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Domingo en las rocas

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Para Abigail

“Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego...”.
Julio Cortázar, Graffiti.

López alzó la vista para evaluar a través de las ventanas la decoración del bar, los asientos pequeños, de colores tristes, abandonados a la promesa de algún cliente. Una cerveza en la barra acompañaba la soledad de un cenicero libre de colillas. Comprobó una vez más el ligero temblor de la puerta, el letrero rojo de “Open” que se movía como péndulo, indicando la reciente salida de una persona. Haciendo sombra con la mano, aguzó la vista para tratar de distinguir a alguien y, al encontrar asientos vacíos, penumbras al fondo, removidas apenas por la silueta del barman, sintió malestar, como si el bar hubiera estado abarrotado minutos antes y los clientes, prevenidos de su llegada, acabaran tragos con rapidez, pagaran cuentas entre manoteos para salir al mediodía y evaporarse con displicencia en las calles. Pensó en las formas vagas de ese domingo, en la noche que le había regalado un insomnio presentido en los destellos del televisor sobre su rostro, justo al final de la película para desvelados. Asomado en la ventana, había acompañado en silencio los últimos restos de la noche como fantasma, testigo de la claridad que avanzaba sobre el horizonte de techos y antenas, que luego iba a fundirse en la humedad de la madrugada. Resignado, se metió en la regadera con la cabeza pesada y los ojos vueltos rendijas. Se vistió, preparó un café mientras a su alrededor los ruidos provenientes de los otros departamentos echaban a andar el sutil mecanismo de los domingos. Bajó las escaleras. En la esquina compró el periódico. Leyendo el pie de foto de un edificio coronado en llamas, recordó que ese día el Café Bagdad cerraba sus puertas. Se había enterado el viernes por la tarde, cuando en una visita a la farmacia de al lado, vio un cartel en la puerta: “Cerramos el domingo por remodelación”. Las palabras en el periódico perdieron sentido. Inmóvil, en medio de la banqueta, enfrentó la tarea de decidir el rumbo de la mañana. Le pareció absurdo regresar al departamento, no podía hacerlo porque volver ahí significaría ir a la cama en busca del sueño perdido y, al no encontrarlo, completaría sin querer el círculo de la derrota. Compró un sándwich para burlar el hambre y vagó por el centro de la ciudad. Rodeado de edificios antiguos, abandonó la idea de una ruta precisa y caminó confiado a la sorpresa de una esquina inesperada, echar la suerte a callejones deshabitados, jugar a seguir los pasos de alguna persona. Así, encontró varias tortugas amontonadas en una tienda de mascotas, dejó que un ave amaestrada le revelara el futuro y finalmente —más por inercia del recorrido que por un interés genuino— fue a unirse al escaso público de un mago ambulante. Más tarde, sentado en el parque a donde su madre lo llevaba cuando era niño, se sintió extraño ante la gente que lo veía columpiar los pies, como si de esa forma buscara una alternativa a su vida en el departamento. Observó las puntas polvosas de sus zapatos: había agotado las sorpresas del día y era hora de regresar al departamento. Fue en el camino de vuelta, cuando esperaba junto a una línea de gente el rojo del semáforo, que reparó en ese bar pequeño, con apariencia de haber sido metido a fuerza entre la enorme zapatería y la tienda de electrodomésticos. Pasaba por esa calle todos los días y le sorprendió darse cuenta de que el bar había estado siempre ahí, de que víctima de su propia cotidianeidad se había estado disolviendo en su mirada hasta volverse invisible. Estuvo indeciso frente al “Bar 10”. El letrero de “open” —ya inmóvil— esperaba cualquier empujón para volver a su vaivén.

—¿Vas a entrar?

Respingó al sentirse descubierto. Miró a la mujer de ojos oscuros que lo observaba con atención. Debía tener unos treinta años; le pareció linda con su vestido de flores, las pecas desperdigadas en los hombros y una expresión que mezclaba arrepentimiento y orgullo por abordarlo de esa forma.

—Claro.

