cualquier esperanza al respecto. Sólo cuando la novela rebasa el límite de su función recreativa y supera la tentación de tratar sólo temas de moda o que por su naturaleza llaman fácilmente la atención del gran público, su código apuntará a otras realidades oportunamente obviadas (por los medios de comunicación, los políticos y los intelectuales) o simplemente reprimidas por el común de los mortales. Pero la trampa está armada y no es fácil caer en cuenta de ello, sobre todo si arrecia entre quienes escriben el regusto por la notoriedad y los aplausos. El éxito literario también tiene sus fórmulas, con o sin clichés.

La poesía que aquí se procura destacar, sea cual fuere el género literario en que aparezca, es aquella que, según Burckhardt, “aporta más que la historia al conocimiento de lo que es la humanidad”. Y a ella, insiste, la historia tiene que agradecerle “el conocimiento de lo que es la humanidad en general” y “los ricos elementos que le da para comprender las épocas y las naciones”.** No me refiero, y salgo al paso a la confusión, al abuso contemporáneo de la “novela histórica”, subgénero que en muchos casos ha servido para tergiversar la historia o para ofrecer una visión parcializada de alguna época y otras veces para infamar o exaltar a algún personaje o alguna clase social o algún grupo político. La poesía, en todo caso, ve lo imperecedero en medio de la Historia, por decirlo de alguna manera. En algunos casos, tal vez más de lo que comúnmente se piensa, adquiere su compromiso histórico para luchar solitaria y desoída contra los desastres que suelen acaecer durante y después del apogeo de la literatura propagandística que anuncia regímenes mesiánicos, los defiende (a cambio de dinero, cargos y privilegios) cuando se instauran y con ellos muere y queda en la historia como un sabor amargo en el paladar. Me aventuro a asegurar que la poesía, cuando lo es de verdad, es inevitablemente disidente: no se enamora del éxito o triunfo de cualquier índole; no se regodea en el fracaso, aunque lo padezca; por más que se intente, no está hecha para ser recibida con aplausos en los palacios de gobierno; menos todavía debe condenarse a su forma épica, ya superada y sustituida por la novela. Por algo Saint John Perse afirmó para siempre: “Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo”.

A la interpretación interesada o errónea de palabras como ésas se debe la confusión entre responsabilidad, o compromiso, y militancia. Así sea muy elaborada y llamativa, no puede ser la poesía vocera de partidos ni de gobierno alguno: semejante creencia sólo es posible en sociedades adoctrinadas y fanáticas. Es de por sí la poesía voz discorde, incluso respuesta artificiosa o rayana al panfleto cuando toda forma de opresión y de fuerzas uniformadoras pretenden anular las contradicciones ínsitas del ser humano. Es inmedible el espacio y permanente el tiempo de la poesía; es incesante su combate contra las tendencias avasallantes que procuran neutralizarla, abierta o subrepticiamente. Se baña en las aguas de la Historia, toca el fondo de sus cauces y cuando sale a tomar aire sus bocas disconformes dejan el legado, su único propósito y su razón de ser. Si alguien desinteresado escucha sus palabras y se detiene y se estremece, luego las lleva consigo y las repite y las acaricia en su memoria, y corren por sus venas como su propia sangre; puede decirse, entonces, que la poesía ha “hecho su trabajo”, ha cumplido en las honduras renegadas del ser humano. Ese alguien, ese individuo, sabrá que “la Historia es una olvidada noche de insomnio” y difícilmente se comprometerá con redentores urgentes, y de asistir al mercado de los credos y las salvaciones, podrá sonreír con la benevolencia de un moribundo satisfecho.

Nunca serán suficientes la arrogancia del olvido, ni los brazos armados de los dogmas, ni las incesantes seducciones de la técnica, ni las profusas parrafadas de la demagogia para sacar a la poesía del corazón del ser humano y condenarla a los arrabales de la Historia, porque aun en las peores pesadillas de ésta, encontrará voces doctas o ignorantes para advertir de su presencia en todos los tiempos y presentarse con el ropaje que encuentre en la soledad y el silencio de quienes lleguen a dar con ella, al margen de las fraseologías dominantes y el ciego progreso.

 

Notas

* Esta y las siguientes citas de escritores y poetas que han recibido el Premio Nobel de Literatura las he tomado de: Discursos Premio Nobel, Colección Los Conjurados, Volumen 1, Común Presencia Editores, Bogotá, 2003.

** Jacob Burckhardt, Reflexiones sobre la historia universal, Fondo de Cultura Económica, Colección Popular, p. 116.