Letras
Dos relatos

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Bodas de plomo

“Uno debería ser improbable”.
Oscar Wilde

Esperaba debajo del gran monitor con el movimiento aéreo en el Aeropuerto Charles De Gaulle, que anunciaran la salida del vuelo París-New York de American Airlines. Había demoras.

—Otra demora, Air France me tiene harto. Qué odisea. Hace dos días que ando por las terminales y no vengo de Japón. No, señora, vengo de acá nomás, del sur de Italia. Es increíble, uno cree que en Europa las distancias son cortas y que todo funciona bien pero cuando no es la niebla son las huelgas —un desconocido se dirigía a mí con decisión, aunque evitaba mirarme. Actuaba como si nos conociéramos.

Lo miré desconcertada, jamás lo había visto. Me pareció un hombre común. Su inglés culto revelaba origen latino. Traje gris de los buenos, camisa al tono con el cuello desprendido y sin corbata. Barba apenas crecida y prolija, a la última moda, y un cauto brillante en la oreja derecha.

—Viajé a Catania para el casamiento de mi prima Maria Gemma, la única persona de mi familia materna que conocí. Nos visitó varias veces con su padre, empresario textil, quien se aproximaba a Nueva York cada pretemporada a tomar pedidos de géneros. De otra manera nunca hubiera ido a ese lugar. Hacía más de seis meses que estábamos preparándonos. Carta va, carta viene, fotos, árboles genealógicos. Todo tan bien planeado para un final tan cruel.

Entretanto, ya habían anunciado la puerta de salida de mi vuelo pero, como todavía tenía tiempo, seguí escuchando el tenaz relato que empezaba a sonar como una buena historia.

—Mis parientes están en muy buena posición. Había alboroto en el pueblo; prácticamente todos estaban invitados. Yo era huésped de otros primos que me atendieron a cuerpo de rey. Quedé tan mal con ellos. Después de la tragedia fui corriendo a la casa, retiré mis pertenencias y desaparecí. Qué barbaridad. No me lo perdono.

El hombre continuaba el discurso al ritmo de un relator de fútbol. No llegué a escuchar el final porque tuve que embarcar.

Una vez en el avión, me desplomé en el asiento. El personaje del aeropuerto me había dejado intrigada. La historia quedó envuelta en sombras.

El vuelo internacional salió atrasado y no pudo aterrizar en New York por tormentas. Nos desviaron a Filadelfia y luego de una interminable espera a bordo, regresamos a Kennedy.

A esas alturas yo había perdido mi conexión. Antes de cambiar de aeropuerto hice reserva en un vuelo que saldría en una hora. Me detuve frente al monitor con el movimiento aéreo. No lo pude creer. De nuevo la misma voz que continuaba el relato exactamente donde yo lo había dejado de oír:

—La noticia corrió como reguero de pólvora; no podíamos salir de la iglesia porque todo el pueblo estaba agolpado en la puerta queriendo saber el porqué de los disparos. Las sirenas de la policía enrarecían todavía más el ambiente y todos corrían desorientados. María Gemma era feúcha de cara pero con buena figura y mejores ropas. Creo que había trabajado en una base de la NATO. Él, dentista de un pueblo cercano. Parecían amarse. No se de dónde salió el homicida. Solamente oí el estruendo y el grito desesperado: Eres mía, sólo mía María, mi María.

Después de once horas a través del océano, provenientes de vuelos distintos, el oscuro narrador estaba ahí de nuevo, a mi lado, rematando la historia.

Me dio la impresión de que se estaba confesando.

Tenía motivos para estar inquieta.

 

A pesar de que llegué a las corridas y casi con la novia, conseguí un lugar discreto. Brillos y más brillos. Todo era especial en esa boda. Que las flores de Asia, que el traje de París regalo de un costurero famoso, que el peluquero de New York y el coro de Roma. Había arribado un charter con los amigos de ella; los de él vinieron en barcos. La prensa afuera al acecho.

El casamiento era en la Iglesia de Santa Teresita en San Pablo, famosa por la curiosa tradición de que en el camino de salida se arrojan miles de pétalos de rosas blancas perfumadas sobre los novios.

La novia, una modelo brasileña que inquietó las pasarelas con sus curvas y su carácter destemplado. Él, un solterón veinte años mayor que ella, navegante, pintón y de ojos verdes profundos. Mi amigo de la infancia y compañero de regatas.

Llegó la novia. Una belleza perturbadora. El murmullo de admiración saturó la iglesia. Eufórica espera en el altar.