La mujer lo invitó a entrar con una seña y López se preguntó de dónde había salido. Algunos adornos navideños se balanceaban en el techo. La sombra uniforme de varias botellas se precipitaba en el declive del mediodía. Con un principio de vértigo contempló la escenografía de una navidad adelantada y se sentó en la barra. Un dije en forma de luna brillaba en el cuello de la mujer. Le pareció que había estado antes en ese bar y trató en vano de encontrar objetos reconocibles. Ella, después de saludar al barman, le dijo:

—Es negocio de mi cuñado. Por la temporada vengo a ayudarlo —se puso un mandil y fue tras la barra. Las persianas creaban un leve crepúsculo que hacía destacar sus ojos, la línea larga, sinuosa de los labios. López se sentó frente a ella; a su lado, una rosa añejaba sus colores en un vaso con agua. Imaginó el lugar atestado unas horas más tarde, a la mujer moviéndose con agilidad entre el humo y las risas: una canción de amor flotando en las mesas.

—Es la primera vez que vengo... —dijo quedándose con el resto de la frase en la boca. Ella dejó un trapo húmedo y sacó del mandil una cajetilla azul de Marlboro. Prendió uno. El humo se enroscó y ascendió por la nariz hasta dispersarse en las inmediaciones de la frente. López sintió la obligación de seguir hablando.

—Me parece que había estado antes aquí, pero no se cuándo.

El humo de la boca se concentró en dos pequeñas nubes que buscaban con afán el techo. La mujer las miró con intensidad, como si el disolverlas fuera producto de un deseo. Ignorando la frase, le preguntó:

—¿A qué te dedicas?

López, inquieto, movió los pies. Las alas de una mosca se desdibujaron en la superficie de un vaso.

—Nada interesante, vendo autos —recordó que sólo había vendido dos en el mes, en poco tiempo tendría que pagar la renta. Prefirió olvidar el trabajo y concentrar la atención en ella, en los jirones de humo en su boca.

—Tenemos que aprovechar la temporada. Con las reuniones navideñas esperamos pagar deudas pendientes.

Siguió con interés el sonido de su voz y sin querer pensó en muñecos de nieve, luces navideñas en balcones, en los postes de una ciudad desconocida. El barman, flacucho y entrecano, ordenaba unas cajas con cervezas. La mujer fue a una pequeña bodega. López regresó al punto de inicio, el punto en que volvía a sentirse solo, víctima, una vez más, de los domingos inmóviles, calurosos, que ganaban peso para moverse muy lentamente por el cielo. Enterró la mirada en la carta porque el leve balanceo de las persianas lo ponía nervioso. Deseó que volviera cuanto antes y la mujer regresó lenta, al mismo tiempo que un vago sabor se esparcía en su lengua.

—¿Qué vas a tomar?

López revisó la carta. No acostumbraba beber a esa hora, pero decidió hacer una excepción.

—Un whisky en las rocas.

El barman arqueó las cejas, indicándole en silencio que eligiera la marca. López carraspeó. El cigarro, encorvado en un cenicero, desmoronaba su punta en suaves hilos de humo.

—Etiqueta roja.

Buscó los ojos de ella mientras el barman depositaba tres hielos en un vaso, y con el sonido de los cubos en el fondo ocurrieron eventos simultáneos: el líquido ámbar en el vaso delineó un movimiento que utilizó para llenar la boca de la mujer con flores y peces rojos; el agitador en el viaje circular de los hielos acompañó un largo pestañeo, suficiente para sentir el pulsar de los labios en el alcohol. Y mientras alzaba el vaso y la boca se inundaba de ámbar, los labios de ella se movían: “Whisky en las rocas”, oyó con la lentitud de un conjuro, la fórmula dicha con una sonrisa que podría ser una antigua nostalgia, la invitación a contemplar la luna en un parque.

López depositó el vaso en la barra y pensó en la frase: “whisky en las rocas”, muy de novela de detectives, aunque haciendo memoria recordó que nunca había leído “en las rocas” sino “con soda”. “Cosas de la traducción”, pensó mientras la espiral del whisky bajaba por su garganta adormeciéndola unos instantes. La mujer ocupó el silencio tatareando una melodía. En los cables de luz dos pájaros espulgaban sus alas. El estacionamiento del centro comercial estaba repleto. La mujer le extendió un pequeño calendario.

—Cortesía de la casa —dijo divertida y solemne.

Se sorprendió cómo en los momentos en que perdía contacto con sus ojos, ocurría la revelación de vivir lentamente: una larga cadena de tardes que él acompañaba tumbado en el sillón, concentrado en la intermitencia de un colibrí en la ventana, en el persistente llamado del teléfono en algún departamento que era una forma nueva de lentitud, algo que impidiera descubrir el tamaño de la soledad y del hastío. Volvió a los ojos de la mujer para percibir la reminiscencia de una flor dejada hace mucho tiempo. El whisky en la copa le recordó un sueño donde bajaba a las vías del metro y caminaba despreocupado hasta el fondo del túnel. Por un momento pensó que ella había estado ahí, que fue su rostro entre la gente —animándolo a abandonar la vía y subir al andén— el que lo despertó aquella mañana.

