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Mi amigo el linyera

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El linyera revolvía con un palo el sucio y maloliente basural. Una densa nube de moscas zumbaba a su alrededor. Algunas se le enredaban en su barba larguísima y apelmazada, cuyos contornos desaparecían entre los bigotes. Llevaba el cabello muy crecido y sucio como catarata de lodo. Debió de haber sido negro, pero luego el color fue degradándose hasta un marrón cobrizo claro entreverado con mechones canosos.

Christian regresaba del colegio a la hora acostumbrada, pero no por el camino acostumbrado. Ese día quiso cambiar la rutina, a pesar del enojo que iba a generar en su madre. Ya lo había hecho un par de veces, pero ella no llegó a enterarse. Era muy estricta y sobreprotectora y lo reprendía cuando alteraba el orden impuesto, casi sin piedad. A Christian le divertía hostigar a Ronco, el perro de José Luis —un compañero antipático y chupamedias cuyo talento le alcanzaba sólo para cosechar enemigos— con una varilla a través de la reja; “cada dueño tiene el perro que se merece”, le había dicho en una ocasión su hermano mayor. El animal era lunático e irascible. Apenas un cuzco revoltoso que causaba más ruido que una jauría en un baúl. Christian lo provocaba, desde la vereda, azuzándolo, burlándolo con gestos, sonidos, y la varilla nerviosa que chicoteaba entre reja y reja, enfureciendo al animal de ojos saltones, negros como bolitas de alquitrán. El ladrido, cada vez más apretado, se volvía finito de a ratos, y se entrecortaba por una extraña ronquera que le podaba la voz. Presa de una gran iracundia, Ronco corría de un lado a otro, saltaba y rebotaba como una pelota.

Pero ese día, el pestillo de la puerta de hierro no estaba bien cerrado; la punta apenas tocaba la armella sin llegar a atravesarla. Los cimbronazos producidos por el desaforado animal, hicieron que la puerta cediera. Christian logró presentir el peligro antes de que el perro descubriera la puerta abierta, y emprendió una carrera loca para poner distancia entre sí y el cuzco que ya ganaba la calle. Potenciado por el malhumor concebido en burlas anteriores, Ronco devoraba la distancia rozando apenas el suelo, disparado como bala de cañón. El niño corría enloquecido sin dar tregua a sus piernas, que ya desfallecían. Ronco se le acercaba cada vez más, y Christian sintió los dientes del perro rozar su zapatilla. Hizo un último esfuerzo y ganó apenas unos metros de distancia. Distancia que Ronco volvió a acortar. Christian advirtió que se le cerraba el pecho a punto de estallar. El corazón le palpitaba en la garganta. En medio de su aturdimiento, y cuando las fuerzas lo abandonaban, divisó el baldío que se abría a un costado y se metió en él seguido por el tozudo animal.

Tal alboroto en la calle llamó la atención del linyera que, al ver la escena, se arrancó del basural donde estaba metido y atravesó el terreno al encuentro del niño, en el preciso instante en que el perro saltaba para atacarlo por la espalda. El viejo se interpuso entre ambos y Ronco impactó contra el pecho del hombre de barba. Se le pegó como una sanguijuela y empezó a morderlo con devoción de piraña. El animal estaba encarnizado y no había modo de distraerlo de su tarea. El hombre manoteaba al perro desesperadamente tratando de sacárselo de encima. Lo tironeaba hacia fuera pero el cuzco no se desprendía, al contrario, se estiraba como banda elástica volviendo a su posición de ataque. La escena de violencia, de depredación, parecía durar una eternidad, mientras el anciano empezaba a sangrar notablemente, ante la mirada estupefacta y estremecida de terror del niño. Christian observaba desde su indefensión, acurrucado entre unos escombros, al hombre que se debatía en su lugar con el colérico animal. Por fin, el ciruja logró un movimiento certero que arrancó de cuajo el cuerpo duro y caliente del perro que babeaba sangre. Lo arrojó lejos, como si fuera un cascote. Y sonó como tal, al estrellarse contra la tapia de adobes resecos. Se oyó un aullido filoso y luego Ronco desapareció.

