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Sacrilegio

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Elena había ido a misa casi todos los domingos desde que llegó a la ciudad. Proveniente de un campo, vivir a la sombra de grandes edificios en la urbe le había hecho disminuir su sentido de amplitud y sustituirlo por los de elevación, altitud y cúspide. Lo vasto era ahora sólo un recuerdo. Mirar esas elevaciones y sus sombras, esa longitud vertical sobre su rostro, le convertía ahora en una prudente criatura de las simples llanuras, de los callejones y los zaguanes.

Su corazón latía dentro del templo, protegido por curvas óseas y cartílagos. No sabía cómo definir su sensación, pero a veces era alumbrada por una efímera corazonada, cercana al misticismo. A los lados, los nichos de los santos le embrujaban en paradójica imprudencia. Vestidos con sus hábitos oscuros, sus ojos en blanco o levantados hacia una invisible nube el espíritu podía descubrir cierta afinidad relacionada con lo más elemental de la existencia.

No era capaz de criticarse, de definir sus errores en materia de fe. Cuando veía a estos mártires de luz, a estos ángeles del suplicio, algo le palpitaba debajo de la cúpula de sus senos, sobre todo en la oscura y susceptible aureola de los pezones, en las curvas armazones de sus costillas. Pero no eran para ella errores, no eran asomos de irreverencia, protegida como estaba por el amplio manto de las estrellas incrustadas en lo alto de la bóveda.

Elena era coja. Su cuerpo oscilaba graciosamente cuando caminaba por los pasillos del santuario, entre los bancos, con cuidado para no pisar la sombra de los mártires zarandeada por la flama de las velas. Acaso importa padecer este tipo de anormalidad física, cuando se tiene la posibilidad de ser feliz ante la mirada de tan abundante número de bienaventurados, se preguntaba cuando era sorprendida por el recuerdo de su deformidad.

Pero, más allá de esta circunstancia, algo le hacía falta explicarse, a saber. Un cálido oleaje le ascendía por los brazos y le acariciaba la barbilla al estar de rodillas ante el altar mayor. Cerraba los ojos y emprendía un recorrido por dimensiones de amplios salones iluminados por sonrisas cándidas y blancas, por corredores temporales donde podía ver a quienes habían sufrido por la fe, clavados a los maderos, lanzados a calderos encendidos, martillados los miembros y quebrantados los huesos.

Entonces le abordaba el espantapájaros del miedo. Sufrir era necesario para alcanzar esa virtud y su corazón no era partidario de llegar a la dulzura del néctar luego de haber paladeado la hiel.

Cierta mañana de domingo, cuando la misa había concluido y la paz había sido deseada entre apretones de manos, lisonjas y abrazos, bajo los auspicios del párroco, con el roce del viento impulsado por los ventiladores, debajo del resplandor de las velas y los tubos de mercurio, Elena decidió arrodillarse ante la figura sacrificada del altar cuando todos hubieron abandonado la parroquia.

Pidió sabiduría para entender la forma de seguir el camino, pidió paciencia para no claudicar, pidió clemencia por su incertidumbre y su duda. De hinojos estaba, cuando algo la sustrajo de la ferviente concentración. Alguien había hablado en uno de los corredores por donde establecían contacto el recinto religioso y sus oficinas.

Cuando abrió los ojos para mirar hacia el lugar de donde provenía la voz, no había nadie. Trató de afinar su visión, pero quien hubiera sido ya se había marchado. Entonces, fue cuando reparó en aquello.

La imagen del hombre clavado en el madero estaba desnuda. Las piernas cruzadas apenas preservaban el pudor del cuerpo martirizado. Las rodillas laceradas, la piel herida, los hilos de sangre, numerosos y extensos, eran meras distracciones para los espectadores, pero la intención era solapada, ni indulgente ni misericordiosa. La púdica postura del santo del madero era un solapado intento por no hacer tan evidentes la efervescente sensualidad de la desnudez, el sufrimiento y la muerte, ligada de manera inmediata y escondida a la expectativa de la resurrección, de la vuelta a la materia exaltada por la vida.

Elena sintió algo dentro de sus vísceras, primero debajo de su piel. Recorrió sus más escondidos sitios de vitalidad, se alzó sobre un promontorio, tal vez un órgano inflamado, para luego lanzarse en vertiginoso tránsito hacia los caudales arteriales.

Allí, en el reclinatorio, miraba con fervor el ascenso de la pierna, la postura de las articulaciones entumecidas, adivinaba el calor de los muslos y el temblor de la carne herida, el frenesí del vientre, el estupor del órgano de la reproducción, ahogado bajo un leve asomo de tela manchada por la sangre.

Con poco disimulo para su conciencia, no dejaba de mirar el pecho expandido en la agonía del asma de la violenta muerte, el cuello erizado de venas azules, los hombros dislocados y heridos, las manos abiertas, machacadas por los mazos, los capilares rasgados por los clavos, los empeines de los pies triturados, abiertos por el indiferente metal.

Embebida en su impudor, reparaba en el ángulo de las axilas donde imaginaba el olor secreto del pelambre, del sudor que gotearía y resbalaría sobre el costado desgarrado por la lanza. Entregada a su furor secreto, apretaba las manos, al punto de hacer crujir el rosario, de hacer saltar las rosadas cuentas sobre los adoquines.

De dónde provenía esa furia de hogueras. No podía evitar sentir esa efusión de efluvios. Era su versión de la pasión y el martirio, de la tortura y el sacrificio. Deseaba esa imagen, esa materialización humana de hombre doliente, de varón de congoja, esa ruina sudorosa y sanguinolenta clavada a un madero.

No pudo evitar sentir, en una apoteosis de evasión y tal vez de elevación, el lúbrico flujo entre sus muslos apretados.