—Te ves triste —dijo fijando la mirada en un punto arbitrario, ubicado entre sus ojos. Ella se sirvió un whisky, sacó un nuevo cigarro, volvió a fumar en silencio como si de esa manera pudiera prolongar, dar vida artificial a un pensamiento. El humo enturbió la visión, hizo de sus rostros fantasmas.

—Hay días que no son fáciles —dijo. El jirón de voz quedó flotando en el aire, perduró unos instantes como el estertor de un sueño, la fotografía vuelta a encontrar en las páginas de un libro. La tristeza fue una imagen borrosa y López la alejó con un breve manoteo, como si se tratara de una mosca imaginaria y obsesiva. La luz en la barra reflejaba con cautela los ceniceros, detenía el cuerpo del humo sobre la rosa, volvía inevitable rechazar los límites que se imponen los desconocidos. López vio en los dedos de la mujer un anillo, quiso tocar sus manos, pero se contuvo.

—Doy clases de ballet. Nunca pude ser bailarina profesional. Mis rodillas y mi espalda me lo impidieron.

El tiempo en el bar se estancó, al otro lado de las ventanas rectangulares ya no estaba el estacionamiento sino las calles de una ciudad extranjera. El cielo era un campo de nieve apagándose lentamente. La voz de ella fue familiar, como el mechón sobre las cejas, el lunar apenas visible, perdido en la mejilla izquierda.

—Yo nunca pude ser pintor —dijo López, recordando los cuadros de su infancia; austeros bodegones que su madre vigilaba en la soledad de sus tardes, cuando la vejez la obligaba a buscar la felicidad de la monotonía, el sutil acto de regar unas violetas.

—¿Por qué? dijo ella adelantando el rostro a una franja de luz invadida por el polvo, vuelta sin querer un bosquejo de niebla.

—No tengo talento.

Ella le dedicó una expresión de incredulidad. El cigarro se consumía en el tiempo y el humo era un momento indeciso en su boca, la paciente elaboración de una nueva confidencia. La familiaridad de quien extiende una mano en busca de otra se renovó y los acercó un poco más, hizo que la superficie del whisky fuera un espejo. Pensó en desandar los pasos del sueño, en la gente amontonada en el andén, personas cuya única finalidad era servir de escenografía, dar peso a la mujer que aprovechaba los intervalos de silencio para apuntalar la lengua entre los labios.

—A veces bailo sola frente al espejo. Imagino que soy la última mujer del mundo.

—Pero tú y yo estamos aquí... ¿no? Bebiendo.

—Por supuesto —dijo ella.

Chocaron los vasos en medio de la luz: un brindis solitario, en ese bar que por momentos se convertía en el lugar más alejado en el mundo. Mientras bebían pensaron en el olor de la lluvia; alguien viendo llover tras la ventana, pensando a su vez en ellos, en chocolates cautivos en papel dorado. Dejaron de beber al mismo tiempo. El último asomo de casualidad desapareció en la tarde y en la calle un hombre arrojó un cerillo al corazón de un charco. El alcohol había soltado amarras en el cuerpo y López sentía cómo la timidez se desvanecía, cómo buscaba que coincidieran las miradas. Ella sacó un nuevo cigarro, lo balanceó entre los dedos, como si el prenderlo fuera un juego demasiado previsible y sólo el demorar el contacto con la llama le diera al acto la improvisación, el azar que ya no encontraba placentero porque esbozaba un gesto de fastidio y devolvía el cigarro a la cajetilla. Alzó los ojos de la mesa, le contó de la dificultad de encontrar público para el ballet, de la tetralogía de Wagner, de las variaciones de Bach que había bajado de internet. Él seguía las palabras aunque por momentos perdía el sentido de las frases porque prefería concentrarse en el movimiento de la boca, en los ojos oscuros y grandes. No supo si fue el whisky, si la idea había incubado desde hacía mucho tiempo, pero se le ocurrió una frase que le pareció luminosa: “Domingo en las rocas”. Mientras ella seguía hablando de Wagner, de las alumnas de la clase del jueves, él relacionaba cada frase, cada palabra, con una playa, con rocas planas y brillantes, encimadas como reptiles tomando el sol. El calor del whisky había llegado a su estómago y un leve entumecimiento se desplazó entre los dedos. Antes de llegar a las puntas un oleaje iba y venia; el ronroneo de una boca marina llenó su cabeza. Sintió que el domingo abarcaba el bar, que la playa era el largo movimiento de ballet que ella formaba con los brazos, porque en ese momento le hacía una demostración y los brazos extendidos hacia un objeto invisible y bajando con rapidez con un poco de vergüenza, porque López sólo podía imaginarlos como dos franjas de arena internándose en el mar.