El hombre miró a su alrededor buscando al niño. Y lo vio. Oculto detrás de un pedazo de pared, lloraba en silencio, bajo el temblor que sacudía su cuerpito trémulo. El linyera se le acercó para calmarlo, pero el niño se contrajo, evadiéndolo. El aspecto del hombre lo asustó: la cara desfigurada, los harapos desgarrados, el pecho sangrante, las manos rotas. No se correspondía la magnitud del daño producido con el tamaño del agresor; pero sí con su ira. Intentó limpiarse la sangre con un poco de pasto, arregló sus exiguos guiñapos y acomodó la catarata de lodo que hacía las veces de cabellera. Se sentó cerca de Christian y lo miró con sentida consideración.

—No tengás miedo. No te voy a hacer nada —dijo con voz quejumbrosa.

—Está... está todo lastimado... por culpa mía... —sollozaba el niño.

—No importa, ya se me va a pasar. En cambio, si te hubiera pasado a vos... capaz que no contás el cuento. Tranquilizate —el niño seguía llorando y ocultaba la cara entre las manos—. ¿Por qué llorás? Te dije que ya pasó. El perro se escapó, se fue.

—Perdí mi mochila. Mi mamá me va a pegar —un llanto desconsolado le cortaba las palabras. El hombre se compadeció y no pudo evitar una sonrisa, a pesar de su estado maltrecho y desfalleciente.

—¿Eso es todo? Bah, como si fuera tan grave. Vení, te acompaño a buscarla.

Le tendió la mano, lo ayudó a levantarse, y juntos emprendieron el camino de regreso. Hallaron la mochila a una cuadra, cerca de donde habitaba Ronco.

—Andá, andá a tu casa antes de que tu madre te eche de menos.

—¿Y a vos, quién te va a curar?

—Yo me las arreglo. Al fondo del baldío pasa una acequia. Ahora voy, me lavo, y listo. No más heridas —dijo el viejo pasando su callosa mano por la cabeza infantil—. No digás nada a nadie de lo que pasó. Te pueden retar. Es un secreto entre vos y yo, ¿de acuerdo?

—Sí —respondió Christian, con incipiente complicidad—. ¿Cómo te llamás?

—Alfonso —dijo el otro.

A esta altura ya le había perdido el miedo al linyera. Colgó la mochila a su espalda y emprendió el camino a casa.

 

Después de su merienda Christian se sintió inquieto, un sentimiento nuevo empezó a perseguirlo y no logró calmarse hasta tomar una decisión. En el botiquín del baño divisó el estuche de primeros auxilios que su madre solía utilizar para curarle las heridas. Subido a un banquito, y en puntas de pie, logró alcanzarlo. Una vez en su poder, metió el bulto en una bolsa de supermercado para que nadie lo notara. De la heladera sacó un queso redondo y, de la alacena, un pan. Salió a hurtadillas ocultándose de miradas indiscretas. Corrió el par de cuadras que lo separaban del terreno baldío, rogando que su amigo no se hubiera ido. Lo buscó y no lo encontró. Era tarde ya, pero Christian decidió internarse en el lugar abandonado a pesar del miedo visceral que le tenía a la oscuridad. La respiración se le aceleraba, los latidos del corazón le tañían como campanas en cortejo fúnebre. Los ojos grandes, muy grandes, intentando ver más allá de lo posible, entre los árboles, los yuyos, entre las sombras, el silencio. Continuó avanzando hacia el fondo, rumbo a la acequia. No se animaba a gritar, “¡Alfonso, Alfonso!, ¿dónde estás?”, sólo por temor a desnudar su indefensión. De pronto, un bulto se movió entre los matorrales, cercano al murmullo del agua, cuyo sonido le devolvió un jirón de realismo a su imaginación. Era el linyera que, dificultosamente, intentaba acomodar su cuerpo a las inclemencias del terreno. Christian corrió y cayó de rodillas junto al anciano. Diligente, y asistido por un chorro de luna que se coló entre los álamos, empezó a extraer del maletín, gasas, alcohol y curitas, y limpió una por una las heridas del ciruja. Alfonso lo miraba desde otra dimensión, como suspendido en otra galaxia, agradecido. Emocionado. Luego, el niño lo cubrió de innumerables curitas por todo el pecho, la cara, los brazos. Cerró el maletín, sacó de la otra bolsa el pan y el queso. Le preparó un sándwich y se lo ofreció. El viejo luchó con la comida pues sólo contaba con un par de encías desnudas que, dolorosamente, mordisqueaban el alimento. Un solo diente, largo, marrón y astillado, se erigía, exultante, desde el maxilar inferior.

