Letras
L’Alcúdia de Crespins

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Se mata lo que se odia.
Se quema por purificar y salvar la vida:
para ahuyentar los malos espíritus
y rehabilitar la tierra.
Max Aub

In memoriam a doña María Concepción Plá Perales

I

El hálito del estío acaricia a la tarde hueca, sin arreboles. El espeso aire huele a leña quemada que se dispersa lentamente entre los brazos de un viento seco. Cerca de los naranjos —y encima de la plaza— infinidad de veloces golondrinas trisan y desquebrajan las últimas horas del día; ahí, por la huerta, croan las ranas en las acequias impregnadas por aromas de acacias, buganvillas y limoneros. El aparente piar de las palmeras, los gritos de los niños, y el intermitente cascabeleo de las chicharras advierten la entrada de otra noche cálida. A lo lejos, se percibe un pastor apergaminado de tanto sol que, como siempre y al igual que sus ancestros, guía con sus tres perros un rebaño confiado que vuelve a casa esparciendo a placer cagarrutas sobre el camino del río. Desde las terrazas, algunos perros y gatos señoritos olfatean a los transeúntes que pasean o charlan posando ambas manos sobre la región lumbar. Un grupo de ancianos está sentado en sillas de plástico. Beben café, poleo, horchata, granizados de limón o cerveza. Otros, sólo fuman puros y paliquean en torno al fútbol, coches, hipotecas, comida, la muerte: tema preferido de las interminables tertulias. Sin excepción, todos los presentes, crecieron con la guerra, y el hablar sobre la muerte produce un efecto catártico que coadyuva a proseguir la jornada cotidiana. La exteriorización de acontecimientos remotos es un hábito cotidiano que vincula al grupo con un presente efímero que parece estar regido por los tañidos del campanario cuya grave resonancia anuncia el paso de las horas y hasta las constantes exequias.

—Qui s’ha mort avui? —pregunta con acentuada curiosidad un octogenario al afilador de cuchillos quien adyacente a su bicicleta pela altramuces en una banca de la plaza.

—Algú que estava viu —responde hierático, sin levantar la mirada concentrada en sus pulgares e índices.

—Tío collons no tinc ganas de broma! —replica el anciano—. Los contertulios aledaños ríen con sorna.

—Fillsss de puutaa —refunfuña entre dientes el joven afilador—. Alcúdia de Crespins poquets i ruins, però mes listos que els ratolins —repite insistentemente mientras pedalea y silba perdiéndose entre las sombras del callejón del Forn, vira a la izquierda para salir a la calle del Corazón de Jesús y continuar hacia la ermita del Santísimo Cristo del Monte Calvario.

—¡Rafael, el fontaner de Canals ha mort! —chilla desde un vespino en marcha un chófer delgaducho y sin afeitar. Encima del sillín resalta un cajón de naranjas —atado con un renegrido cordel de cáñamo— repleto de verdura fresca. En el centro del improvisado colchón de lechugas, ejotes y alcachofas, la chicha lame residuos desperdigados de tierra semihúmeda. Una y otra vez relame las comisuras de los diminutos labios y su ralo bigote. Esa tarde, antes de ir a la caseta, el labrador había pasado a despedir al fontaner y a sus familiares quienes después de haber dejado a las mujeres rezando en la iglesia de Canals, esperaron —en la pared del río— el pésame de los hombres que no podían o no quisieron asistir al entierro.

Allá, entre los ladridos, se percibe un murmullo. Son los viejos que apresurados por la segunda y penúltima campanada acuden a la iglesia del pueblo, cuyos cimientos y paredes revelan la presencia de una vetusta mezquita. Solos o en grupos, atraviesan el pórtico. Entran cabizbajos y resignados bajo el arco ojival gótico de la nave central, flanqueada por el deambulatorio y las capillas laterales de san Onofre y san Antonio. Las miradas ciegas de apóstoles y ángeles desfigurados reciben asimismo a la noche clara. A pesar del calor las mujeres aguardan la homilía cubiertas con chaquetas negras engalanadas con broches de oro. Las abundantes y bien peinadas cabelleras armonizan con los inquietos tacones y monederos. Los collares, brazaletes y anillos revelan la posición social de las feligresas, y a la vez explican una aparente seguridad ante lo inefable. —Esas son cosas de Dios —asevera una de ellas. Algunos hombres portan bastón, chaqueta y corbata. Las luces de los candelabros acentúan el brillo de la gomina y el sudor.