López sintió las manos ligeras, contempló las uñas de sus dedos y, al alzar la vista, pudo ver la tarde condensada en una hilera de vasos vacíos. Desde el principio de la conversación la mujer había inclinado gradualmente el cuerpo, ofreciendo la parte descubierta de la espalda al sol, a las anchas zonas de luz que volvían el cuello incandescente. Las flores del vestido brillaban y cuando López las creyó moverse, supo que estaba enamorado. Una mezcla de vergüenza y alegría llegó: la playa se volvió más nítida y ella calló de pronto, porque las palabras la habían hecho pasar de un mundo a otro y ahora se daba cuenta de la pausa en proceso, del amor imprevisto que habían provocado y que volvía a la playa más real. López, por hacer algo, le dio un trago largo al whisky que bajó de nuevo con su espiral adormecedora. La mujer —antes de hablar— elaboró una respiración anhelosa, que hacía temblar el lunar en la mejilla:

—Domingo en las rosas —dijo en un ejercicio de adivinación que terminó con una risa que le pareció el aleteo natural de un deseo, tan natural como si el domingo recuperara su sentido original y volviera a ser risa y labios húmedos y el polvo que mordía la luz de las ventanas y por qué no decirle que le gustaba su forma de reír y acercar las manos poco a poco, porque un movimiento brusco la alejaría y saldría por la puerta, el vaivén de “close” cerrando el ciclo y cuando volvieran a encontrarse en esas sillas serían viejos y quizá más tímidos, incapaces de reconocerse por segunda vez.

La oscilación de las persianas hizo parpadear la luz en las sillas. La mujer, antes de hablar, estiró el cuello:

—Voy al baño.

López alcanzó a ver la espalda pecosa en la penumbra, oculta en el taconeo cada vez más lejano; el barman, a su lado, lo miraba como quien contempla a un compañero de naufragio, se mordía los labios como si retuviera un secreto y atrás las siluetas de los dos, unidas en la sombra, indecisas en el horizonte de botellas y vasos.

Mientras esperaba su regreso se recriminó abandonarse entero a la imaginación, pero justo acababa un pensamiento, la mente perdía verticalidad, los ojos buceaban en el whisky y la playa volvía y hubo cosas como una toalla abandonada en la arena, la cristalina noche invernal, suspendida en el caminar de un cangrejo obstinado. La mujer regresó con el mechón desordenado en la frente, miró la cajetilla como a una promesa abandonada y se sentó frente a él.

López intentó hablarle pero las palabras salían sin control de la boca, como si se desdoblaran a propósito para acumular sonidos que eran manchas de color. La voz quedaba flotando a escasos centímetros de su boca y López creía percibir la silueta de un pájaro suspendido en el vuelo. La ciudad tras las persianas se condensó lenta. López tuvo la certeza de otro mundo, uno donde el amor no era un evento extraordinario y se pudiera topar con él todos los días: en la plaza alfombrada de hojas, en la mirada anónima en un autobús. La miró paciente y en silencio, se preguntó si podría quererla siempre de la misma forma, si el instante fuera la luz que en ese momento recorría su espalda volviéndola un secreto. Las palabras seguían ahí, alrededor de su cabeza, como un globo atrapado, y ella parecía no darse cuenta, o tal vez sí, y por eso volvía al ballet y a Wagner, como si de esa forma pudiera disuadirlo de amarla aunque su mirada dijera otra cosa. La respiración ganó peso al mismo tiempo igual que en sus cuerpos. Cerró los ojos al calor en su cuerpo, a la humedad de los labios, a las manos buscando a ciegas, como atrapadas en una trampa de arena.

