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Julio OrtegaJulio Ortega y su lámpara en la niebla

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Los libros tienen destinos extraños, hay novedades editoriales que llegan pronto a nuestras manos, pero en la memoria tienen vidas más cortas que un ratón en un serpentario. Hay otros libros que se hacen esperar años para llegar, como si alguien hubiera urdido secretamente una cita inevitable.

El lugar es la avenida séptima con Jiménez, en Bogotá, muy cerca al lugar donde cayó asesinado Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, cuando se produjo el levantamiento popular que casi arrasa la ciudad con incendios y saqueos. El día es un domingo, muchos años después de ese día en que murió un país. Los libreros extienden sábanas de plástico sobre la calle y venden libros y revistas de múltiples orígenes. En esa biblioteca horizontal y dispersa tropiezo la Antología de la poesía hispanoamericana actual, realizada por el crítico peruano Julio Ortega. Un libro pequeño y gordo, de segunda mano, de la primera edición de 1987 en Siglo Veintiuno Editores. Empecé a leerlo en un autobús de vuelta a casa, y después de muchos años, es uno de los pocos libros que ha sobrevivido a todas las mudanzas.

Muchas generaciones de lectores debemos a ese trabajo antológico, crítico, y por qué no: creativo; la oportunidad de haber descubierto universos insospechados de nuestra literatura. No es la habitual antología de acumulación representativa: cuotas nacionales, o de escuelas o movimientos, y las inevitables afinidades personales. Muchísimo más que un inventario, es una antología fenomenológica: registros peculiares identificados en las estéticas personales de cada creador, influencias comunes entre los autores seleccionados, pero asumidas y aprovechadas de manera distinta.

Una experiencia aun más formadora derivada de esa lectura, es la de exponerse sucesivamente a estilos contingentes, confrontación de voces y sensibilidades. Así, los recursos que un poeta elige son descartados por otro, los temas en donde ahonda un creador son dejados a un lado por otros. La antología de Ortega es, algo sí, como la representación poética de El jardín de las delicias, del Bosco, ese tríptico excepcional, prodigio de mitos y tradiciones mundanas e imaginativas, plagado de un clima de fantasía inagotable.

“Antología de la poesía hispanoamericana actual”, de Julio OrtegaEste trabajo obliga a pensar en el antólogo como en un creador, director de orquesta de un caos de percepciones. Voces autónomas transmutadas en una coral armoniosa de opuestos y complementarios. Los comentarios de introducción a cada uno de los poetas, nos invitan a hacer el mismo ejercicio reflexivo; a definirnos como lectores frente a los poemas. Un esfuerzo interpretativo por leer lo que no puede leerse en un verso. Minería de las esencias, hallazgo de las categorías propias de cada estética. Cumple meta, y más aun, tal como lo expresa en las motivaciones del prólogo que antecede a los 82 poetas convocados: “Las antologías suelen ser de autores, aunque las hay también de textos. Ésta, en cambio, quiere ser una antología de lectura: una selección de poesía hispanoamericana actual cuyo sentido radica en la actividad del lector, en esa lectura que organiza los textos como un proyecto de su propia aventura y goce creadores. Hecha para ser leída en esa intimidad combinatoria, esta antología busca al lector como su centro; y eso significa, en primer término, que todos los criterios de la selección están a su servicio, y no al servicio de un programa literario y, mucho menos, supeditados al mero gusto del antólogo. (...) Una antología que no se base en las nociones tradicionales que privilegian la figura del poeta pero que tampoco tribute al fetichismo lingüístico de los textos espera convocar al lector en las propiedades de su lectura: poner en circulación el habla que se modula entre las apelaciones e indagaciones de esta textura comunicativa”.

Muchos años después del hallazgo dominguero de la antología, me he tropezado hace pocos días, en la misma biblioteca nómada, la edición 276 de la Revista de la Universidad de Antioquia, de Medellín, Colombia; donde se le dedica un dossier especial a Julio Ortega (el azar es más puntual que mil citas, dicen los tuaregs del desierto). El homenaje empieza con un Julio Cortázar que no da espera, nos dice: “No soy crítico literario, pero a fuerza de leer los trabajos que se han escrito sobre mis libros he terminado por distinguir entre lo que no pasa de meras reseñas y lo que se interna profundamente en la materia literaria buscando explicarla, es decir desplegarla en todas sus facetas. La labor de Julio Ortega pertenece a esta segunda categoría, poco frecuente todavía en América Latina porque exige una dedicación y una suma de conocimientos que las dinámicas actuales de la escritura y sus ediciones tienden a reemplazar por rápidas y casi siempre subjetivas reseñas, en las que los prejuicios, los temperamentos y casi siempre la suficiencia de los falsos críticos sólo alcanzan una visión superficial de algo que, como las flores aún cerradas, guarda los pétalos de lecturas más hondas, ésas en la que está verdaderamente contenido el escritor. La crítica de Julio Ortega busca abrir estas capas sucesivas en busca del fuego, del perfume central”.

