Letras
Una pitada

Comparte este contenido con tus amigos

Tomó el cigarrillo y se lo llevó a la boca. Sacó el zippo de su bolsillo izquierdo, pero no hizo más que juguetear con él entre sus dedos mientras con la otra mano tomaba el auricular del teléfono, lo colocaba sobre su hombro derecho y tecleaba el número de su amigo Lucas.

...

—¿Hola?

—¿Lucas?

—Sí.

—Alberto te habla.

—Alberto. Cómo andás, viejo.

—Bien. ¿Vos?

—Acá. Tirado, jugando a los fichines.

Al tiempo que se sentaba sobre la cama, Alberto tomó el auricular con su mano derecha. Encendió el cigarrillo y tiró el zippo sobre la mesita de luz, en la cual rebotó y fue a parar a la alfombra.

“¡Puta!”, susurró.

—¿Vos en qué andás? —prosiguió Lucas.

Alberto dio su segunda, larga pitada.

Exhaló.

—Tranquilo. Recuperándome.

Nadie se había atrevido a mentirle. No era fácil volver a vivir. Nunca es fácil cuando comprendemos que algunos lo dejan, como el cigarrillo; dejan de vivir, dejan este vicio.

—¿La negra? —preguntó (forzadamente serio) su amigo.

—Suspira y vive... Como todos nosotros. Al menos, por ahora. Quién puede garantizar que un suspiro no sea el último.

Quién puede hacerle entender que todos los suspiros están condenados a ser los últimos. Pero también los primeros, y los únicos. La vida, por la vida misma, se vive. La muerte, por la vida misma, se muere.

—Todo se arregla, viejo.

No tardó en comprender lo estúpido de su afirmación.

—No todo, Lucas. La muerte no se arregla. La muerte, no.

Quién pudiera borrar esas palabras; pero qué sentido tiene ocultar lo inevitable. Si es la vida ya suficiente sombra y disfraz de lo definitivo.

—El sol siempre vuelve a salir —insistió su amigo.

De dónde sacaba sus metáforas, sus consuelos tan inútilmente trillados.

—Sí, el sol. Qué carajo me importa a mí el sol. Sandra no vuelve a salir; Sandra no vuelve a vivir.

Probablemente la negra no fuera tan cruda; al menos, intentaba superar la angustia. Intentaba creer que su hermana estaba viva en otro plano. Su religión se lo permitía. No a Alberto, cuya religión era la vida, es decir, la muerte.

—Una pitada, Lucas. Una pitada.

Una pitada...

 

—Pará, Sandi. Esperame. Vamos juntos.

—Beto: si te espero a vos, llego media hora tarde.

—Bancá, bancá. Es el último cigarro.

—¿Por qué no te fumás tranquilo tu cigarro mientras yo voy..., y nos encontramos allá?

—Sandi, no puedo pagar cuatro mangos por un café y no disfrutar el último cigarro digestivo.

Sandra lo miró con tal expresión de reproche, que él aceptó:

—Bueno, andá... Yo termino mi cigarro y te alcanzo.

Sandra tomó su cartera, se levantó de la silla y se acercó a su hermano. Le dio un beso en la mejilla y se dirigió a la puerta del café diciéndole:

—Hasta luego, Beto. Tardá lo que quieras, pero llegá.

Beto contestó:

—Es una pitada, Sandi. No ganás nada con no esperarme. Pago y te piso los talones.

Cuando su hermana salió del café, él tomó un sorbo de agua.

Luego, llamó al mozo alzando la mano.

Cuando dio su última pitada, vio por la ventana del café cómo su hermana era arrollada por un colectivo 53.

 

—Una pitada, Lucas. Una pitada.