Editorial
Cabalismo mágico

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Dentro de tres meses será inaugurado en la ciudad amurallada de Cartagena de Indias el IV Congreso Internacional de la Lengua Española, el evento en el que las academias se sientan a discutir sobre el presente y el futuro del idioma con el que nos comunicamos —o al menos tratamos de hacerlo— cerca de cuatrocientos millones de personas.

Cartagena es una ciudad con suerte. Por estos días se celebrará el Hay Festival, una versión local del encuentro original que Peter Florence dirige en la localidad británica de Hay-on-Wye, un pequeño pueblo de 1.300 habitantes en el parque natural de Beacons Brecon en las montañas de Gales. Allí, cada año desde hace dos décadas, los escritores que asisten se reúnen con los lectores para compartir en un ambiente de camaradería.

Así que este año la histórica ciudad colombiana tendrá oportunidad para apreciar los dos lados del quehacer intelectual. Por una parte, el Hay Festival será el escenario en el que los escritores darán la mano a los lectores y conversarán con ellos sobre lo divino y lo humano. Por otra, el congreso reunirá a representantes de academias, científicos, empresarios, escritores, editores, periodistas, lingüistas e historiadores para analizar cómo hablamos, y por qué lo hacemos de esa manera.

Pero el congreso será aprovechado para otra coyuntura. 2007 es el año en el que arriba el premio Nobel de Literatura 1982, Gabriel García Márquez, a tres aniversarios alineados. El primero es su propio cumpleaños, que cumplirá el 6 de marzo, cuando habrá llegado a ochenta años de aquella mañana remota en que naciera, durante un aguacero torrencial, el primero de siete varones y cuatro mujeres y que fuera bautizado de emergencia ante el temor de que muriera asfixiado por su propio cordón umbilical.

Como ya se sabe, los otros dos aniversarios corresponden a los cuarenta años de la publicación de Cien años de soledad, la novela que ha dividido a sus lectores entre quienes la comparan con Don Quijote de La Mancha y quienes huyen despavoridos de su influjo, y a los veinticinco desde que, en Estocolmo, el Gabo, al recibir el Nobel, citara a su duende tutelar William Faulkner: “Me niego a admitir el fin del hombre”.

Una confluencia muy apropiada para quien confiesa ser un supersticioso irredento. “Las supersticiones —o lo que llaman supersticiones— pueden corresponde a facultades naturales que un pensamiento racionalista, como el que domina en Occidente, ha resuelto repudiar”, le dice el Gabo a Plinio Apuleyo Mendoza en la ya —también— remota El olor de la guayaba.

Otro aniversario menor, también relacionado con García Márquez, se cumple este año, y seguramente él lo añadirá a su expediente cabalístico. El 7 de abril hará diez años desde que el autor de Cien años de soledad, en la primera edición de este mismo congreso, aquella vez en la ciudad mexicana de Zacatecas, recomendara para horror de puristas y gracia de colegas: “Enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver”.

Cartagena es, a no dudarlo, una ciudad con suerte.