Letras
El visitante

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Cuando Serpentus se materializó en aquel sencillo y limpio jardín en la figura de un sesentón de abundantes canas, baja talla y mirada serena, de inmediato le vino a la mente su incursión terrenal anterior cuando le tocó ser, durante doce meses, un íncubo de treinta años de edad, 1,83 de estatura y ojos azules. En esa oportunidad logró que trescientas treinta y seis mujeres ganaran la maldición eterna a cambio de un orgasmo que ellas catalogaron de celestial. De todas las personificaciones que había hecho: visitante, agorero, mesías, súcubo, íncubo, fantasma, ángel de la muerte, ángel burlón, pastor evangelizante, mentalista radial y gurú, la que más disfrutaba era el de visitante, a pesar de que no le era permitido valerse de artilugios para vencer el libre albedrío de los miembros de la familia escogida, y así evitar que lo expulsaran de las casas visitadas; pero si era echado, no se consideraba un fracaso. Cuando no lo rechazaban, siempre alcanzaba su propósito. Hubo una excepción por allá en el año 1922, en España, cuando no pudo doblegar el espíritu de Josemaría Escrivá; y como éste más tarde sería San Josemaría, Serpentus no se sintió humillado. Dejó de recordar y se dedicó a estudiar el modesto lugar. Cinco puertas a lo largo de un corredor en forma de L; desde tres habitaciones salía el respirar de gentes que dormían con el estómago lleno y un zaguán en penumbras indicaba que los ocupantes no esperaban visitas durante las siestas. La cocina estaba en un extremo de la vivienda por lo que Serpentus no la divisaba, pero no le importó, la mayoría de las decisiones en estos hogares se tomaba en el pasillo. Dejó de curiosear en espera de que se percataran de su presencia. Sin hacer ruido, se cobijó bajo la sombra del arbusto más frondoso, que le serviría a su fin porque podría ser visto desde casi cualquier sitio de la casa. “Sí”, pensó, “creo que no tendré dificultades con las reservas morales de esta familia”.

La primera persona que salió de uno de los dormitorios fue una bella y agraciada joven. Al ver el señor en el jardín, llamó al padre sin mostrarse asustada pero sí con un tono de voz tal que hizo que salieran de sus modorras el papá, la madre y los dos hermanos. Todos se mostraron sorprendidos, pero ninguno perplejo, muy típico de las familias sencillas, y este matrimonio, de apellido Pérez, lo era. La rutina definía su vida; a dormir le dedicaban diez horas, dos de ellas todas las tardes; ver televisión les era tan ceremonioso y comunitario como asistir a misa los domingos o sentarse a la mesa todas los días. Su única diversión fuera de casa consistía en comerse un hervido de gallina a la orilla del río del pueblo; el resto del tiempo, el padre trabajaba en el gobierno local, la madre atendía los oficios del hogar y los hijos cumplían sus deberes estudiantiles sin muchos aspavientos. Por la manera instintiva y simple como entendían la vida, los Pérez no percibirían lo extraordinario de lo que estaba empezando a sucederles. La familia esperó a que el jefe del hogar tomara la iniciativa, y la tomó. Se aproximó al sujeto y le preguntó qué quería. “Nada”, contestó Serpentus; “Salga de la casa”; “No me iré”; “Llamaré a la policía”; “Hágalo, pero yo de aquí no me muevo”. El padre, con cautela, regresó a los suyos, y aunque no comprendían la situación, rápidamente concluyeron que no debían avisar a las autoridades. Sería embarazoso denunciar la presencia de un hombre en la casa; además, el extraño, parado en el medio del patio interior, no se ocultaba, no mostraba intenciones de huir ni tampoco presentaba gestos amenazantes y no parecía un delincuente. La señora Pérez insistió: “¿Qué desea usted?”, le gritó desde el corredor, “Solamente morar en este jardín, no molestaré, no les pediré comida ni agua ni cama”; “¿Cómo hará para vivir así?”, preguntó uno de los hijos, “No se preocupen por mí, ustedes sigan su vida”, respondió el visitante.

Por la grisura de sus caracteres, los Pérez aceptaron aquella propuesta; pero tomaron sus precauciones. Durante los primeros días montaron guardia para ver si el desconocido hacía algo fuera de lo normal; y no lo hizo; comprobaron que se la pasaba cerca de la mata de semeruco, no dormía y no se hacía sentir, ni siquiera visualmente porque se camuflaba en el arbusto; no merodeaba por los alrededores, no entraba en los cuartos, no pedía agua ni manifestaba que tuviera hambre. Cuando los Pérez se convencieron de que no tendría ideas o movimientos raros, suspendieron la vigilancia y regresaron poco a poco a su normalidad. Estaban seguros de que el extraño no interferiría en la marcha de la familia. La vida continuó; aceptaron como natural que las únicas palabras con él fueron las que cruzaron cuando irrumpió en el hogar. Para los amigos de la casa era un tío huraño, y un poco ido, que los visitaba.

