Artículos y reportajes
La frontera entre la vida y la muerte
Sobre La Mara, de Rafael Ramírez Heredia (Alfaguara, 2004)

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Rafael Ramírez HerediaEl fenómeno de las maras o pandillas juveniles en Centroamérica y México es un problema creciente que revela fundamentalmente las deficiencias de las sociedades que las generan. La pobreza, las guerras civiles, la desocupación, la cultura de la violencia que traspasa la cotidianeidad de muchos sectores populares, da como fruto generaciones de jóvenes sin esperanzas, sin salidas, cargados de frustración y desensibilizados a todo lo que no sea el beneficio propio o del grupo. El escalamiento de la violencia, el manejo de armas, el uso de drogas, han hecho que las bandas de mareros sean cada vez más temidas por la población de muchos países de América Central y de México. Es un problema complejo sin soluciones rápidas o unilaterales.1 La novela del escritor mexicano Rafael Ramírez Heredia La Mara nos sumerge de cabeza en el inframundo de la frontera sur, donde la Mara Salvatrucha representa quizás el nivel más brutal de una sociedad en disolución.

Los estudios sobre la problemática de fronteras no son nuevos y, sobre todo en México, es una temática que también ha repercutido en la literatura, pero hasta ahora los testimonios y el trabajo literario sobre el asunto se han concentrado fundamentalmente en las zonas de contacto entre los Estados Unidos y México —sobre todo Tijuana y Ciudad Juárez—, esa frontera donde el río Bravo marca la división entre la tierra prometida del norte (un nuevo El Dorado) y la América hispana de la pobreza y la falta de posibilidades. Entre estos dos polos se mueve un continuo flujo de migrantes en busca de un destino mejor. En estos casos, los ejes norte y sur son claros y bien demarcados.

En la novela de Ramírez Heredia la geografía se multiplica, se pluraliza y se dispersa. La frontera que vamos a penetrar es “el sur del norte” en su punto de contacto con “el norte del sur”: la frontera sur de México y la frontera norte de Guatemala, representadas por Ciudad Hidalgo, del lado mexicano, y Tecún Umán, del lado guatemalteco. Esta última ciudad, en la novela, es también llamada “Tijuanita”, como en una versión aun más primitiva de la ciudad fronteriza norte, y de igual manera es el nombre del centro de reunión —y nudo gordiano— de la vida miserable de Tecún Umán: el burdel de doña Lita. En este punto la frontera también es demarcada por un río que une y separa a los dos países: el río Suchiate, que fluye entre los dos territorios y que marca no sólo el paso de un país a otro país, sino muchas veces la frontera entre la vida y la muerte. Tecún Umán es, a su vez, el embudo por el que se filtran los pocos “afortunados” (en un sentido cruelmente irónico), los cuales llegan hasta ese punto provenientes de los distintos países centroamericanos para poder cruzar el Suchiate y, vía México, intentar una nueva vida en los Estados Unidos. Son personas humildes, marginadas, sin nada más que perder que la vida: los indocumentados, los “mojados”, a riesgo de ser descubiertos, asaltados, humillados, violados, maltratados y, en el peor de los casos asesinados, por intentar cruzar la frontera. En la frontera, la marcha continua de los migrantes se transforma en una suerte de vía dolorosa, durante la cual quienes peregrinan deberán soportar todo tipo de sufrimientos y humillaciones y donde México no es ni norte ni sur sino una estación más de ese vía crucis. En Tecún Umán se reúnen catrachos (hondureños), chapines (guatemaltecos), guanacos (salvadoreños), mucos (nicaragüenses), ticos (costarricenses) y panameños. Todos con una meta: el país del norte.

Los peligros a sortear son muchos, y las posibilidades de llegar a la meta, ínfimas. En ese camino hacia una difusa esperanza de algo mejor, los indocumentados deben pagarle a distintos intermediarios (los “coyotes” que pasan gente de frontera a frontera, los balseros, las madames de burdel, los policías de fronteras, los “migras” o funcionarios de inmigración, el personal de las embajadas, etc.) con distintas monedas. No es de extrañar que en este cruel comercio sean las mujeres, incluso las niñas, las más humilladas y las que deban pagar el precio más alto. Quienes humillan, utilizan o violan, son quienes detentan algún mínimo de poder: con frecuencia los funcionarios de mediana categoría, quienes están en contacto directo con los migrantes, la policía de la zona, o quienes tienen el poder de influir en el otorgamiento de visas, como el cónsul de México en Tecún Umán, don Nico, figura patética de final lamentable. Todos estos funcionarios, y todos los que de una manera u otra se aprovechan de la desesperación de quienes casi nada tienen, representan una humanidad cuya meta principal parece ser la satisfacción de sus más ínfimos deseos: materiales (dinero), de elevación de estatus social (mudarse, conseguir un ascenso, conseguir un trabajo mejor, llegar más cerca de la frontera), o la mera satisfacción de sus impulsos más primitivos. Prácticamente todos demuestran una afición sádica en humillar y maltratar a las personas que tengan la desgracia de cruzarse por sus caminos en una situación de inferioridad.

