Letras
La voz

Comparte este contenido con tus amigos

Cuando atravesé el jardín y llegué a la redoma oí una voz resonante y clara, como de río, que venía de un aula frente al corredor. Inexplicablemente, esa voz entró en mi cuerpo y se alojó en no sé qué entretela de mi ser. Llegué al salón y por el ángulo estrechísimo de la puerta entreabierta, se veía una parte del público muy atento, casi hechizado.

En el viejo edificio había un silencio enorme. No había actividades regulares ese día. Los corredores estaban limpios, los techos de madera oscura bien conservados, pero seguía siendo un edificio mal querido y pobremente utilizado.

Volví a la plazoleta y me senté en un banco a leer. Los bancos eran incómodos, el sitio mismo, entre todos esos corredores vacíos, no era apropiado. Me sentía expuesta y extraña, algo me decía que no debía estar allí, pero no obedecí a ese “algo” y permanecí incómodamente sentada tratando en vano de leer a Octavio Paz y oír la voz al mismo tiempo. ¿Cómo justificar ante mí misma o ante cualquier otro mi presencia allí? Estaba, como muchas veces en mi vida, fuera de contexto, desenfocada.

Yo no imaginaba rostro ni figura. No me planteaba eso. Algo me emparentaba con la sustancia de esa voz, y hubo un temblor, un miedo pequeño, como si resbalase entre las piedras de ese río andino de voz clara y definida.

Lo vi salir —alto y encorvado— cargado de papeles, caminando deprisa, no pude o no quise verle el rostro; ya casi oscurecía, debía irme o seguirlo. Sus pasos resonaban en el corredor y me guiaron hasta su oficina. Pasé por la puerta y seguí por el pasillo sin atreverme a entrar. Otras voces estaban allí junto a la suya. Voces más reales y cotidianas: una oscura y profunda, otra granulada y ligeramente nasal. Ninguna de tantos y tan claros matices como la suya.

Alguien gritó un nombre y apellido como cuando pasan asistencia en el ejército, y él respondió: —¿Sí?

—Lo llaman por teléfono. En la oficina del Decanato.

Y él, como un niño: —Gracias, enseguida voy.

Reconocí su nombre, lo había leído en las páginas de cultura de algún diario. Comencé a temblar como con frío. Con las quijadas casi atornilladas y la expresión más profesional que pude, entré a la oficina y pregunté por él.

Caballeros atentos se pusieron de pie y me cedieron un asiento en el pequeño despacho. Sentí ¿o creí sentir? ciertas miradas cruzarse con malicia caribe de machos conocedores de la presa. Intenté acomodarme en el asiento, pero simplemente no podía moverme. Escuché sus pasos y miré cobardemente a otro lado. Mi alma se desbordaba por algún lado en el río de su voz. Su mano enorme, como de campesino, más que saludarme, me sostuvo.

Poco a poco fui recobrando la serenidad hasta que me sentí cómoda conversando.

Seguramente hablamos de lecturas y poetas, no sé qué otras cosas dijimos o acordamos, recuerdo vagamente que me presentó a las otras voces y nos despedimos. Quince minutos después —como en un acuerdo mudo— nos vimos en la entrada del edificio. Subí a su automóvil como si entrara a una nave espacial, con temor y ansiedad por el magnífico infinito desconocido, la misma sensación sagrada de soledad y pequeñez. Inmediatamente nuestras almas se escondieron, se acurrucaron en algún lugar lejano. Su mirada se hizo más intensa y menos brillante, su voz más tenue, menos clara: —¿Vamos a tomar algo?

—Es un poco tarde para mí, pero podemos ir un rato a un lugar cercano.

—Gracias —me dijo— y su mano de panadero arropó la mía.

Yo sentí deseos de bajarme de la nave espacial y correr a mi casa, pero no, me empeñé en descifrar los reflejos de sus ojos y los tonos de su voz cuando aparecían trazas de auténtica alegría.

¿Qué refugio buscaba su alma atada al intelecto y la academia? ¿Qué playa habría podido amansar a ese río revuelto de ideas y compromisos?

Esa tarde —desde mi posición de lectora común, distante de la academia y de los círculos concéntricos de intelectuales— creí atisbar el contorno secreto de su ser íntegro y verdadero, de su talento creador. La voz entonces se hizo más transparente, sus ojos la apoyaron totalmente hasta volverse agua, las manos interrogantes intentaron atrapar algo que yo desconocía. Entonces, como si pusiera punto y coma, se instaló en posición de latin lover con reflejos dorados de intelectual condescendiente. Y otra vez el alma se escondió detrás de pilas de erudición y testosterona.

El combate cuerpo a cuerpo fue intenso. Nuestras almas se buscaron inútilmente entre sus pecas, en el contorno de mis caderas, en el fondo de sus ojos. El río de su voz seguía bañando mis arenas y yo continuaba hurgando entre recuentos, por las veredas de Saint John Perse, en paisajes andinos, a orilla de mar y con guitarra. Ni el fuego de tambores de Barlovento, ni la ortiga de recuerdos dolorosos lograban que su alma de creador, excluido de sí mismo, regresara del rigor abismal del pensamiento crítico, ni se bajara de aquella loma seductora. Mi alma se extraviaba en su voz de raro talento y sensibilidad.

No sé si lo amaba, más bien creo que lo sufría con ansiedad por descubrir lo que intuía en su voz. De pronto comenzó a enronquecerse; cada día era menos clara y vibrante, hasta que un día, en una mueca de tristeza, me disfracé y aparecí sin previo aviso en un encuentro de intelectuales, con atuendo de secretaria sexy. Dejó de llamarme y yo, desesperada por oírle, hice patéticos esfuerzos que lo alejaron definitivamente.

Nunca más lo vi, pero sé que su batalla se hizo cruenta, el rigor contó estructuras como piedras, el análisis sospechó de la ternura. En la disección no hay espíritu que valga. Se apagó.

El fantasma de su voz me arropa hoy mientras escribo. Sus ojos escudriñan incrédulos el texto. Sus manos de campesino empujan suavemente mi voluntad hasta este punto.