En una oportunidad hablaba la hija con sus padres sobre lo difícil de la semana por los exámenes finales; les explicaba que no sabía a qué materia prestarle mayor atención; las nombró y notó que el hombre del jardín asintió con la cabeza al mencionar la tercera; decidió dedicarle a ésta sus mejores esfuerzos; y aprobó todas las asignaturas con muy buenas calificaciones. En otra ocasión el señor Pérez comentó que le habían planteado dos negocios con un dinero que pronto recibiría y no hallaba por cuál decidirse. Habló del primero y miró hacia el huerto, el sujeto no mostró ningún gesto; describió el segundo y todos vieron que el visitante mostraba una sonrisa de aprobación. El padre, sin dar las gracias, que no eran exigidas, optó por el que había recibido el movimiento afirmativo. La idea fue un gran éxito.

Todos se dieron cuenta de que si el intruso daba su consentimiento, las cosas salían bien. Así que modificaron sus vidas. Las decisiones las tomaban en el corredor una vez que se anunciaban y del jardín llegaba la aquiescencia. La madre incursionó en repostería, previa consulta con el desconocido, que junto con el negocio del padre mejoraron las finanzas del hogar. La hija no aceptó un pretendiente porque la señal de Serpentus fue de desacuerdo; los varones estudiaban con más ahínco por sólo ver la cara sonriente del hombre del patio. Los Pérez empezaron a ser menos comunes y más felices; adquirieron otro vehículo y cambiaron las excursiones al río por visitas a la playa. Ya no sólo miraban hacia la mata de semeruco para consejos sobre qué hacer con el dinero, cómo enfrentar un problema doméstico, qué hacer ante una enfermedad, etc., ahora hasta para cualquier tontería buscaban la aprobación de Serpentus. Si querían ir a una retreta de la plaza o a una fiesta juvenil, la asistencia dependía de la expresión que pusiese el invitado, como ya lo consideraban. La existencia les era agradable, sin contratiempos, con un rumbo conocido, igual que antes pero con alguien decidiendo por ellos.

El padre, que había hecho progresos en el trabajo con la ayuda del hombre del arbusto, rompió la tranquilidad de una tarde hogareña anunciando que se jubilaría para montar un comercio propio. La reacción del sujeto del jardín sobre dejar el empleo fue de alegría, mas no sobre la iniciativa empresarial. El señor Pérez comprendió que no tenía que ser tan vago y debía plantear un negocio concreto. En conversación con su señora, enumeraron varias posibilidades; y luego de muchas dudas, emergieron dos ideas: una ferretería y una agencia de festejos. Con los comentarios apropiados, y las respuestas adecuadas desde el patio, la cabeza de hogar entendió que debía seleccionar la primera. La esposa comentó que ella ampliaría su repostería con la segunda opción. Serpentus no reaccionó ante la decisión de ella.

Los diez meses previos a la jubilación fueron de mucha actividad en la preparación de los nuevos negocios. El señor Pérez contactó a los futuros proveedores de la ferretería, palabreó un local, registró la empresa. La señora, por su lado, se dedicó a comprar sillas, mesones y manteles. En el hogar, ya la familia consultaba menos al hombre del jardín, consideraban que la confianza que les daba tenerlo en el patio era suficiente. Así, por ejemplo, el hijo mayor decidió estudiar Administración y ni siquiera habló de ello en el corredor, lo hizo en la cocina, por lo que el visitante no dio su opinión.

El inicio del retiro del padre coincidió con el de las vacaciones de los muchachos. Y como éstos se levantaron tarde y los esposos habían salido temprano a hacer diligencias relacionadas con sus empresas, nadie se fijó en que el hombre del jardín no estaba en el sitio acostumbrado. Descubrieron su ausencia al mediodía cuando se disponían a comer en familia. La primera emoción fue de incredulidad. Que debe estar por aquí, que busquen en los cuartos, que aquí no está, que aquí tampoco. “Seguro que anda por la calle”, afirmó la hija; “Preguntemos en el vecindario”, agregó el señor Pérez, “No”, respondió la madre, “¿qué vamos a preguntar? Siempre hemos dicho que es un tío; seguro que lo tendremos de vuelta esta tarde”.

Volvieron las guardias, ahora en espera del ausente y para vigilar la puerta de la calle que dejaban abierta toda la noche; así permanecieron durante seis días y el parterre se mantuvo vacío. Surgieron las mutuas recriminaciones. Que a lo mejor alguien lo molestó y por eso se fue, que ya no le estábamos haciendo caso, que no le dimos la importancia que se merecía, que papá no fue agradecido, que mamá no lo consultó más, que debimos hacerlo todos los días. No sabían cómo actuar ni qué hacer para volver a la monotonía anterior. La carencia de una vida ordinaria les produjo un gran desamparo; de la pasividad que vivieron antes de la llegada del huésped y de la felicidad que disfrutaron durante su estancia en la casa, pasaron a un futuro lleno de sobresaltos. Empezaron por no hacer las comidas o ver televisión en comunión, los varones se volvieron irresponsables, el padre fracasó en el negocio recién emprendido, la madre perdió toda su clientela, la hija quedó preñada del joven que había rechazado, uno de los carros se les incendió, los amigos desaparecieron.

El visitante no regresó. Después de haber abandonado a los Pérez, se fue a un pueblo vecino e invadió un humilde hogar, siempre con un aspecto familiar, pero de ahí lo sacaron a golpes. Se materializó en otra vivienda donde por temor o vergüenza le permitieron que se quedara. Pronto, la nueva familia se percató de los poderes del extraño y se dispusieron a sacarle provecho. Serpentus se limitó a complacerlos y a esperar los primeros actos de desobediencia para luego marcharse y sumirlos en la desgracia.