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La antigua escuela (Guerra Civil sobre fondo de familia)

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1. La escuela de los hijos

A mi tío Cristóbal. In memoriam.

Setenta años habían pasado y, sin embargo, el lugar, misteriosamente, permanecía sin habitar. Se construían casas blancas y cines de verano sobre la antigua escuela, pero los muertos desencadenaban no sé qué venganzas y los hombres recogían a las mujeres y a los hijos y se marchaban de los lugares de sangre.

No había cruces que señalaran osamentas, pero las miradas sí conocían los lugares de reposo. Cada nieto había aprendido los nombres de los desaparecidos de la familia, gentes que deberían andar contando batallas y no crisantemos. Las fotos de los asesinados rendían cuentas desde los altos de las estanterías y las charlas de invierno recordaban lo hermosos que fueron sus rostros.

Todos aquellos hombres habían nacido con los ojos almendrados, la mirada y el cabello negros. Guardaban un porte de galanes antiguos. Eran elegantes, viriles, cabales. La mayoría había amado la tierra y las mujeres honestas, el hogar y el trabajo sin horas. Los nacidos en los años diez tenían —nadie sabe por qué— las manos suaves y la piel muy recia, asoleada, con las venas restallando de pasión. Muchos habían sido hijos esperados tras una larga sucesión de hermanas; otros eran los primogénitos; algunos vivían ya solos. Por eso, la ternura pendía sobre sus cabezas cuando las agachaban para masticar los garbanzos. Los padres los miraban orgullosos y las madres cruzaban las manos sobre el regazo, satisfechas.

Habían reído mucho aquellos niños queridos antes de desparramarse en tibias y fémures por la campiña. Se llevaban bien con los animales, los gatos, los braseros de picón y los hombres del otro partido. Desde la adolescencia ya habían marcado, sin saberlo, los lugares donde iban a morir y los habían santificado bebiendo fino entre compadres. Luego los casinos, las escuelas y los cerros labrados, regaditos de amontillado, guardaron en las paredes el silencio de las descargas primeras y los remates de odio finales. Ante el paredón, el fusilado, quieto, calmo, miraba sin comprender las manos de su asesino, manchadas del mismo vino y los mismos naipes de tantas partidas. Sólo que el reo se sabía con las cartas marcadas.

Las madres recordaban después la templanza de aquellos hombres que no habían conocido más que el ruido suave de la mies al ser movida o la placidez de las siestas de olivos. Habían sudado juntos zagales con gañanes y compartido lebrillo y miradas al cielo seco. Esperaban las ferias y los bailes y los trajes de los domingos y las rejas de las novias y poder ver, de ancianos, algún duro de plata.

Las cabezas con moños recorrían con el dedo índice los antiguos retratos y atisbaban en aquellos ojitos de los jóvenes el espanto de la muerte, ya antes de ver el fusil. Ellas tampoco sabían cómo se puede pasar de otear los horizontes claros de principios de julio a las noches de miedo entre las vides esperando la lotería de la bala.

La noche de la matanza, todos los hombres del pueblo se habían tapado los oídos, mientras decenas de hijos mostraban las vísceras a la madrugada de agosto, derramadas sobre los pupitres y el encerado. Las mujeres, vestidas de luto desde principios de verano, abrieron entonces las ventanas y sacaron las manos al viento para que el olor de madre llegara a los agonizantes. Luego, llenaron la antigua escuela de pétalos de claveles y olfatearon el rastro de los muertos por las cunetas, hasta dar con ellos. Allí, maldijeron la tierra y se les abrió el útero en carne viva. Cuando regresaron al pueblo, ni una de ellas lloró. Como todas sabían que el frío era peor que la muerte, para abrigar a los hijos en las tumbas, siempre vistieron ya negro traje de paño.

Cuarenta años después, aquellos hombres templados y muertos no acaban de comprender la soledad de sus propios huesos. Vuelven, cada verano, a la antigua escuela y allí miran de nuevo los ojos de sus vecinos, intentando comprender por qué se han vuelto viejos de pronto. Los grandes ojos almendrados se posan sobre las tapias reconstruidas y enloquecen ante la posibilidad de volver a morir la misma muerte. Así, el lugar sigue guardando su misterio y los hombres que llegan a vivir en él recogen poco después a sus familias y se trasladan, por temor a la ira de los asesinados. Estos siguen dibujando interrogaciones sobre las paredes hasta que alguien les cuente por qué les robaron su templanza.