Y por fin la figura de la mara, los tatuados. Esa pandilla de jóvenes delincuentes, marginados, eternamente agazapados en la selva, al acecho, esperando la llegada del tren que transporta a los clandestinos para asaltarlos, maltratarlos o darles un destino aun peor. La figura de la mara está claramente demonizada en la novela de Ramírez Heredia. La mara se funde con la selva y forma una entidad siniestra y macabra que devora y destruye todo lo que entra en contacto con ella. Dice el propio autor: “Es un demonio con cabezas, un pinche demonio a secas, que tira mordidas al que se pare cerca”.2 La selva, con su combinación de calor sofocante, vegetación enemiga e insectos voraces, y como espacio que alberga seres desconocidos y amenazadores, aparece como una fuerza que nos remite tanto a la selva devoradora de La vorágine del colombiano José Eustasio Rivera como a esa fuerza diabólica de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad.

La frontera es, además, una zona de desamor. El amor no existe, sólo la mera atracción de los cuerpos, alguna vez, como excepción. El deseo más primitivo, la voluptuosidad, la sexualidad machista y abusadora parecen ser las únicas maneras de relacionarse sexualmente. Un mundo sin amor es un mundo sin esperanzas y sin futuro. Como decía el periodista mexicano Rafael Cardona: “Todos están condenados desde un principio aun cuando nadie sepa exactamente ni el pecado ni el castigo”.3 Hasta aquí diríamos que más negra no podría pintarse la existencia. Y no es casual que la novela La Mara de Rafael Ramírez Heredia se haya hecho acreedora, junto con la novela El penúltimo nombre de la guerra, del argentino Raúl Argemí, del Premio de Novela Negra Dashiell Hammet 2005, hecho público el año pasado durante la Semana Negra de Gijón, España.

Sin embargo, es justamente gracias al compromiso del autor con su oficio, su pasión por la escritura, su exigencia profesional en la construcción del texto, que la desesperanza de La Mara se hace soportable, y su dimensión humana transforma esta novela en un texto excepcional. Si bien el fenómeno de las maras es un fenómeno de una actualidad urgente, muy conocido y documentado —sobre todo en Centroamérica— la virtud fundamental de la novela de Ramírez Heredia es, justamente, no ser un testimonio, un reportaje o un estudio sociológico. La Mara no es una novela sobre la mara o sobre los habitantes de la zona fronteriza, es una novela escrita desde la mara y desde los personajes que habitan esta geografía desoladora. La voz de cada uno de los personajes que narran su historia y su situación está magistralmente elaborada por el escritor, quien se nos presenta como una especie de médium literario entre los personajes y el lector. Se ha dicho que el personaje principal de La Mara es, justamente, el lenguaje,4 y probablemente sea ese lenguaje portentoso —violento, crudo y bello— una de sus principales virtudes, pero la obra como totalidad, por su estructura, su lenguaje y su contenido, es de una contundencia y un peso literario innegables. La construcción es impecable: un entretejido de voces, una polifonía de relatos que se van entrecruzando y revelando la trama sórdida de la vida de la gente humilde de estos países agobiados por una naturaleza devastadora (el calor inhumano, los insectos, la selva, el territorio inhóspito) y una estructura social de opresión. Las técnicas de narración se amoldan al relato, en forma de flashbacks continuos, de monólogos interiores —flujo de la conciencia—, de diálogos urgentes o descripciones brillantes de ese entorno bello y salvaje de la selva.

Sea el relato proveniente de un marero, como Jovany, que nos relata, en una suerte de fluir de la conciencia, los trece segundos de maltrato violentísimo que cada “bate” debe soportar como rito de iniciación en la “fraternidad” de la Mara Salvatrucha 13 o MS 13; o bien que el relato provenga de la joven prostituta Sabina (hermana de Jovany), quien en una noche de demasiado alcohol y desesperación nos narra su historia de abusos y desamparo. Los personajes de Rafael Ramírez Heredia se nos graban en la memoria, y sería innecesario y casi imposible mencionar a cada uno de ellos, puesto que cada capítulo es un cuadro único, una voz modulada y trabajada por el autor con un rigor de artesano. Algunos de ellos, sin embargo, crecen y adquieren una dimensión simbólica cuyo significado los supera. El Tata Añorve, por ejemplo. Un simple balsero que atraviesa el Suchiate cada día, pasando gente de frontera a frontera. Un anciano tan compenetrado con el río que conoce cada una de sus señales: “Añorve es del río. Es él quien lo ama sabiéndolo propio. Lo ha cruzado miles de veces desde que llegó con su padre, y por eso conoce sus tardes tranquilas, sus malos humores, las inundaciones y los meses de aguas flacas. El río no lleva el hierro de ningún patrón, y no hay quien pueda apropiárselo aunque muchos así lo deseen”. El anciano, una especie de Caronte vernáculo, que recibe su óbolo para transportar a los migrantes de un lado a otro de ese río de la muerte, se transforma (luego de la brutal violación y asesinato de su hija, quien ya muerta se convierte en objeto de su devoción con el nombre de “La Santa Niña del Río”) en sacerdote de este culto nacido de la impotencia; y en predicador y enemigo principal de la Mara, a quien se atreve a desafiar. Esta actitud desencadena una serie de sucesos que culminarán en catástrofe.

