Letras
Dos relatos

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Dos por cuatro un tango me florece a deshoras...

“...yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos
sueños muertos entre celestes pastizales...”.
Olga Orozco.

A las dos de la mañana los tendones retorcidos crujen desesperados; creen que son víctimas del virus de la cordura. La silueta de un pino se sienta a horcajadas en la cama y refriega su nariz sobre los párpados mudos. Dos gatos transeúntes copulan en la ventana y entretanto, los dedos de los pies se inclinan hacia el techo en actitud de ruego.

“Y en esa calle de estío,
calle perdida”.

las sábanas son veredas de arpillera vieja; presiento que la imagen del espejo devolverá retazos de lagarto allí donde antes —en los suburbios de la medianoche— la piel desvergonzada se consumía en llamas.

Carezco de la voluntad necesaria para elevar la voz reclamando el mundo; ¿sigue habiendo un mundo al otro lado de la puerta?

Tictac...
Tic tiemblo
Tac taciturna
Tictac
Tic Tisana humeando sobre la hornalla;
Tac tacaño el tiempo.

No regala nada —sólo sabe pedir extraños sacrificios— y aun después de las seis, lo único de corte auditivo es el ulular de un búho. Una mezcla de cítrico y anís mordisquea las fosas nasales hasta dar con ese maldito dolor de lo absurdo. De izquierda a derecha quemando los tabiques —hipnosis versus olvido—

tictac
tictac tinieblas
tictac tablero de ajedrez en la memoria
tictac

y una repulsiva sensación de movimiento pendular presionando las sienes.

No es miedo; es sólo la fragilidad de revelarse humano —me resisto a ser parte de ese cuerpo contorsionando en el espacio— y los dedos auscultan el aire imitando al flautista de Hamelin. Abundan los ratones y no son sólo ciegos —además son sordos— y además de ademases nunca se van. Se mueven en ocho y pasean en los sesudos laberintos. El chasquido de los dientes atrae sus orígenes quirópteros inflando la libido. No es voluntario el desgarro. Los lóbulos no sobresalen —supraentran— como antes. Sabía tener en el armario un pulidor. Pero eso era antes del auge de mondadientes.

“Primero hay que saber sufrir,
después amar, después partir
y, al fin, andar sin pensamientos”.

Un tono de barítono con anginas ruge desde las profundidades radiales —es hora de realizartarse cotidianosamente— y el Ello que me tira de los pelos. Delirante; la rutina de saberse interrumpido lo violenta. Me rasguña el cerebro.

TicTac
tictac tibio tiniebla
Tictac
Tictac tanteando tropiezo;
Tictac

oníricas las raíces del asombro matutino. Casi no puedo con el rubor sostenido en la nostalgia donde el cuerpo flotaba en el deseo. Me estoy volviendo torpe hace unas cuantas noches vacías de vacío —tanto tiempo creyendo que solamente los colores de la aurora eran pasteles—

Perfume de naranjo en flor,
hace frío. “Sinrazón” q me arde en las mejillas. ¿Es mi nariz la que sangra?
Después, ¿qué importa del después?

Moqueo sin culpa. Yo sí sé lo que le hicieron a mis manos. Las dejaron volar hasta que los conductos nerviosos se agolparon en los nudos y el vértigo me suda copiosamente —las mañanas son de los zorzales y las noches las doblo en tantos pedacitos hasta poder guardarlas celosamente debajo de la lengua.

Tictac...
Tictac tilde doble en la palabra júbilo
Tictac taconeo
Tictac...

Ya no sé si clavar los dientes siguiendo un orden lógico —primero las sombras; segundo los pájaros celestinos— pero todo me lleva a imaginarme un jardín de mandíbulas en actitud de rezo.

Las horas me platican sobre el olor nauseabundo cuando llueve sin filtro; los árboles chorrean bilis angelical y después que canta el gallo, los papeles y las bolsas de residuos van saltando en dos por cuatro.

“Dolor de vieja arboleda,
canción de esquina
con un pedazo de vida,
naranjo en flor...”.

Mastico una palabra con sabor a naranja recién exprimida —el aliento se me difluye— y arrastro los ojos desde el norte hasta el oeste. Y aspiro. Luego exhalo, desde el sur hacia el este y la mirada se me vuelve espiral hasta encontrarme otra vez cara a cara conmigo y otra vez con los tendones retorcidos.

 

Piel de lagarto

“...Y qué sé yo qué ha de ser de mí
si nada rima con nada...”.
Alejandra Pizarnik

No dejo de mirar las gotas de lluvia agonizando en los cristales. Mi boca abierta es un hueco más entre tantos agujeros nocturnos.

Quiero contar las vueltas que da un gato negro sobre un papel de ribetes dorados y los senderos de luz de las farolas, se pierden en su pérfida mirada. No pienso echar andar hasta que el último grillo lea las penas callejeras en su insectívoro pentagrama. No sea cosa que la ley de gravedad de pronto ya no sea y el silencio desnude las esquinas.

Reniego de la inconsciencia de mis gestos. No son mis dedos caprichosos por deletrear los grises poros de las hojas amarillas. Es mi tráquea obstruida por el devenir de esta ausencia presente. No sé si estoy en mí o si he dejado huellas en las células del aire.

Sabrás que los pasillos donde juega a la ronda tu sonrisa, huelen como las piedras del río. Húmeda mi nariz, escarba en los aromas de la memoria; persigo las corrientes y quiero saber si navego en mí o sólo soy náufrago de otras realidades. Nada reconozco en las profundidades; debajo de las piedras hay cangrejos que caminan hacia delante y almejas sin lengua y no recuerdo las señas particulares de mis fantasmas.

¿Cómo reciclarás la piel, cómo descifrarás la química del deseo perfecto que sólo cabía en esas manos? ¿Si supieras dónde acaba el horizonte, conversarías con las nubes sobre la raíz cuadrada de tus miedos? Las paredes respiran con dificultad; desde las ventanas que miran hacia el Sur no es posible resistirse al guiño de los búhos.

¿Qué puedes saber sobre el minotauro, la fábula de las moras verdes o sobre el pastor que se aburre en el monte si el lobo no está? Peter Pan le confesó a Blancanieves que todos eran apenas puro cuento de hadas. Se cuecen habas gigantes y se es feliz con sólo comer perdices. Pero no hay piel. Ni voces caracoleando orejas. No hay dolor.

En las bardas crecen ramitos de soles. “...se mezcla con media cucharada de agua de los lagrimales y una pizca del barro que se junta en las ranuras de las zapatillas cuando llueve a cántaros —sólo si, decía la abuela— y luego se bebe, de un solo trago, mordiendo un gajo de limón maduro”...

Y la piel se vuelve como de lagarto. Dura, gruesa. Ni siquiera es posible recordar el punzante latido del corazón cuando llora.