 

2. La escuela de los padres

A mi abuelo Alfonso. In memoriam

Cada uno de ellos se miraba la mano derecha y la mortificaban a preguntas. Los zurdos, los menos, escrutaban las líneas de la vida a solas en el dormitorio para que nadie supiera que aquella noche de agosto anduvieron empuñando armas con su siniestra. Ningún hombre del pueblo habló jamás de la escuela, aunque en el campo se miraran la desnudez de los hombros. En medio de la espesura del vello moreno, algunos, los señalados, guardaban una pequeña cicatriz delatora por tan blanca, casi obscena. Aquellos torsos jóvenes de la guerra sabían demasiado de las llagas del hambre, poco de las quemaduras perennes de la trasera de un fusil. Así, la piel revelaba lo ocurrido en la noche amarga y los culpables eran señalados en las reuniones familiares, alrededor del café de cebada.

Los padres improvisaron una nueva vida y resolvieron dejar los recuerdos para las horas nocturnas. La culpa se volvía insoportable a eso de las tres de la mañana y los quinqués iluminaban las ventanas. Decenas de lucecitas moteaban la hora del descanso, cuando los niños y las mujeres pertenecían a otra casta. Todos se concitaban en torno a la luz: los culpables paseando como perros rabiosos; los que perdieron a un hijo sentados sin saber llorar, mirando la llama viva. Las palabras no pertenecían al mundo de estos hombres, que resolvían sus diferencias con las miradas y se explicaban a través de las arrugas de las sienes. A unos, el cuerpo se les volvía agua y parecía que el cuello se les tensaba, como si volviesen a vestir el uniforme del ejército. A los otros, se les reblandecía el alma y cerraban los brazos, acunando el aire, besando la cabeza rizada del viento. A la amanecida, recogían los restos del alma y se embozaban tras la franela de la sábana, medio borrachos, medio muertos.

Cuando hubo que dejar la tierra porque la espalda ya no aguantaba pesos y los cuerpos habían perdido las formas, toda aquella generación de hombres partidos volvió definitivamente al hogar. La labranza de las fincas quedaba ya lejos. Entonces, sentados en los sillones de los patriarcas, recordaron lo que nunca pudieron olvidar. Al lado, las mujeres renegridas con sus pómulos exasperantes, gritaban en sus silencios, mientras los pies volaban entonando su canto de difuntos sobre la Singer. Había otros hijos, pero sus rostros parecían recortados por la niñez en comparación con la grandeza de los hermanos muertos.

Los hombres inauguraban las mañanas caminando a paso lento hacia la calle principal, llamada de La Feria porque allí se celebraba la festividad de la Virgen de Agosto. Eran sus zapatos lo primero que oíamos al despertar. Sonido de suela comprada en la capital, planta de callos doloridos, pierna herrada. El pantalón gris, de perfecta raya en medio; la camisa de manga corta con chalequillo de cuello v en invierno. Los cuerpos, redondos, achacosos, avinagrados, subían hasta el comienzo de la calle y se apostaban bajo un triunfo erigido en honor de la patrona. En círculos, los amigos hablaban del tiempo, de la siembra y la cosecha, de los entierros y las bodas. Enumeraban los apodos de los que pasaban; imaginaban lascivias en las piernas al aire de las mujeres jóvenes; fumaban diez negros; se quejaban de los pocos forasteros que habían llegado al pueblo y lanzaban discursos furibundos contra el gobierno del país. Los hombres caracoleaban unos alrededor de otros. Pero todos se olfateaban. El aire formaba murallas entre los corrillos y el roce provocaba toses incómodas. No en vano, sabían y callaban por qué guardaban las dos paredes de aquella esquina. Enfrente, los muertos los miraban desde el solar de la escuela.

Cuando caía la tarde, tras la siesta, todos volvían a la misma calle, donde se alzaban dos casinos de labradores. Las derechas y las izquierdas seguían dividiendo las casas a comienzos de un nuevo siglo que era desdeñado como funesto síntoma de olvido. Los que habían ganado la guerra se sentaban en la puerta del casino más antiguo. Tras un trozo de empedrado que correspondía a la pensión del pueblo, comenzaba el territorio de los que la habían perdido. En ambos lugares, se bebía el vino de siempre, se leían los periódicos, se consultaba el Zaragozano, se contaban las novedades de los hijos, se criticaba al médico del ambulatorio y se intercambiaban síntomas de enfermedades. A eso de las nueve, las conversaciones iban decayendo y el silencio corría libre entre las sillas y las copas vacías. Los hombres levantaban la cabeza para sentir el viento que venía del norte y que soplaba fuerte sobre las calvas y los pensamientos. Ese viento era el culpable de que las sillas en los dos casinos estuvieran siempre dispuestas en la misma dirección y los huérfanos de hijos tuvieran que estar siempre mirando las nucas de los asesinos. El resto de las gentes del pueblo llamaba a estos hombres “los girasoles” porque siempre pasaban las noches mirando hacia el mismo sitio. Unos y otros, los malos, los menos malos, rumiaban pensamientos, recorriéndose las manos, sufriendo el azote de un viento, para ellos, liberador. Los antiguos soldados, como sentados en un tren hacia ninguna parte, respiraban sus rencores, sus venganzas, sus remordimientos, sus locuras y sus hieles y el pecho se les hinchaba de dolor, de rabia y de vergüenza. Los sin hijos bebían los humores y las bilis de los otros y así esperaban la llegada de la medianoche, centinelas de las vidas ajenas.