Un niño cogido de la mano de su madre cruza la estrecha calle que desemboca en la plaza central donde la música de Paquito el chocolatero anima a la cabra de Vicentico, “El gitano”. El cuadrúpedo menea el rabo. Berrea antes de subir o descender por una escalerilla de aluminio decorada con luces navideñas. Después de cada actuación, observa a su amo recoger de rodillas los céntimos de euro dispersos en el pavimento. Vuelve a mover la cola, como si entendiese la condición humana.

 

II

La Casa Grande vio nacer a Ximo y fue testiga de sus primeros pasos rodeados por huertas perennes que se extienden hasta la orilla ebúrnea del mar Mediterráneo. El aroma de los naranjos, limoneros, almendros y hortalizas es recluido por cordilleras y montes coronados por enormes fortalezas; las blanquecinas flores del romero y las matas de pebrella perfuman el entorno de arbustos, chumberas y escasos pinares que resguardan los almenados muros iberorromanos, cartagineses y árabes que descienden como sierpes gigantescas por las terrosas faldas de la sierra Vernisa. Las silenciosas ruinas del castillo-monasterio de Montesa aparecen disfrazadas de tiempo y mantos verdosos o cárdenos que se disipan con el baño de sol que cubre los enormes bloques rosáceos.

Según Ximo, lo que más le divertía era visitar la almazara del abuelo para oler el aceite de olivo y jugar entre los montículos de orujo. Bajo la lluvia valenciana, le fascinaba correr con espardenyes, sumergirlos en la humedad del barro, y después enjuagarse en el agua corriente de las acequias.

Las lágrimas de la araña que cuelga sobre el comedor de caoba han atrapado por enésima ocasión a la luna; los cristales del austero cancel dan paso a la tenue luz que ilumina una vez más la habitación. Desde aquí, Ximo Sánchis ha visto pasar, incontables ocasiones, a Bayoca caminando entre sombras, arrastrándose, cogiéndose de paredes y rejas. A los pies del padre de Consue. La misma y ruidosa bicicleta cargada siempre con bolsas de compra. Aquellos rostros que no cesan de gesticular, fumar puros y evocar el pasado. A raíz de un comentario en torno a los pormenores de la trágica muerte del conde de Crespí, ocurrida en el castillo de Xàtiva durante la Germanía, el más viejo del grupo señala una estrecha ventana de la Casa Grande:

—Ahí, a mediados del siglo XIX, un caballo enloquecido por el calor de julio incrustó la mitad de su gigantesco cuerpo; dos jovencitas que tomaban la siesta murieron aprisionadas por aquella especie de minotauro bañado de luces... —los demás escuchan en silencio y recuerdan aquel hombre que vino a morir en la fiesta de san Onofre.

 

III

Las gigantescas llamaradas embelesan a la inquieta muchedumbre. Las flamas ascienden vertiginosamente como si quisieran huir para copular con los racimos multicolores que emanan del ardiente castillo.

—¡Vitoool y vitooool al nostre patrò del poble!, ¡Vitool! —responde con gritos la muchedumbre. El olor a brasa y pólvora inunda las calles aledañas; las cenizas descienden y las puertas se abren para agasajar a los comensales quienes cansados de contemplar el fuego caminan ansiosos o acalorados bajo los copos de nieve negra. Piensan en el jamón serrano, el queso manchego, las aceitunas y almendras fritas; las ensaladas, chuletas de carnero, el vino negro de Utiel y las litronas frías. Los glotones sonríen e imaginan las longanizas y butifarras que asarán con desfachatez en los rescoldos de la hoguera.