Octavio Paz, por su parte, sentencia: “Julio Ortega practica el mejor rigor crítico, el rigor generoso”. El cubano José Lezama Lima, manifiesta: “...Me impresionan sus estudios por la forma de sus aproximaciones. Lee la obra, toma notas, revisa anteriores testimonios. Luego establece una suspensión, un retiramiento, como decían los clásicos... Su crítica recorre una metamorfosis paralela con la obra estudiada. Una metamorfosis no en el sueño sino con la lucidez de un metal que absorbe y refracta el corpúsculo solar”.

La Revista de la Universidad de Antioquia también presenta una selección de ensayos de Ortega, que contagian su afán por elaborar conceptos meditados para explicar el cosmos de relaciones presentes en un cuento, una novela, un poema, una pieza teatral. La red teórica necesaria para entender el sentido de lo universal en lo particular de cada voz. La pasión por comprender esas voces insatisfechas con la realidad: las de los poetas. Voces, a veces gritos, consecuencias del choque con esa realidad que los obliga a imaginar mundos posibles, memorias de un futuro menos absurdo.

Uno de los textos más exóticos es “El escritor medita en la fama esquiva”, donde Ortega reflexiona sobre la creación (real) de una agencia literaria encargada de administrar la obra de los escritores tras su fallecimiento cuando las obras suelen adquirir la extraña notoriedad mediática que otorga la muerte, y que tanto se anheló en vida. Al respecto dice en un momento: “Es bueno recordar que César Vallejo, como Borges y Lezama Lima después, pagó por la incomprensión de sus primeros libros. Cesar Moro sólo publicó en vida dos breves colecciones de poemas. Emilio Adolfo Westphalen no tuvo un sueldo fijo, ni un seguro de salud, y mucho menos una pensión. Enrique Molina sólo obtuvo un premio en vida, el Pérez Bonalde, de la Casa de Poesía de Caracas. (Murió, me contó su viuda, con esa presea entre las manos, pobre consuelo)...”.

También están sus textos: “La librería de mala poesía”, “La paliza de leer”, “Julio Cortázar con musas al fondo”, “Leer el Quijote”, “Los suaves ofendidos”, “El sujeto de la abundancia”. Le siguen a esta corta, pero significativa antología orteguiana, una entrevista de María Ramírez Ribes, donde entre otras ideas, Ortega expone: “...La cultura es tan poderosa y tan rica en recursos de sobrevivencia, que ejerce una labor reparadora o médica, en un sentido social: allí donde se abren las grandes desgarraduras de la crisis, la cultura trabaja de forma reparadora. Humaniza el espacio contrario, decora el espacio vacío, reforesta el espacio desértico. O sea que hace lo posible por manejar un entorno antagónico. En ese sentido, a pesar de todas las razones en contra, la vida en América Latina sigue siendo un proyecto realizador...”.

El especial de la revista continúa con palabras del colombiano Juan Gustavo Cobo Borda, quien recuerda los orígenes del crítico: “El año del nacimiento de Julio Ortega fue en Caracas en 1969, cuando Monte Ávila Editores publicó La contemplación y la fiesta. Era un ceñido ejercicio de lectura donde a partir de Borges, fundador, se exploraba esa ‘escritura abierta’ que era la nueva novela latinoamericana: Pedro Páramo, Rayuela, Paradiso, Cien años de soledad, Cambio de piel y Tres tristes tigres...”.

Sigue el dossier con un comentario: “Una visión de Rubén Darío” de Helena Araújo, seguidamente “Ortega: La digresión como fábula”, de Eduardo Verastegui, también participa Beatriz Colombi con “Julio Ortega, Ruben Darío”, avanza la muestra con un texto de Adolfo Castañón sobre El discurso de la abundancia, libro de ensayos de Ortega. Y culmina el especial con una biobibliografía del peruano, desde su nacimiento en 1942 en Casma, Perú, hasta su trabajo como director del segundo Congreso Internacional de Estudios Trasatlánticos, en Brown University, el año 2004.

Los lectores de Julio Ortega, los agradecidos con su trabajo, celebramos este número 276 de la Revista de la Universidad de Antioquia. Esta antología de textos de Ortega y sobre Ortega, que nos ayudan a comprender, por ejemplo, por qué el ensayo, ese género omnívoro, se convierte en la puerta que debe tocar la novela de nuestro tiempo. Gracias a la lámpara que ha llevado entre la niebla de nuestra cultura, Julio Ortega nos ha enseñado el camino de la ardiente paciencia en la búsqueda de la posible unidad, presente en la verdad dispersa y contradictoria de la literatura de nuestro tiempo.

Más allá de las corrientes de pensamiento impuestas por las modas mediáticas, más allá de la violencia excluyente de arrogantes escuelas teóricas, y la soberbia personalista y egocéntrica de muchos estudiosos propietarios de la verdad; está Julio Ortega, quien ha dedicado su vida a intentar entender, humildemente, las leyes de ese extraño imán que atrae a las palabras con las cuales buscamos desentrañar el universo.