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Ilustración: Dave PlunkertLa tradición del plagio

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A propósito de la acusación que el psicólogo valenciano Jorge Castelló hace a Lucía Etxebarría de haber abusado del “corta y pega” uno podría, sentado con traje gris paloma y bronceado de cama solar, inclinarse ante un micrófono, darle un ligero golpe para cerciorarse de que está abierto, oír el característico sonido hueco y decir ante un plantel de señoras catalanas que la falsificación literaria, o sea, el plagio, del griego plagios, engañoso, bajo las más variadas formas, es una de las más antiguas tradiciones de Occidente. Y un tema siempre de actualidad. Que se empieza copiando del examen del otro cuando el profesor se distrae y negando la evidencia en caso de ser descubierto y se acaba pirateando libros de manera compulsiva. Que ha dado mucho que hablar la difusa frontera que hay entre la copia y la imitación creativa.

En el glorioso pasado no sólo no se consideraba delito sino que ni siquiera se pensaba que copiar fuera reprobable, una inmoralidad. Hoy no es raro ver a un gacetillero de pacotilla rasgarse el terno a rayas y apelar al Código Penal porque se ha usado un sintagma sin su permiso o un par de frases neutras, pero entonces ningún autor se ofendía si le copiaban literalmente pasajes, capítulos enteros, lo que fuera. El Arcipreste de Hita hasta animaba a los lectores a mejorar su obra si se veían capaces. La bronca empieza cuando la literatura se convierte en negocio, a partir de los siglos XVIII y XIX, y surge la idea de la propiedad intelectual. A partir de ese momento se deja de fusilar con despreocupación como hicieron copiones tan ilustres como Homero, Sófocles, Molière y Shakespeare (éste, por ejemplo, utilizaba una serie de bienes culturales junto a su propia inspiración y una gran capacidad combinatoria de manera insuperable). Borges no sólo sostenía tranquilamente que el plagio es legítimo si mejora el original sino que también nos comunica que ha extraído muchas ideas de Los viajes de Gulliver (1726)e incluso algunas frases para El informe de Brodie.

—¿Estaba al tanto de que Swift era partidario de colgar en la plaza pública a los plagiarios? —preguntaría el conferenciante con una ceja en inquisitiva elevación.

Entonces sería el momento de beber un traguito discreto de agua y, tras mirar unos segundos el artesonado del techo pensando en una atmósfera no precisamente electrizante, reanudar el discurso contando que en El Quijote hay episodios de la locura del Ayax de Sófocles. La literatura es una cadena en la que todo autor toma siempre algo prestado de otro. “Los espíritus más originales se nutren los unos de los otros. Tomamos el fuego del vecino para alumbrar el nuestro y luego los fuegos se comunican porque pertenecen a todos”, frase de Voltaire que siempre hay que entrecomillar. Puede decirse que a Jaime Gil le gustó la idea volteriana y se alumbró a placer con el fuego de Robert Langbaum y su The poetry of experience. Dalí no le temía al plagio si era descarado. Hay quien sostiene que de un buen collage de plagios se puede hacer un precioso cuadro original...

Tres cuartos de hora más tarde, cuando el interés que se hubiera logrado despertar fuera decayendo, podría hablarse de lo conmovedor que resulta ahora ver a Luis Racionero diciendo que no le gusta la estética del entrecomillado, o a Carmen Balcells aplastando a una mujer que tuvo el atrevimiento de acusar a Cela de impostura: “Una escritora de sesenta años inédita que registra en la propiedad intelectual los cuentos que escribe para sus nietos es sospechosa de paranoia”. Hoy, después de las humillaciones a que fue sometida por los amigos del Nobel, que le llamaban exagerada porque no les había copiado a ellos, el Tribunal Constitucional le ha otorgado el amparo. Algunos, como Quino, no denuncian porque “sale más caro el abogado”.

Procura solaz, mientras se sorbe con fruición una cabeza de gamba, recordar a Quim Monzó a la defensiva cuando un dedo le ha señalado por saquear textos aparecidos en el Courrier International, lo mismo que hizo Joanot Martorell, saqueador sistemático de textos clásicos, desde Ovidio hasta Llull, para construir su obra: pueden detectarse en el Tirant copias literales y plagios conceptuales, todo inteligente y bien articulado.

—Una seguridad social que provea de tramas y argumentos a escritores en situación de esclerosis imaginativa sería conveniente —podría añadir el orador, atribuyéndose una idea de la que no recuerda el nombre del autor. Quizá eso evitaría el circo, la repetición (no exenta de gracia) del mismo patrón: el martillo de plagiarios lanzando furiosos anatemas y cleptómanos que en vez de renegar de su vicio y abrazar la palma de la virtud lanzan un bufido de exasperación y se escudan en que “en literatura todo está inventado”.

Y luego tras señalar que en inglés dicen que “imitation is the sincerest form of flattery”, uno extendería los brazos para subrayar la culminación de la disertación o rollo macabeo. Se daría cuenta, sin duda, de que no había conseguido lo que buscaba: bajo máscaras de atención el interés habría decaído del todo. Sería tal vez el momento de intentar arreglarlo descubriéndoles que Stendhal fue un ingenioso cultor del arte del plagio, que hasta Baudelaire coló como obra suya lo que no era más que una imperfecta traducción de la nouvelle El joven encantador, publicada en Londres por un autor anónimo... Que Campoamor plagió a Victor Hugo, la Pardo Bazán a un escritor de tercera categoría... Que Vázquez Montalbán se aprovechó de una traducción de Julio César, que para Warhol y Duchamp copiar también es crear…

Incluso cabría dedicar unas frases a las marcas lingüísticas que detectan los modernos lingüistas forenses, esos indicios que nos identifican como autores incuestionables, el idiolecto; sobre la existencia actual del Copycatch, un programa de concordancias para cazar plagiarios...

—Se abre el turno de preguntas —le gustaría decir a uno, remedando a mucha gente, sin ingenio ni originalidad. Quizá no se verían ademanes de desdén como los del asistente a una conferencia del relato de Benet pero entre las señoras amodorradas probablemente ninguna levantaría la mano. Las puede imaginar pensando que habían esperado otra cosa de un intelectual exquisito en permanente estado de ironía. Hora de irse, sin pérdida de tiempo, a tomar una copa muy cargada, quizá un buen cóctel con unas gotas finales de angostura prohibido por el médico... Y acordarse tardíamente del editor que copió el Carmina Burana de Francisco Rico y, deshonrado, tras salir el fraude a la luz, aclaró que se lo cedió gratis, sin contrato y enteramente preparado para imprimir, una traductora argentina que no había dado señas ni teléfono, ni se había preocupado de ir a recoger el libro una vez publicado... Rico dijo no ser ningún maniático de la propiedad intelectual (yo mismo he fotocopiado algunas cosas que no debía), pero que no podía soportar la mentira, eso sí que no.