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El bikini rosado

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Ambos llevaban poco tiempo conociéndose, pero se notaba que existía una cierta atracción entre sí. Ese sábado decidieron irse solos a la playa, de esta manera podrían tratarse más.

Viajaron por hermosos parajes y carreteras, entre selváticas montañas. Hablaban sin cesar. A ella le gustaba de él su forma alegre de enfrentar la vida. Tenia un sentido del humor algo sarcástico, pero a ella le resultaba agradable. Él, más primario, le encantaba la chica, tenia una hermosa sonrisa y un cuerpo estupendo.

Al fin comenzaron a divisar el mar y descendieron por la ladera. Todo les parecía hermoso: los paisajes cada vez más atrayentes, la vegetación exuberante con distintas tonalidades de verde, las diferentes dimensiones en las hojas de los árboles, el grosor de los tallos, todo esto bañado por la radiante luz del sol matutino. Podían verse, a lo lejos, las aves que sobrevolaban los pescadores que a esas horas ya regresaban de sus faenas marinas e iban dejando atrás restos de la pesca obtenida.

Llegaron a la playa, algo solitaria aún. Ella feliz de poder mostrarle su bien estructurado cuerpo, dentro de aquel diminuto bikini rosado. Bajaron del automóvil. Se llevaron con ellos una gran toalla, de dibujos abstractos y brillantes colores. Caminaron por la arena, la cual a esa hora de la mañana aún estaba fresca.

Extendieron la toalla en un lugar apartado, y continuaron charlando. Sintiendo el calor del sol, caminaron hacia el mar. Éste se veía tranquilo. Sólo en la orilla rompían las olas de una forma algo fuerte. El sonido por ellas producido las hacía más atractivas. Se introdujeron en su calidez, y en pocos momentos estaban ya en aguas profundas. Nadaron uno al lado del otro, y juguetearon como chiquillos que van al mar por vez primera. Decidieron regresar a la arena. Se separaron y cada uno nadó por su lado.

Cerca de la orilla, cuando ella se ponía de pie, una ola la batió contra la arena del fondo, y al tratar de incorporarse se dio cuenta de que el pantaloncillo del bikini rosado se le había deslizado. Así que prefirió seguir sumergida mientras se lo ajustaba. Una vez éste en su lugar, otra ola arremetió contra ella y su bikini, teniendo que proceder a ajustarse de nuevo la pieza. Pero llegó otra ola y luego otra y después otra. Con todo eso, no sólo no conseguía subirse el pantaloncillo, sino que cada vez disponía de menos aire en sus pulmones. En aquella batalla, comprendió que debía, con o sin el bikini, sacar la cabeza y tomar aire, o se ahogaría. El mar estaba como enfurecido. En aquella orilla, donde el agua no alcanzaba menos de un metro de altura, la fuerza de las olas le impedía ponerse de pie.

Él dio varias brazadas. El agua tenía una temperatura tan agradable y estaba tan calmada, que decidió nadar un rato, paralelamente a la playa. De regreso a la orilla la buscó con la mirada protegiéndose, con su mano a modo de visera, de los rayos del sol.

La vio a lo lejos, tumbada al sol, cerca de la toalla. Caminó hacia ella. La estampa que ofrecía su torneado cuerpo sobre la arena, con aquel bikini rosado y los rayos solares acariciándola, le hicieron apurar su paso. Iba acercándose. Ya podía distinguir las gotas de agua resbalando despacio entre sus turgentes senos, su vientre plano y sus muslos tersos. Su hermosa cabellera empapada se enroscada alrededor de cara, hombros y brazos. De repente, sus deseos de estrechar entre sus brazos aquel cuerpo imponente y posar sus labios en aquellos otros carnosos, se hicieron apremiantes. Pero aún se detuvo por segundos para disfrutar visualmente de la hermosa estampa que ofrecía; parecía una sirena secando sus cabellos al sol. Quería detener el tiempo ante aquella imagen, toda seducción. Se acercó. Se tendió a su lado, reparó que el pantaloncillo de su bikini rosado estaba algo retorcido, pero sin darle importancia acercó sus labios a los de ella y comprobó que no le respondía. Abrió los ojos, y vio con horror que ella yacía sin vida.