—Tenés que volver a tu casa, pibe. Tu madre te debe estar buscando. Vamos, te acompaño un trecho porque ya se hizo muy tarde —dijo sin desviar su mirada húmeda del rostro del niño. En vano intentaba ocultar la congoja.

Alumbrados por el cono de luz que se filtraba entre la densa oscuridad, Christian encontró los ojos viejos, acuosos, de un extraño color, entre gris, verdoso y azulado, con una virola blanquecina rodeando el iris, que lo miraban de un modo sobrenatural, mezcla de fervor, de agradecimiento y ternura. Una mirada cargada de años; venía de cursar decenios. El niño había notado que los ancianos tienen los ojos algo desteñidos. Como si los años les desgastaran el color.

 

Grande fue la paliza que recibió Christian a su regreso, pues no supo explicar su ausencia. Se había propuesto no develar la existencia de su nuevo amigo, aquel sujeto tan distinto y distante de ellos a quien su madre, seguramente, impugnaría. No por mala, más bien por desconfiada.

Desde entonces, cada día al regreso del colegio, Christian pasaba por el terreno baldío y le ofrecía a Alfonso la manzana y el paquete de galletas preparados por su madre para comer en los recreos. A cambio, el linyera le narraba historias fantásticas, cuentos, anécdotas, fábulas, que había ido recogiendo a lo largo de su existencia. Christian disfrutaba de aquellos relatos con entusiasmo y alegría. No recordaba haberse divertido tanto con sus amigos, niños pulcros, educados, aunque de prematura arrogancia y mezquindad.

 

A partir de aquel violento episodio con el perro, Alfonso le encontró un sentido a su vida. Por supuesto, no dejó de cirujear. Una premura desconocida lo inquietaba: el encuentro diario con su pequeño amigo. Era invalorable e impostergable para un viejo como él: un linyera. Continuaba andando y desandando las vías del tren, siempre seguido por el humo de moscas negras; hurgaba recovecos, revolvía basurales, actividad que desarrollaba con displicencia, como si fuera un derecho adquirido. Era su única rutina, que sólo modificaba para volver puntualmente al lugar de encuentro y esperar a Christian a su regreso del colegio.

 

Pero ese día, Christian halló a Alfonso tirado sobre el pasto, casi inconsciente. Volaba de fiebre. El niño, al advertir la gravedad, se quitó el guardapolvo para mojarlo en la acequia, y lo colocó en la frente del anciano. Repitió la maniobra cuatro, cinco veces hasta bajar un poco la temperatura. Luego, lo obligó a ponerse de pie y, casi arrastrándolo, llegaron a la casa del pequeño a pesar de la resistencia del viejo —no quería comprometer al niño con su presencia. Entraron por la puerta de servicio para que no los vieran. Atravesaron el jardín evitando los faroles y otras luces. Siempre en la oscuridad, lograron alcanzar el cuarto de herramientas que se hallaba en el fondo de la casa. Allí el ciruja fue asistido por Christian con mantas, aspirinas y comida.

Su madre no tardó en descubrirlos, uno junto al otro. Perturbada, conmovida ante el cuadro que ofrecían su hijo y el linyera, se apiadó del enfermo y llamó a emergencia sanitaria para que lo asistieran en un centro de salud. El niño, desde su infantil entendimiento, imaginó una ambulancia con sirena que cargaba a su amigo para alejarlo de él. Había oído hablar mal de los hospitales donde los viejos sufren por malos tratos y mueren por desatención. Aprovechó una breve ausencia de su madre para sacar a Alfonso fuera de su casa. Previamente, y guiado por su sentido práctico, pudo recoger un par de frazadas y desaparecieron en la noche. En el baldío improvisó un camastro con pasto, bolsas de nylon y arpillera. Sobre esa cama acomodó a Alfonso que volaba de fiebre, mientras lo cubría con la manta. Le puso un trapo mojado en la frente y se acostó junto a él. El viejo apretó la mano del niño y lloró. Dolor y felicidad eran una sola cosa. Dos lagrimones surcaban el pergamino de su piel. Christian susurró:

—No tengás miedo, no te voy a dejar.