Editorial
La insoportable banalidad del ser

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Hace unos meses, Édgar, un niño mexicano de once años, se cayó a un río como consecuencia de la travesura de uno de sus compañeros de juego. El incidente fue grabado y publicado en el sitio de alojamiento gratuito de videos YouTube.com. La caída de Édgar fue replanteada centenares de veces por aficionados a la manipulación de video digital y, mientras esto sucedía, el chico empezó a aparecer en entrevistas televisivas. Édgar pasó de ser un perfecto desconocido de once años a una rutilante celebridad de Internet (y fuera de ella, con camisetas y candidatura a la Presidencia de México incluidas).

Somos por naturaleza seres banales. Con un cerebro que, como resultado de miles de años de evolución y cultura, es capaz de producir la Teoría General de la Relatividad o La Odisea, la mayoría de nosotros pasa casi todo el tiempo ocupado en resolver situaciones personales, más relacionadas con ropa interior, artefactos, plazos o sensaciones que con los grandes objetivos de la especie. Y es lógico que así ocurra, dado el esfuerzo que conlleva modelar una inteligencia que destaque respecto del promedio.

Tal es la espita que da vida a la llamada información viral, contenidos no necesariamente útiles pero que se difunden como una llamarada a través de los medios. La comparación con el fuego no es fortuita: por lo general, los contenidos que gozan del atractivo suficiente para diseminarse de esta manera no suelen permanecer demasiado tiempo en la cresta de la ola mediática. Internet ha revitalizado el sentido de la famosa sentencia de Andy Warhol sobre los quince minutos de fama.

En esta era de infancia digital que vivimos, ya es posible apreciar cómo tendemos a traducir nuestra realidad al lenguaje de los bits. Las computadoras nos permitieron crear mundos nuevos, pero todos están desarrollándose para parecerse, tanto como puedan, al que ya conocemos. Cuando hayamos avanzado más en la integración de todas las esferas de nuestras vidas con el medio digital, será inevitable que el proceso incluya abundantes dosis de banalidad.

El libro del futuro no será la excepción. Solemos pensar en el libro digital como una pantalla en la que podremos leer todos los libros que podamos, pero lo cierto es que será mucho más que eso. Quizás ni siquiera identifiquemos el artefacto, o los artefactos (pues es segura la diversidad en este sentido), con la limitante denominación libro digital. Será un adminículo que, además de permitirnos recibir contenidos, nos facultará para comunicarnos con nuestros semejantes sin los aparatosos requerimientos a que nos constriñe la tecnología actual. Incluso los cómodos teléfonos móviles de hoy en día nos parecerán aparatosos cuando esto ocurra. Este nuevo tipo de artefacto llevará el concepto de ergonomía a su máxima expresión: nuestras preferencias personales.

Ya hace once años, en El mundo digital, escribía Nicholas Negroponte: “Ser digital cambiará la naturaleza de los medios. Se invertirá el proceso de envío de bits a la gente por un proceso en el que las personas o sus computadoras serán los que elijan esos bits”. Y, más adelante: “Nuestras interfaces cambiarán. La vuestra será distinta de la mía, pues cada una se basará en nuestras respectivas predilecciones en materia de información, hábitos de entretenimiento y comportamiento social”.

Tal como ocurre en eso que hoy todavía podemos llamar el mundo real, habrá quien aproveche las nuevas posibilidades técnicas para leer La Odisea, pero —como es natural— seguirá habiendo un público mayor para la caída de Édgar, para lo doméstico, para cualquiera que sea la forma que asuma la información viral del momento. Deberemos aprender a seleccionar contenidos para no perdernos en el océano banal que sobrevendrá desde la palma de nuestras manos.