Las cuadrillas de festers recorren con júbilo las calles del pueblo; a diestra y siniestra arrojan boles que chisporrotean, crepitan, saltan, explosionan encima de las aceras. Solos o en parejas, los trasnochadores se tambalean, bailan, emiten alaridos, y corren a empellones animados por la banda de música que interpreta pasodobles. El tamborileo profundo aunado a las notas agudas de las dulzainas acentúa el frenesí de la despertà que se aleja presurosa con la intención de recibir a la mascletà del mediodía. Una multitud de rostros abotagados y estupefactos disfrutan el estruendo de la traca que estalla sucesiva y espectacularmente para dar paso a las veloces carcasas que atraviesan la fragilidad del aire y revientan en las alturas diáfanas. Este resplandor de intensas ráfagas de fuego blanco produce sombras grises y ecos que se dispersan en lo más profundo del azul levantino. Las múltiples detonaciones estremecen las casas y los corazones del pueblo que observa mudo la arrogancia del espectáculo. El incrédulo público aspira en comunión el espeso humo que rodea los desechos de cordón y papel periódico esparcidos por doquier.

Ximo continúa mirando el improvisado y recién sacudido santuario familiar ubicado en el comedor de la casa. —¡Xe! ¿Por qué la vida es tan gilipollas? —piensa con enfado. Apresura una copita de brandy.

La familia llegó a mediados del siglo XIII, después de la Reconquista. Unos vinieron de Aragón y otros de Cataluña. Los aragoneses terminaron por Enguera, pues cruzaron la abrupta sierra para no volver.

 

IV

Les advirtieron que se escondieran o se largaran del pueblo. Unos lograron huir escondidos en los carros que solían transportar paja a Montesa o Xàtiva para encarcelarse en sótanos. El tío Ramón, el de Josefina, escapó a Suiza. Los escépticos, jugando a las escondidas, nos visitaban; y hasta por horas se escondían en el aljibe de la Pacheca.

Una mañana asesinaron a mi padrino. Después al cuñado de mi hermana. Y, por lo de la ventana, el vecino juró venganza desde el otro lado del muro que aún separa ambas casas.

—¡Me juego un ojo de la cara! —respondió tu bisabuelo.

Antes de la caída de Valencia, el vecino emborrachó a sus huéspedes y cubrió los honorarios:

—El trabajo tiene que ser perfecto —ordenó, cobarde y señorial, con un grueso fajo de billetes ligeramente manchados por la sangre de la piara.

—Els diners i el collons per a les occasions! —chilló su mujer al llenar a tope las copas de los comensales embriagados de miedo y alcohol.

El abuelo estaba enterado, pero no quiso irse y abandonar a la familia. Lo exhibieron en el balcón derecho del Ayuntamiento, y por el callejón trasero del edificio se lo llevaron hace sesenta y cinco años.

—La tía fue a recogerlo, allá por la Llosa de Ranes. Una amiga la ayudó a desamarrar el bulto inerte y, sobre una gélida cama de argamasa, dejaron el cadáver limpio y solo, con su único ojo. Pero al terminar la guerra, volvería al pueblo en la fiesta de san Onofre. No, no, no regresó como otros que, para dar lástima o ganarse la admiración y respeto, deambulaban sus escuálidos cuerpos, narrando hazañas apócrifas, semicubiertos con andrajos, piojos y garrapatas. Ese día, mi abuelo vestía ropa fresca, almidonada, y pasó frente a esta casa, como si quisiera despedirse otra vez.

Aquellos festejos eran muy distintos, el fervor de cada celebración generaba un éxtasis que ha desaparecido con el paso del tiempo. Hoy imperan el paganismo y la borrachera. Hace años, al final de la fiesta de nuestro santo patrón, tu madre me pidió que la acompañase al camposanto. Y, cuando el sepulturero, bañado en sudor, reacomodaba las osamentas de la familia, cogió el cráneo de vuestro bisabuelo para enseñármelo. De inmediato pude observar que la cuenca izquierda estaba cubierta por una membrana finísima que daba la sensación de haber sido tejida por las patitas de un artrópodo. El parietal perforado en flor contrastaba con la cuenca derecha vaciada completamente a navajazos.