Otro personaje clave es el siniestro Ximenus Fidalgo, cuyo discurso abre y cierra la novela. Ximenus Fidalgo es un personaje polivalente: chamán, vidente, oráculo, mago, místico y sumo sacerdote de un rito satánico. Figura de naturaleza doble (Ximenus: Géminis, signo de los gemelos) que conoce hasta el fondo la vida oculta de la selva, el fluir del río, el lento avance del tren con sus indocumentados silenciosos y aterrorizados. Es él quien rebautiza el río Suchiate como Satanachia (nombre de uno de los llamados espíritus infernales según los textos referenciales de la magia negra: Satanachia o Gran General del Infierno), nombre con el cual lo denominan los integrantes de la Mara. Es Ximenus quien sabe —¿gracias a sus dones de vidente o por pura complicidad?— cuándo la Mara va a atacar o cuándo el viaje va a resultar exitoso: “Ximenus sabe lo que sucederá a lo largo del viaje. Desde la semisombra de su consultorio puede ver persecuciones, atracos, romances, huidas y mucha sangre, pero esa cinta de oscuridades a flor de viaje aún no la conocen aquellos a quienes la esperanza obliga a seguir corriendo tras las luces finales del convoy”. Es el sacerdote Ximenus, con su rostro maquillado —no tan distinto de los rostros tatuados de los mareros, con una lágrima tatuada por cada vida “cobrada” a la selva—, el manipulador de destinos, el servidor y perpetuador de un orden siniestro y cruel.

La figura de la mara es la menos representada individualmente. La mara es, fundamentalmente, una agrupación, un conglomerado, una marabunta: agazapados en la selva a la espera del tren con inmigrantes a los cuales despojar de lo poco que tienen, siembran el terror y la violencia, se nutren de ellas. Una comunidad de sangre y terror, formada por quienes no tienen nada y no sienten nada. Con la excepción de Jovany, nos encontramos con el Laminitas, el Poison, el Bagsbany, el Regan: no tienen nombre propio, son jóvenes despersonalizados y perdidos en un mundo sin esperanzas, sin sueños, donde rige la ley del más fuerte: “hombres tatuados, semidesnudos, dispuestos a hender hasta el silencio, de odio encanijado, de muerte en los ojos”.

Todos y cada uno de los personajes de La Mara tienen una historia que contar, y todos lo hacen con su propio registro y desde el lugar que les tocó en suerte. Si los mareros se tatúan una lágrima por cada vida arrancada, la novela de Rafael Ramírez Heredia nos graba en la memoria una lágrima negra por cada destino truncado en la frontera. Esta es una novela poderosa, de un lenguaje arrasador, colorido, sensual y brutal. Cruel y conmovedora. Su autor, Rafael Ramírez Heredia —escritor, periodista, profesor de literatura, pero también torero, cantante de boleros y heredero del “duende” de sus antepasados gitanos— nos entrega esta novela de casi 400 páginas a la cual el lector se lanza sin salvavidas. Dos de los personajes de la novela, Jovany y Sabina, provienen del barrio de Suncery en San Pedro Sula en Honduras, un pueblo plagado de maras. Según el dicho popular, en el barrio de Suncery “entra el que quiere y sale el que puede”. Lo mismo con la novela de Ramírez Heredia: cualquiera puede adentrarse en ella, pero quien sale ya no es el mismo que empezó a leer. La cita de Ortega y Gasset con que la novela abre adquiere, al final de la misma, su pleno significado: “Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a comprender”.

 

Notas

  1. Ver artículo: “Por mi madre vivo, por el Barrio muero. Maras, ‘clicas’ y pandillas en Centroamérica y México”, de Ramiro Anzit Guerrero y Lilian Fernández Hall.
  2. Ver entrevista de Diego Murcia y Christian Guevara con el autor: “¡Si matan al marero que lo maten! Me importa madres”.
  3. Ver el sitio web del escritor y la sección de opiniones sobre La Mara.
  4. El autor, decidido a afrontar el tema de las maras y la problemática de la frontera, realizó un viaje de estudios y observación de la zona. Así cuenta el mismo Ramírez Heredia sobre sus meses en Tecún Umán: “Me persignaba como los toreros y salía del hotel con la Virgen de la Macarena, que es la más torera de todas las vírgenes, e iba a meterme allí. Me quitaba el reloj, los anillos y me ponía un pantalón de mezclilla, un sombrero de petate y allí andaba caminando y me metía a Tecún Umán y cruzaba la frontera sin papeles y regresaba a meterme en las tabernas (...). Lo único que no hice fue preguntar, eso no lo hice. Yo era un borrachín más, un tipo más, metido en ese submundo, comiéndome la vida...” (en la entrevista citada de El Faro).