Cuando el estruendo de las campanas de la parroquia daba las doce, poco a poco, comenzaba el desfile de cuerpos, que desaparecían por las callejas. Con miedo, volvíamos a oír desde las camas el soniquete de los padres penitentes que se anunciaban con la carraca de las toses y los ayes. Hacía tiempo que los faroles se habían apagado y las sombras hacían su penitencia en medio del limbo de la soledad, abandonados por los durmientes. Los hombres arrastraban los pensamientos que cabeceaban sobre sus arrugadas espaldas y buscaban las luces de los zaguanes. A esa hora, el pueblo era ya un compás de puertas atrancadas y almas doloridas. Entonces, comenzaba la larga noche de los quinqués.

 

3. La escuela de las madres

A mi abuela Ana. In memoriam.

Después de las cabañuelas y las luces de agosto, las madres compraron pañuelos blancos y se los anudaron al rostro. Imaginaban las caras desencajadas de los hijos, con los ojos anegados de tierra y larvas y las bocas con una mueca de sorpresa eterna. Sin almohadas, un muerto está más muerto, sin nadie que les cierre los ojos, ni les ponga las manos sobre el pecho crucificado, ni les vista con traje de paño para presentarse decentes a la Gloria.

Los demás pensaban en las ausencias. Ellas, en su derecho de velar al difunto, de tener sus dos días de luto, recibir el pésame de las vecinas y oír de otros labios alabar las bondades del muchacho. El negro se hubiera hecho así más gris, toda madre sabía del sufrimiento de las otras. Los hijos yacían enterrados en un lugar de nadie y la sepultura del panteón se fue llenando de cadáveres de viejos, bendecidos por su cura, olorosos con sus flores, benditos con las plegarias. Ellas encaminaban los pasos hasta el arroyo Abentogil, el límite del pueblo, y contemplaban los campos buscando señales de otro mundo.

Durante muchos años después, las madres sentían ardores en las entrañas y la carne sajada y purulenta. Sus úteros revivían por las noches y sus vaginas se abrían para dar abortos de aire. Los médicos decían que aquello era hidropesía, mala alimentación del estraperlo. Ellas, sin embargo, sentían que los hijos volvían a las casas en las madrugadas, entrando por las puertas de sus vísceras, sintiéndose arrullados por el latido del corazón grande. Pobres hijos que sólo supieron de la vida a través de las faldas de aquellas mujeres, demasiado jóvenes para contar historias propias. Los padres temían que los difuntos se aparecieran en las noches de noviembre y se tapaban los pies con dos mantas, temerosos de los reproches de los primogénitos. Las mujeres, en cambio, seguían, noche tras noche, acunando aquellas almas fetales que cerraban los puños alrededor de sus hígados y aullaban perdidas.

Con el tiempo, las madres de luto crearon su gran teatro y se prometieron cumplir con los hijos la condena de las almas en pena.

Por las mañanas, los tacones recios, seguidos de los saltarines carritos de la compra, levantaban de sus camas a los niños. Caminos adoquinados, con olores a pescado de un mar que las mujeres nunca quisieron ver. Calles de pueblo alegre, tomillo para tisanas; perejiles para la sopa de picadillo; laureles para el cocido; romero para la buena suerte, cerquita de san Pancracio. Los carros volvían rebosantes de vida y las mujeres la repartían a gusto en la mesa: más vida para el padre, el muslo para la hija, codillos para el pequeño. Para los muertos, la pechuguita tierna del pollo, la mejor parte. Ellas masticaban lentamente las patatas dulces y las judías cocidas, mientras los pensamientos se perdían en el crochet del tapete de la radio. Se decían que tenían el estómago cerrado y hace tiempo que habían perdido el sabor de las gachas de invierno, las orejitas de haba, los pestiños o la sidra de las doblaítas. La dulzura era un rictus que no podían permitirse.