En medio de la desazón dejó salir un nuevo torrente de palabras, que ella se apresuró a responder con un malabar incomprensible, algo como un día soleado o el viento en el temblor de un árbol. López creyó ver en la réplica el recuerdo de un beso perdido y acercaron las caras en un intento por recuperarlo. Los ojos se inmovilizaron como dos nubes bajas; el barman no pudo resistir más, dejó caer un vaso, sacó una tarjeta en blanco y se la extendió: “Váyanse ahora... tal vez haya tiempo”. Y no tuvo que preguntarle porque ella ya se había levantado y lo esperaba impaciente junto a la puerta. El cielo alargó la sombra de una nube y al otro lado de la calle una anciana se internó en una sucesión de viejas fotografías. Salieron del bar sin saber a dónde dirigirse o de qué huían. Caminaron entre los autos que hacían fila para entrar al estacionamiento, entre gente que dejaba entrever en la mirada rastros de asombro ante su fuga. Antes de cruzar la calle ella se detuvo, de puntas murmuró en su oído una vocal demasiado larga, que era el inicio de su nombre, un nombre suspendido en un color blanco, que hablaba del deseo acumulado en la cresta de una ola, al que López correspondió con un aleteo marino que en un instante se convertía en un fragmento de espuma envolviendo una roca afilada. La playa y la arena en un momento estancado; López y la mujer entreabriendo los labios al mismo tiempo, con la mirada puesta en una dirección desconocida. No pudieron hablar más y los edificios fueron bosquejos gigantes de palmeras. Sintió calor en los pies y el impulso de una ola que fue el nombre de ella y que se perdía cuando la marea regresaba a su origen. La descripción minuciosa de sus ojos se hizo vaga, el mechón en la frente borroso; la frágil línea de la espalda, ambigua. La plenitud del oleaje se volvió más plena y por fin la pudo tomar de la mano, al principio ella mantuvo los dedos tiesos, pero se ablandaron cuando la marea creció y la fuerza de la espuma comenzó a borrar el epílogo del primer recuerdo, las astillas del vaso goteando en la barra. El oleaje entre sus pies y los ojos que buscaban el cielo para verlo rayado por una gaviota. Siguieron tomados de la mano, el camino parecía alargarse al igual que la costa, y al fondo tal vez una isla que era como un cofre para guardar los últimos recuerdos. La marea regresaba el mecanismo del mundo, a López en la ventana del departamento, insomne para variar, los destellos del televisor al terminar la película para desvelados. ¿La había visto antes? ¿Por qué sentía que el mundo era un reloj de arena que alguien, en cualquier momento, estaba a punto de voltear? Tuvo la esperanza de encontrarla otro día, decirle que se habían enamorado en un bar, y así reconocerse y quebrar las reglas del sueño. Pero el amor los sobrepasaba, hizo que los pasos fueran sin ruido. Llegaron a una esquina y ya la playa le llenaba la mente, el domingo erosionaba los dedos que se separaron un instante, quisieron volver a enlazarse pero era demasiado tarde y se separaron. López tuvo tiempo de dedicarle un último pensamiento. Ante la imposibilidad de prolongar el momento, le dio las gracias por los besos no dados, por la sucesión interminable de domingos. Una mirada final, el reconocimiento que duró poco, el suficiente para que los ojos perdieran color y ella sintiera la extrañeza de andar tomada de la mano con un desconocido. El centro comercial aparecía de nuevo mientras la mujer ya caminaba frente a él. ¿Qué le había dicho? ¿Por qué el malestar de ver a esa mujer alejándose? ¿por qué no ir a buscarla, decirle que en alguna parte se habían conocido? El sol se asomaba encima de los edificios mientras las manos desprendidas aún tenían los dedos tiesos. La sintió vagamente conocida, como una compañera de escuela vuelta a encontrar. Se perdonaron por olvidarse una vez más, por repetir las mismas palabras domingo a domingo. Ella se alejaba tímida y extraña, consciente del naufragio, del día estancado en una playa infinita, de arenas muy blancas. Aunque pensándolo bien, ahora que caminaba delante de él, girando el cuello en búsqueda de un último contacto, tuvo la certeza de que nunca la había conocido.

La mujer entró en el centro comercial y sintió alivio de no verla más. Las preguntas desaparecieron frente al anuncio neón de “Café Bagdad”, el letrero de “Close” inmóvil en la puerta y la cartulina con el aviso. ¿Cómo había llegado a ese lugar sabiendo que ese día cerraban? Pensó en los efectos del insomnio, en la rutina del domingo que le jugaba una broma. Incapaz de recordar nada contempló con tristeza los autos, pero lo absoluto del sentimiento duró poco porque enseguida vino una agradable somnolencia, como el epílogo de un buen sueño. Al dar media vuelta tuvo en la boca la víspera de un beso; en la mente, un abrazo interminable, convertido en una gaviota que se perdía entre los edificios.