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Blanca VarelaBlanca Varela: Poesía escogida (1949-1991)

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Cómo no agradecer la infinita bondad que emana de esa fuente inagotable de amor, sabiduría, paciencia y comprensión que es la escritora María Cristina Solaeche Galera; en uno de sus sorprendentes gestos de obsequiosidad que la distinguen me envía un libro de la magnífica poeta hispanoamericana Blanca Varela (Lima, Perú, 1926) publicado por la prestigiosa editorial barcelonesa-española Icaria en mayo de 1993.

De la poeta Varela los lectores latinoamericanos sabemos tantas cosas como es posible saber de la vida de escritores que alcanzaron la universalidad tempranamente, antes de los treinta años. Proviene de una respetada estirpe familiar integrada por escritores y artistas limeños en cuyo seno forjó su singular sensibilidad y disposición hacia las letras y particularmente hacia el lenguaje poético de raigambre universal. Comenzando la década de los años cuarenta del siglo XX se alista en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Mayor de San Marcos en Lima, donde abreva de las fuentes primordiales de la poesía española y especialmente de los grandes exponentes de la lírica tributaria del siglo de oro. A finales de dicha década, en plena mitad de la pasada centuria, arriba a la capital cultural del mundo, París, en compañía de su esposo el notabilísimo pintor Fernando de Szyslo, donde se incorpora a las románticas y bohemias conversaciones que escenificaron hombres de la estatura intelectual como Octavio Paz, el alucinado poeta César Moro, el mexicano universal Xavier Villaurrutia. Antes de marchar a París ya Varela conocía muy bien y con propiedad la poesía gongorina y había estudiado a Quevedo íntegramente, pues sus estudios formales de letras y educación la familiarizaron hondamente con lo más granado de la lírica hispana de su siglo y de la época precedente. Cuando la poeta se incorpora a las discusiones legendarias que protagonizaban artistas y escritores en los míticos Café de Flore y Café des Etats Units, ya la escritora se había leído a Gerard de Nerval, el famoso poeta suicida de la linterna, conocía como pocos poetas al inmenso autor del golpe de dados, Stephan Mallarmé, había leído con fruición a Eliot y recitaba versos completos de Rainer Maria Rilke. Su apasionada entrega a la poesía universal le lleva a trabar amistad con sensibilidades de la talla de Javier Sologuren, José María Arguedas y, como queda anotado en líneas arriba, César Moro.

La vida intelectual de Blanca Varela es en sí misma una enciclopedia abierta e interminable: en París conoce y hace amistad con el inigualable narrador Julio Cortázar y se hace amiga del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. En 1951 la poeta conoce al filósofo francés Jean Paul Sartre y a su compañera Simone de Beauvoir; de igual modo entraba amistad intelectual con el pensador Henry Michaux, Giacometti, Legar.

La poesía selecta (escogida) que reúne este libro editado por Icaria nos permite a los lectores un acercamiento holográfico a una de las voces más acendradas de la lírica hispanoamericana del pasado siglo. En todas las páginas de este programa poético de Varela está contenido lo que se podría denominar su ars vitae. Una visión lúgubre de la existencia impregnada de un delirante élam surrealista o parasurrealista en el que destacan rasgos insoslayables de una metaforización legataria de una extraña y nada común forma de ver la vida e imaginarla con registros mentales extraordinarios para la época. Sin más preámbulos veamos una muestra elocuente de su desgarrada lírica doliente:

“Sé que estoy enfermo de un pesado mal, lleno de un agua amarga, de una inclemente fiebre que silba y espanta a quien la escucha. Mis amigos me dejaron, mi loro ha muerto ya, y no puedo evitar que las gentes y los animales huyan al mirar el terrible y negro resplandor que deja mi paso en las calles. He de almorzar solo siempre. Es terrible” (p. 21).

Quien conozca la terrible y acusadora escritura aforística de E.M. Cioran puede advertir evidentes zonas de coincidencias con el pesimismo incorregible del pensador rumano. Los versos arriba transcritos me devuelven al oscuro malditismo literario que exhala el célebre Breviario de podredumbre del king of pesimist.

Estos textos poéticos de Blanca Varela están concebidos bajo el irrefrenable impulso vital de un tono sacrificial; hay una queja lancinante que hiere y lastima las fibras más sensibles de nuestra estructura psíquica-emocional. Como una condenación, la poesía de Varela devela la constitutiva abyección e infamia de lo bajo, lo terrenal, en fin; lo humano está condenado por adelantado a descomponerse. Como si sus poemas nos advirtieran un reproche incontestable: todo perecerá, todo lo que respira pronto será algo menos que carroña fétida y pestilente.

“Ni una hoja caerá,
Sólo la especie cae
Y el fruto cae envenenado por el aire.
No hay centro,
Son flores terribles
Todos estos rostros clavados en la piedra,
Astros revueltos, sin voluntad.
Ni una hora de paz en este inmenso día.
La luz crudelísima devora su ración.
El mar está lejos y solo
La tierra impura y vasta”.

Entrar en contacto con esta poesía es lo equivalente a ser tocado por la gracia de una poesía espectral y terrible. Tal pareciera que la escritora nos congregara a sus lectores en una asamblea de hombre tristes que escuchan alelados sus poemas como se escucha un mantra milenario bajo los efectos de una especie de epilepsia auditiva.

Leer esta poesía es una aventura estremecedora capaz de remover los cimientos de nuestra cosmovisión poética. Sólo los libros que nos hacen “otros” al término de la lectura de su última página merecen ser tenidos por tales y éste de Blanca Varela es uno de ellos. Por lo demás, menester es acotarlo antes de que se nos escape; si un libro no nos emplaza y conmina a vernos en sus páginas con nuestras miserias y esplendores, si no es capaz de recordarnos que somos hijos de una época y nos recuerda la necesidad de la humildad de nuestra condición frágil y efímera, entonces, ¿valió la pena leerlo, quiero decir, re-leerlo?

En alguna de sus ígneas e iluminadoras páginas dice la escritora:

“Soy un simio, nada más que eso y trepo por esta gigantesca flor roja
(...)
Tal vez soy el único viviente, el que se mueve, respira y se queja.
El único en dar vueltas y girar sobre el lodazal y la culebra. El trompo,
El girasol humano, velludo y limpio, el cantor solitario, el anacoreta,
La peste. Soy, indudablemente, el que se oye, respirando, tejiendo
Para atrapar el acto, el testimonio erizado de ojos y lenguas todavía
Temblorosos, todavía con recuerdos”.