Durante el día, las madres llenaban los cubos de agua para limpiar las casas; cubos y cubos que anegaban los patios, los corrales, los cuartos, los desvanes, las camarillas. El ruido del agua silenciaba sus llantos, las lágrimas que les corrían pechos abajo. Nunca salían de adentro de la garganta, sino que dibujaban meandros por todo el cuerpo mientras ellas frotaban las galerías, rodilla en tierra. A veces, mientras lavaban la ropa blanca en la pila, el jabón Lagarto traía los olores de los hijos y entonces los grifos se abrían de par en par, mientras ellas gritaban sus nombres y se arañaban las piernas, golpeándose el sexo que los fecundó. Los brazos se elevaban al viento como queriendo espantarlos, las uñas de los pies se clavaban en las zapatillas y se punzaban las sienes con las horquillas del moño, para no sentir más dolor ni más traspasos. Cuando volvían en sí y los pulsos se templaban, los ojos enloquecidos miraban en derredor por si los hijos, temerosos de su furia, se habían marchado. Pero el olor a limpio, a brillantina, a semen, a almidón las volvía a abrazar y ellas sabían que los muertos retornaban a sus brazos, sin los que eran sólo polvo.

Por las tardes, las madres acudían a la iglesia y se refugiaban en sus capillas. Unas eran del Niño de la Espina; otras de san Antonio; san José; el Cristo del Perdón o el Nazareno. A real la vela, y el olor a cera mareando los rezos. Más vida tenían aquellos santos que los hijos, más compaña: con sus oros, sus coronas, sus túnicas y grabados. Vírgenes con brocados, vestidos de hebrea, algunos rubíes y exvotos en las paredes. Y en los reclinatorios, las mujeres y sus lutos rezando, rezando. El murmullo se elevaba con la Salve... ad te clamamos exsules filii Evae, ad te suspiramus... hasta que la iglesia entera se convertía en un mar de velos que guardaban las voces roncas, los alaridos de las más jóvenes, los golpes de pecho a cambio de un sitio en el paraíso.

Luego, se confesaban de los odios a las otras, a las que parieron los monstruos que mataron en la escuela a los hijos. Mea culpa también por no ser buena esposa, padre, hasta que la muerte nos separe, dicen, pero es que la muerte ya nos separó. Mi hombre vaga por la casa y en las noches me toma con furia. Y a mí eso me asquea, padre, que sólo el ayuntamiento debe ser por amor y el amor quedó en el hijo. Soy sarmiento, padre, no conozco a los demás hijos, que me siguen pidiendo leche de mis pechos y no quiero dársela, no quiero que vivan más que lo que el mayor vivió. Y temo la justicia de Dios por estos pensamientos, temo el infierno y temo el cielo y ni siquiera ando en este mundo. Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris... Y luego, a la luz del Sagrario, la penitencia. No hay clemencia divina ni para los úteros cerrados y los regazos llagados de tanto desear ni para las mujeres mutiladas sin nadie a quien abrazar.

En las noches de verano, las madres se sentaban a las puertas de las casas con la espalda doblada de sostener a los muertos y las agujas en alto para bordar ajuares venideros a punto de garbanzo. Desde lejos se escuchaba la música de la feria, que se celebraba en el llano, y el aire traía olor a cuerpos muy juntos y a besos por las esquinas. Los jóvenes, año tras año, paseaban su felicidad delante de las mujeres y a ellas se les emponzoñaban las manos y rastros de sangre quedaban sobre las colchas. Los pecados ajenos formaban un mercadillo, expuestos a los pies de las mecedoras, mientras las hembras se cebaban con los instintos de las otras hembras, las que eran libres y se vestían de colores, abandonando el alivio de luto. La envidia rezumaba de sus bocas al ver pasar aquellas pantorrillas lustrosas de Nivea metidas en medias con costura atrás. Los colmillos se les hinchaban al ver las cinturas jóvenes riendo en los cinturones anchos, mientras los vestidos cubrían los torsos rectos, que no arrastraban dolores. Las bocas callaban y las manos se aplicaban a la costura, el hilo violando la tela con rabia una y otra vez. El silencio se acababa al apagarse el último farol. Entonces, cada madre volvía a su cama y esperaba.

Solas, con el camisón largo y las piernas desnudas, recorrían el frescor de las sábanas y se recreaban en los dolores de las carnes, cada vez más numerosos, más ajenos. El viento de la campiña se colaba por las grietas de las cómodas y removía la ropa interior que, a la mañana siguiente, olía a espliego. Las mujeres suspiraban y por su garganta corrían nanas y risas y balbuceos. Los muertos llegaban pronto y anidaban dentro de ellas, curioseando sus cuerpos, siempre carentes de cualquier memoria. Se arrobaban ellas y se enternecían y la mano descansaba sobre el vientre, abultado y tirante. Alguna risa incoherente les nacía de las profundidades y ellas acariciaban a los hijos enredados en no se sabe qué umbilicales cordones. Mientras los padres llegaban, ellas se ponían el rosario al cuello y rezaban la letanía de las vírgenes. Arrullados por las frases conocidas, los asesinados dormían felices, en su placenta, mientras el murmullo de las madres recorría la calle de lado a lado: Ora pro nobis, Sancta Dei Genitrix...