El novio la recibió conmovido. Descalibrándolo todo, la súbita irrupción de un hombre de frac, antifaz y un fugaz brillo en una oreja que corrió hacia el altar gritando: Te encontré, María. ¿Dónde quedó tu promesa de amor eterno? Los novios se volvieron sobresaltados. El órgano continuaba tocando.El alienado se acercó a la novia, sacó un arma y le tiró a quemarropa. Se suicidó después. Siguieron escenas de horror colectivo.

Hubo algo en la voz del homicida que me llamó la atención.

Todavía me asaltan los recuerdos descontrolados.

 

¿Se habrá repetido la historia o seremos los protagonistas los que vivimos varias veces los mismos hechos?

 

Sucedió en la esquina de casa,

en un edificio estilo francés recientemente restaurado y que le da prestancia a la cuadra. Era un atardecer tranquilo, día de partido o un semi feriado porque el tránsito era normal. Por lo general es una esquina ruidosa, sobre todo a la hora de salida de los colegios (hay cuatro en menos de una cuadra). Un batifondo de novela revolucionó el barrio. Tránsito cortado, sirenas, sin faltar SAME, carros de asalto de la Policía Federal, la gente amontonada, vecinos asomados a ventanas y balcones, encargados de edificios alerta. Por último los bomberos.

El señor del tercero guardaba, debajo de su cama, una soga de media pulgada y diez metros de largo con un nudo cada ochenta centímetros y un gancho de hierro en la punta. La empleada tenía prohibido tocarla; de vez en cuando, con ayuda del patrón procedía al aseo completo del cuarto, de lo contrario no podía ni asomarse debajo de la cama.

Es que el hombre sufría de arsonfobia, dicho lisa y llanamente, terror a los incendios. Siempre había habitado en planta baja o a lo sumo en un primer piso para tener asegurada la huida, hasta que heredó el departamento del tercero, una excelente propiedad, con varias y posibles salidas de emergencia, amplios ventanales y un balcón con baranda de hierro labrado. Según comentan en el barrio, había hecho varios simulacros nocturnos de evacuación con aparentes resultados satisfactorios.

Dicen los vecinos cercanos, no es mi caso porque vivo a la media cuadra, que siempre lo veían apostado en el balcón controlando posibles incendios.

El bar de la esquina opuesta a su departamento cambió de dueño y entró en reformas para dar lugar a un resto-bar. Había varios gremios trabajando y el frente estaba andamiado.

Aquella tarde el señor del tercero vio salir humo del edificio en reforma, algunos dicen que de la chimenea porque estaban probando la cocina, otros que de una ventana y que no era humo sino una nube espesa de polvo de la pulidora de pisos. Aterrado y al grito de FUEGO, FUEGO corrió a sacar la soga de debajo de la cama, la aseguró con el gancho a uno de los barrotes del balcón y la tiró hacia abajo para escapar.

La señora del segundo regaba las plantas en el balcón mientras escuchaba música con los auriculares puestos. En eso vio la soga y enseguida un hombre deslizándose por la misma con dificultad. No dudó: El Hombre Araña, como decían los diarios. Soltó la regadera sin sacarse los auriculares porque justamente estaba escuchando el último movimiento de la Quinta de Beethoven, agarró una maceta bien grande y se la tiró al grito de “Agarren al ladrón”. No le bastó con atacarlo con la nube de tierra y golpearlo con la maceta sino que volvió a la regadera y le derramó toda el agua posible.

La calle ya era un hervidero. El encargado del edificio nunca apareció. La mucama del primero, que estaba limpiando el living, también vio pasar la soga, la nube de tierra, la maceta. Un zapato del hombre cayó en el balcón. Del susto empezó también a gritar “Auxilio, ladrón” y con el palo del escobillón le pegaba a la soga a diestra y siniestra. El hombre se bamboleaba como una piñata. Abajo había algunos policías en posición de tiro, otros tomaron por asalto el edificio. Los paramédicos del SAME con la camilla lista.

El señor del tercero continuaba gritando cada vez más fuerte Fuego, Incendio. Uno del SAME dijo que sufría un ataque de pánico y que había que bajarlo a toda costa pero los bomberos todavía no habían llegado. Había gente que decía: Es un intento de suicidio porque quedamos fuera del Mundial.

En eso una señora del edificio de enfrente gritó: Paren, paren por favor, es el señor del tercero, es fóbico. Sálvenlo.

La situación se aflojó un poco pero el señor del tercero seguía gritando y sacudiéndose en la soga. Llegaron los bomberos.

 

Ya pasaron dos semanas y las persianas del tercer piso siguen bajas.